Telefónica. Ilsa Barea-Kulcsar
vete si tienes miedo —dijo Manuel—. Yo me quedo aquí. Alguien tiene que atender el teléfono. Pero espera a que haya mirado en las demás habitaciones.
Hizo la ronda a toda velocidad. Las pocas personas que trabajaban en el octavo piso estaban ya en el descansillo. Sirenas de alerta. Ruido de mucha gente en la escalera. Manuel volvió a la comandancia, donde Pepe le estaba esperando. El pasillo estaba oscuro, el vestíbulo sin ventanas, negro, la linterna no iluminaba lo suficiente. Se golpeó contra esquinas y bordes y se sintió abandonado hasta que oyó la voz del viejo:
—¡Hola, Manuel!
Se encendió una luz mate de linterna (la pila de Pepe está gastada, se le va a acabar de un momento a otro y escasean las pilas, pensó); entonces Pepe gritó con voz ronca:
—Agustín ha llamado, sube ahora. Dice que no me quede si hay alguien de confianza aquí arriba. Me voy, no puedo soportar los junkers, me ponen el estómago del revés.
—Vete, demonios, viejo cerdo —replicó Manuel, seriamente irritado y nervioso. Prestó atención a los pasos que se alejaban tropezando por el largo pasillo, después se adentró en la comandancia con fuerza de voluntad. Intentó orientarse: Esto es la butaca grande, esto el borde de la mesa y esto una ventana. Si apago la linterna, puedo abrir esta ventana y escuchar. Seguro que es una estupidez no bajar al sótano. Pero por lo menos quiero oír a qué distancia están los aviones. Y ¿dónde están nuestras defensas antiaéreas?
Miró hacia la oscuridad agobiante de afuera, en la que solo se reflejaba un cielo mate. No vio ningún bombardero, pero ¿cómo iba a verlos entre los jirones de nubes? El ruido de motores se aproximó, era un zumbido que atravesaba todo, pero no retumbaba. Manuel tensó todos los nervios tratando de escuchar y soportar la primera explosión. Cuando de pronto restalló un cañón antiaéreo justo al lado de la Telefónica, casi se llevó una desilusión. Vaya defensas más malas, solo algo mejor que una ametralladora, pensó Manuel, y se sentó porque estaba cansado de estar en cuclillas. En ese momento entró alguien que apagó de inmediato la linterna —¡la ventana abierta y sin cortinas!— y dijo tajante:
—¿Hay alguien ahí?
—Aquí Manuel García, mi comandante —dijo el otro—. Perdona, me he quedado aquí porque tú mismo has dado permiso a Pepe para que bajara y alguien tenía que quedarse por el teléfono.
—Cierra la ventana, camarada Manuel —dijo Sánchez con tranquilidad. Cuando estuvo corrida la cortina negra (una labor difícil sin luz), encendió una linterna muy grande que parecía el faro de un coche—. Siéntate ahí, camarada Manuel. ¿En tu planta está todo en orden? —No esperó a la respuesta, sino que dijo—: La cosa está difícil con las chicas desde el último bombardeo de ayer. Entre ellas hay demasiadas que ya han visto muertos. La mayoría están enloquecidas por el miedo.
—Camarada Sánchez —dijo Manuel, cambiando la forma de dirigirse a él—, hace un rato quería comunicarte que por la última granada que ha caído en este piso he podido comprobar que los fascistas han cambiado el ángulo de tiro.
—Sí, ya me ha dado parte la planta trece. Gracias, Manuel.
Manuel aguzó el oído para escuchar el zumbido de motores que ahora era más difuso. Se sintió un poco decepcionado por haber llegado tarde con su parte. De forma inconsciente, al igual que Agustín, se mantenía fuera del foco deslumbrante de la linterna, que estaba encima de la mesa y proyectaba la luz sobre la puerta.
—Esta vez no se nos han acercado ni han lanzado ninguna bomba —dijo Agustín. Luego ambos guardaron silencio. Estaban esperando. Agustín tenía mal sabor de boca por el encuentro con su mujer. Durante la alarma no se había alterado; consideraba que el sótano era completamente seguro para ella y los niños, y en otros no pensaba. Pero había querido retener a Agustín, no porque temiera por él, sino... «No puedes dejarme sola, soy tu mujer».
Y luego, en la escalera, el momento en que el foco de la linterna había iluminado la cara de Paquita. Ella no era cobarde, tenía un gesto de enfado, no descompuesto como muchos otros. Pero al seguir con los ojos el haz de luz y reconocer a Agustín, había exclamado: «¡Tinito, ven, ayúdame, me voy a caer!». Y había cambiado el gesto por otro de desamparo. Qué extraño poder verlo con tanta exactitud en ese haz de luz tan exageradamente intenso e impreciso. Mejor no pensar en ello, sino en los otros. En las dos muchachas de la quinta planta que se habían quedado junto al cuadro de la centralita para que no se interrumpiera el servicio. En ese Manuel que estaba ahí sentado y esperaba.
—¿Quieres una copa de coñac, Manolo?
El funcionario se sorprendió, sobre todo por el apelativo cariñoso.
—¡Pues claro, hombre!
Iba a añadir algo cuando sonó el teléfono. Por el sí y el no del comandante no pudo sacar ninguna conclusión. En el reflejo mortecino de la lámpara vio cómo se endurecían los rasgos de Agustín. Este meneó dos veces la cabeza y las finas aletas de su nariz se movieron.
—Sí. —Colgó y se giró hacia Manuel—. Van a volver. Todavía no ha terminado. Van a atacarnos. No puedo hacer nada. —Empezó a maldecir en todos los tonos, a lanzar juramentos violentos y bárbaros, pero era una explosión artificial que no lo alivió. Sacó una botella de coñac del escritorio y sirvió dos copas pequeñas, una para él y otra para Manuel—. ¡Al diablo con los alemanes!
El teléfono sonó de nuevo. Él volvió a maldecir y descolgó. En el aparato:
—Hola... —extranjero—, ¿comandante Sánchez? —una mujer de voz grave. Pronunciaba su nombre con «s», «Sanches»—. ¿Habla usted francés?
—Sí, ¿qué quiere? Hay alerta aérea —dijo Agustín con poca amabilidad. Seguro que era prensa extranjera.
—Es por la alerta por lo que le llamo —dijo la mujer extranjera con voz muy fría y suave—, soy la encargada de la censura de la prensa extranjera.
—Ahí no hay mujeres.
—Desde hoy sí, comandante Sánchez —dijo la mujer en su francés lento y correcto—. Quisiera que me diera la información con respecto al ataque aéreo, para que se lo pueda comunicar a los corresponsales, si procede. Estoy oyendo en este momento que han tirado una bomba. Mientras hablaba se había producido aquella explosión sorda y la vibración de las ventanas que anuncian una bomba a una distancia moderada.
—¿No puede ser más tarde? Ahora no tengo ganas de dar informaciones a la prensa.
—Estoy de servicio, camarada comandante, para transmitir las noticias sobre el bombardeo. Por eso me he quedado aquí arriba. No debería negarse a colaborar conmigo. No se trata de un asunto privado.
La mujer seguía hablando en un tono frío, pero su voz se había vuelto más grave y un poco ronca —seguro que estaba furiosa. una voz interesante—, alemana, desde luego. Agustín desconfiaba, pero se sentía entre la espada y la pared.
—Señorita (a una desconocida de abajo no la voy a llamar camarada), voy a bajar a hablar con usted. Está en el quinto piso, ¿no? Se tiene que identificar.
Agustín colgó y se volvió hacia Manuel, que había intentado en vano entender alguna palabra.
—Camarada García, quédate junto al teléfono y, si hay algo, me llamas a la censura de prensa a la quinta planta. Hay una mujer extranjera nueva y quiero verla de cerca; no las tengo todas conmigo.
Tres estrechas escaleras, negras como el carbón, atravesadas por el haz de luz de la linterna, un largo pasillo, puertas, tanteo de paredes hasta que se enfoca la linterna correctamente, habitaciones vacías, una linterna pequeña, una mujer difusa, luz de foco en su cara:
—¿Acaba de hablar conmigo, señorita?
La mujer tenía los ojos muy claros —probablemente grises— y sus pupilas se empequeñecieron rápidamente. Tenía las cejas duras y una boca pálida —al menos sin pintar— muy recta. No era nada guapa. Tanto mejor.