Telefónica. Ilsa Barea-Kulcsar

Telefónica - Ilsa Barea-Kulcsar


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Johnson. Suena muy afectado decir eso, pensó, y añadió—: Bueno, es mi primer día en Madrid.

      Doblaron para entrar en la Gran Vía.

      —Allí está la Telefónica —dijo el pequeño Warner—. Ya sabe, la central de teléfonos. Es de los americanos, ahora la ha reclamado la República y está bajo el control de la autoridad militar. Mire bien el edificio, Johnson, allí es donde pasará la mayor parte de su tiempo. La prensa y la censura se alojan allí. Es el edificio más alto de Madrid y el mejor blanco para los nacionales.

      Johnson contempló el gran bloque liso con las clásicas torrecillas sobre la moldura del tejado.

      —¿Por qué trabaja ahí la prensa si el edificio corre ese riesgo? —preguntó, y pensó en su amiga Anita, que desde aquel día tenía que estar en el edificio ejerciendo de censora, qué oficio tan desagradable, y servir de blanco.

      —Desde ahí podemos llamar al extranjero —explicó Simms, que iba junto a Johnson dando largos pasos tranquilos, tan callado como de costumbre—. Por eso nos han instalado un despacho. Es más seguro que pasar por esta calle con cada noticia que surja. No es un camino agradable.

      —Además, la Telefónica es el puesto de observación del Estado Mayor —dijo Warner, que siempre se empeñaba en mostrarse bien informado, precisamente porque sus colegas, por su juventud, no lo tomaban del todo en serio—. Si uno se fija en lo que sucede en el edificio, se puede adivinar todo tipo de cosas. Solo que la censura es estúpida y a los anarquistas los enloquece el miedo a posibles espías.

      Un silbido agudo y prolongado: los tres tensaron los nervios para estar preparados para la explosión.

      No hubo ninguna explosión, solo un golpe amortiguado. Una fina nube de polvo salió de uno de los tejados de enfrente.

      —No ha explotado —constató Simms—. De lo contrario no habríamos tenido tanta suerte. La metralla de las granadas vuela muy lejos.

      El pequeño Warner se había puesto un poco colorado.

      —Siempre me alegra haber terminado este recorrido —dijo.

      Johnson se sacudió como un perro saliendo del agua. Miró a los que pasaban —soldados en uniformes con prendas de diferentes procedencias, chicas sobre tacones altos con peinados de rizos complicados y labios de colores chillones— y preguntó:

      —¿Uno se acostumbra a eso?

      —Hasta hace ocho días no estaba tan mal la cosa, hasta el 7 de noviembre. Todavía no lo sé —contestó Simms, cuyo rostro enjuto con inesperados ojos oscuros no se había inmutado.

      —¿Tenéis miedo? —insistió Johnson. Quería aprender a captar ese aire tan extraño.

      —¡Todos tienen miedo! —exclamó Warner—. Ya se dará cuenta de lo que es Madrid... si Franco le da tiempo para ello. El primer día todos están perplejos, pero después viene lo serio.

      —Es mejor que caminemos rápido —dijo Simms.

      La explosión llegó por sorpresa, sin ser anunciada por ningún silbido. Primero algo parecido a un golpe, luego el estallido en sí y la presión del aire, el sonido de cristal y la caída de trozos de piedra. Cada uno sintió el golpe en el propio cuerpo, sintió el corazón agitarse y el cerebro detenerse: esperando lo desconocido.

      Warner se echó a tierra, Simms se apretó contra la puerta de una tienda. Johnson se encontró solo, con el pulso acelerado y la sensación de que se le encogía el estómago, solo en mitad de la acera repentinamente vacía. A unos treinta metros rodaba una lenta nube negra por la calle, se expandía y se diluía convertida en humo gris.

      —Entonces eso era un obús —se dijo en voz alta. A través del humo vio moverse unas figuras oscuras. De todas partes por las puertas de las casas empezó a salir gente que continuaba andando a toda prisa. Oyó gritos que no entendió y se sintió tremendamente solo.

      —Mi bautismo de fuego como corresponsal de guerra —le dijo a Simms con expresión de sorpresa en los ojos—. No he pasado mucho miedo.

      —Deprisa, ahora nos quedan quizá un par de minutos —respondió el otro. Warner ya se les había adelantado.

      —Es soportable. —Simms, alto, de largas y delgadas extremidades, avanzaba a pasos regulares y bien medidos mientras hablaba sin prisa—. Nosotros estamos aquí por unos periódicos. Los españoles, por su vida.

      Una humareda venenosa persistía en el aire; el atardecer había llenado la calle de un gris neblinoso; todo parecía un mal sueño.

      —¡Aquí le han dado a alguien! —gritó Warner, que se había detenido. Junto a la mancha clara sobre el pavimento, donde había saltado la piedra, había un charco pequeño y oscuro.

      —No lo pises, a mí me pasó una vez y me puse fatal —dijo Warner en voz baja.

      —¿Está lejos la Telefónica?

      —A unos minutos, unos doscientos metros. Está lejos. Vamos —dijo Simms.

      Caminaban más despacio que antes, no más rápido. Johnson lo constató. ¿Queremos demostrarnos que no tenemos miedo?, se preguntó, y luego dijo:

      —Material para mi primer artículo desde Madrid. Otro mundo.

      —Un mundo extraño —dijo Warner—. Nunca lo entenderemos del todo. Hace ocho días apostamos que Madrid caería durante la noche. Esta gente no puede creer en la victoria, ¿por qué no acaba de una vez?

      —¡Venga, Johnson, tómese un whisky! —Simms se les adelantó al atestado bar del Hotel Gran Vía—. Beba a la salud de la Telefónica, que no le acierten demasiado.

      A lo largo de la barra semicircular del bar estaban sentados ruidosos soldados y algunas chicas, no muy guapas, demasiado maquilladas, pensó Johnson. Oyó un traqueteo y no sabía si era una metralleta o una moto. Nadie se volvió. Solo Simms se cruzó con su mirada interrogante y dijo:

      —Es el frente. A kilómetro y medio bajando la calle. Incluso algo menos. Pero hoy es un día tranquilo.

      —Día tranquilo, día tranquilo, sin novedad en el frente —dijo Johnson—. Creo que en guerra todo el mundo está un poco loco. Así que esto es un día tranquilo para darme la bienvenida a Madrid. Empiezo a aprender español.

      Bebieron. Todos los que estaban sentados en los elevados taburetes de la barra bebían vino. Hacían mucho ruido. A Johnson le dio rabia no entender absolutamente nada y estuvo a punto de enfadarse con esas extrañas personas incomprensibles.

      —¿Cómo se entera uno de las noticias oficiales? —preguntó.

      —Lo mejor es ir a la Telefónica y acercarse al frente dando un paseo. Es ahí donde está la auténtica primicia, Johnson, en esa gente y en estas calles, detrás del frente. —Simms se animó por un momento—. Y en la Telefónica.

      —Crucemos la calle antes de que vuelvan a atacar. ¿No habéis oído los últimos trallazos, justo ahora? —gritó Warner a través del ruido. Se había colocado en la puerta y volvió rápidamente a la barra.

      Ya estaban en la calle y la cruzaron a toda prisa.

      —No he oído nada, todavía no conozco bien los ruidos de la guerra —dijo Johnson medio disculpándose—. ¿Siempre hay estas pausas entre los tiros?

      —Preferimos suponerlo —contestó Simms secamente.

      De un segundo a otro la niebla se espesó.

      —En la oscuridad no disparan mucho, solo hacen algunas pruebas —constató Simms cuando ya habían alcanzado la fachada lisa de la Telefónica y doblaron la esquina.

      Coches en una calle estrecha, mucha gente en la acera, un puesto de guardia, una puerta pequeña en un portal imponente: entraron en el vestíbulo de Telefónica.

      —Estamos en


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