Telefónica. Ilsa Barea-Kulcsar

Telefónica - Ilsa Barea-Kulcsar


Скачать книгу
Pero mamá dice muchas cosas así. No entiende a papá, siempre ha sido así.

      —Oye, Concha, yo sé dónde está Italia y cómo es.

      —¿Sí? Y ¿cómo lo sabes?

      A Lolita le gusta que le hagan preguntas. Su hermano Juanito no sabe contestar a algo así. Claro que es tres años más pequeño.

      —Me lo ha enseñado papá en el atlas grande —Sabe muy bien que muchas niñas de su edad nunca han oído hablar de atlas— y, ¿sabes una cosa? Italia parece una bota rara con muchas arrugas y deformada. Pero papá ha dicho que eso no se ve cuando se está allí, en el país, sino solo desde el aire. Pero hay que estar muy arriba. Y los italianos también tienen muchos aviones y han mandado algunos a la guerra contra nosotros.

      Lolita está muy orgullosa de lo que ha contado. Siente que papá no lo haya oído, pero se alegra de que su madre no preste atención. Siempre dice:

      —Lolita repite todo lo que dice mi marido sin entenderlo.

      A Concha le parece natural que a la pequeña le interesen estas cosas y le gusta. Lolita no es una niña guapa; no tiene la nariz recta y fina como la madre, sino una nariz chata, ancha, corta y alegre. Además, tiene la cara redonda y ojos curiosos, brillantes y marrones, pero no muy grandes ni oscuros, ojos de una buena y pequeña camarada, piensa Concha, que en la infancia ha sufrido en sus propias carnes lo que significa no ser guapa. Justo como hace ahora Lolita, hace mucho tiempo se ponía rizos artísticos en el pelo castaño con agua y saliva. Tiene la sensación de que esta niña es como una hermana pequeña o una compañera pequeña.

      —Pero ¿sabes lo que son los aviones, Lolita?

      —Pues claro —dice la hija del ingeniero y estira los brazos sin soltar los hilos de lana—, una vez papá me regaló un avión. No vuela, pero se puede ver muy bien cómo está hecho por dentro. ¿Sabes? A Juanito le habían traído los Reyes uno grande que puede volar, y yo también quería uno. Pero mamá no quería porque soy una niña. Y yo ya tenía una muñeca, y a los chicos les regalan muchas cosas interesantes. Y entonces papá lo comprendió.

      —Tu papá es muy listo, ¿verdad? —dice Concha con envidia. A ella también le gustaría tener algo más interesante y trabajar de otra manera y poder preguntarle a alguien por las cosas.

      —¡Pues sí! Mi papá es muy inteligente —explica Lolita con cierta afectación. Nota la admiración y la envidia difusa en el tono de la mujer y quiere decir algo especial. Pero enseguida retoma su relato sencillo y confiado:

      —¿Sabes, Concha? Mamá dice que es demasiado inteligente y que solo tiene inteligencia y no tiene corazón, pero no es verdad. Mamá dice también que tiene corazón para cualquiera, menos para ella; y si no tiene corazón, tampoco lo puede tener para otras, ¿no te parece?

      —Niña, claro que tu padre os quiere con todo su corazón. Lo he visto esta misma tarde en cómo se ha alegrado de hablar contigo.

      A Concha le parece imposible decir algo amable sobre la mujer que está a su lado y sigue hablando de las infidelidades de los hombres. No puede mirar esa carita alegre sin sentir rabia hacia esa estúpida egoísta. Así que será mejor, piensa, no decir nada sobre el papá, ni siquiera una mentira piadosa. Porque al final la niña notaría el engaño.

      —Oh, sí —contesta Lolita tan excitada que casi deja caer la lana—, a papá le gusta mucho ir conmigo de paseo y siempre habla conmigo. Estoy segura de que a mí me quiere más que a nadie. Y me quiero quedar con él aquí en Madrid si mamá se va a Valencia con Juanito.

      —Eso es una tontería. No puedes. Seguro que no te va a dejar. Aquí caen muchas bombas y también les dan a niños.

      Concha comprende muy bien a la niña. Ni siquiera ella quiere pensar en la evacuación, aunque sabe que es lo único sensato. Pero Concha ha hablado con un hombre que había visto en la morgue cadáveres de niños con un número en el pecho, después del 30 de octubre, cuando cayó una bomba en un colegio de Getafe. Se puso fatal y repetía una y otra vez: Estos asesinos, estos asesinos, ¿acaso creen que son hombres?

      Los niños no tienen que ver esas cosas. No pueden permanecer en peligro. En realidad no deberían ni saber que eso existe.

      Precisamente por eso, Concha no quiere hablar mucho de peligro ni de muerte. La muerte llega cuando toca, pero la vida de la niña no debe transcurrir a la sombra del miedo. Por eso le dice a Lolita para consolarla:

      —A lo mejor tu padre va a Valencia con vosotros. La vida es más tranquila allí.

      Al pronunciar estas palabras siente un rechazo interno. Con los hombres es diferente, tienen que estar en Madrid en sus puestos. Quizá también las mujeres que pueden hacer algo útil, que son una ayuda para los hombres y no una carga. Esa pequeña Lolita seguro que sería muy útil si fuera una adulta.

      —¿Quieres que tu padre se vaya con vosotros? —pregunta Concha.

      —No. ¿Sabes? Papá me ha explicado que lo necesitan aquí para que no entren los moros en Madrid. Y trabaja día y noche. Creo que se tiene que quedar —dice la niña.

      VI

      Después de medianoche, el cielo sin luna estaba cubierto de jirones de nubes negras. Eso significaba una seguridad relativa —una relativa probabilidad de seguridad— de que no habría ataques aéreos. La artillería del enemigo también guardaba silencio. Pero por la Gran Vía pasaban motos y camiones pesados que se dirigían al frente. El frente apenas distaba algo más de un kilómetro calle abajo. A las doce y media de la noche retumbaron las explosiones de cinco granadas de mortero en una secuencia veloz. No se podía distinguir si estaban cayendo en las posiciones enemigas o en las propias. Luego se oyó el tableteo de ametralladoras durante un cuarto de hora. Luego solo algunos tiros aislados cayeron en medio del silencio.

      Reinaba el silencio en Madrid. Reinaba el silencio en la Telefónica. Reinaba el silencio en la ancha calle.

      El centinela del cruce daba el alto gritando más y con más aspereza que antes en cuanto un peatón o un coche le daban ocasión para ello. Entonces resonaban las discusiones sobre la documentación en la calle vacía. Si llegaba un coche, se oía a kilómetros. Se oía un zumbido, un ronroneo, un traqueteo. Se oía un motor que también podría ser de un avión y se aguzaba el oído nerviosamente hasta que al aumentar el ruido se reconocía el sonido familiar de un vehículo y los nervios podían relajarse.

      Los guardias de la Telefónica se aburrían. Uno de ellos se apoyaba en el muro con la cabeza, los hombros y la carabina envueltos en la manta de rayas. El otro se colocaba en la parte interior de la puerta para poder intercambiar alguna palabra que otra con los compañeros que estaban de servicio dentro. La puerta principal estaba cerrada, sus hojas de cristal rotas y cubiertas con mantas. El gélido vestíbulo de mármol estaba débilmente iluminado, no podía salir ningún rayo de luz a la calle. El control de las pequeñas puertas laterales no resultaba difícil: a esas horas solo entraban y salían aquellos que tenían algo que ver con los diferentes puestos militares de la casa y los de la prensa. Los refugiados de los sótanos dormían o por lo menos estaban en silencio. Las telefonistas tenían cambio de turno a las dos, pero todas las del turno de noche dormían en la casa. Entretanto, los pasillos y escaleras de las trece plantas estaban vacíos. Pero precisamente por eso era importante controlar a los visitantes de fuera, sobre todo a los que iban a ver a los extranjeros. ¿Cómo podía saberse quién de los periodistas era honrado y quién un espía?

      El turno de noche del ascensor lo hacía el manco. Las chicas del turno de día nunca hacían lo que hacía él: fijarse en que cada extranjero iba realmente al despacho que había indicado. Las chicas se disculpaban diciendo que estaban muy ocupadas, pero en realidad solo les interesaba su labor de punto y los cumplidos de los que montaban en el ascensor. Y si un inglés o un americano les decía cualquier tontería, enseguida se entusiasmaban. El manco estaba convencido de que las mujeres no servían para un trabajo serio. A una mujer como mucho se la podía dejar discutir con otras como ella, igual que se hacía en el sindicato.


Скачать книгу