Telefónica. Ilsa Barea-Kulcsar

Telefónica - Ilsa Barea-Kulcsar


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Pero nosotros somos de la prensa, le he acreditado, Johnson.

      Se oyó un golpe sordo, los cristales de la puerta tintinearon y las paredes retumbaron en silencio. Las numerosas personas que estaban en el vestíbulo, hombres, mujeres y niños hablaban todas a la vez. Pero no pasó nada más. Solo un hombre se acercó al teléfono interno para hacer una llamada.

      —No ha sido más que la moldura del tejado —aclaró Simms, que había estado escuchando.

      —¿Han dado a nuestro edificio? —preguntó Johnson. Miraba las caras españolas pasando de una a otra y no entendía nada de lo que veía. ¿Cómo se hacía para vivir ahí?

      Es otro mundo, se respondió a sí mismo.

      II

      Era una noche gélida y oscura, sin luna ni estrellas. La niebla de la tarde se había disipado, pero el aire aún estaba impregnado y teñido de ella.

      En la habitación del comandante de la Telefónica no había ninguna luz encendida porque la ventana estaba abierta. Agustín Sánchez se inclinó sobre el antepecho e intentó mirar hacia abajo, hacia la Gran Vía. El ancho desfiladero que formaba la calle estaba sumido en una oscuridad tan impenetrable que creyó apoyarse en él como en un cuerpo.

      Del frente más cercano llegaban los trallazos de fusiles en breves intervalos. Desperdicio de munición, nerviosismo, pensó. Las noticias sonaban mal, eran muy imprecisas. No debería haber llamado al Ministerio de la Guerra, tendría que haber ido él mismo. Hoy era un día relativamente tranquilo, así que no podía esperar que viniera el general. Y tendría que trabajar toda la noche y hacer pausas cortas para dormir, sin saber exactamente cómo estaba la cosa y hasta dónde se había acercado el enemigo. En realidad, le venía muy bien no tener tiempo de dormir, porque la incertidumbre hacía que el pesimismo se apoderase de él y en la cama le habrían torturado las pesadillas. Cuando conocía lo peor y veía que no era tan malo como sus miedos secretos, sentía que le invadía un valor casi alegre que los demás no llegaban a entender y que tomaban por una valentía especial. Quizá hoy sería también así si hubiera ido al Estado Mayor y supiera por qué reinaba tal silencio en el frente, en lugar de tratar de adivinarlo.

      Y sin embargo, aunque hubiese tenido un par de horas libres, o incluso si no hubiera estado prisionero de ese trabajo, no habría querido abandonar el edificio de Telefónica. Aquí le eran familiares las escaleras incluso en la oscuridad. Aquí ya le habrían matado hacía tiempo si alguno de los cientos de trabajadores y empleados hubiera querido aprovechar la ocasión: así pues, aquí estaba seguro. Aquí estaba el trabajo que mantenía a salvo su cordura. Afuera le invadían el miedo y la furia, su ciudad se había convertido en algo extraño y las personas, en seres incomprensibles.

      Todo esto es una locura, pensaba, y probablemente nos hundiremos todos. Pero los otros también. ¿Para qué trabajo como un loco, por qué no cojo mi pistola y mato a tiros a unos cuantos cerdos antes de que termine todo? Mi cobarde miedo de siempre a derramar sangre. ¡Qué crimen más grande es esto, con lo bonito que podría ser!

      Ah, a la mierda, me sumo en mis pensamientos para poder escucharme a mí mismo, pero todo es distinto y mucho más difícil. Ya no entiendo nada del todo, hay que tener cuidado con los pensamientos. Solo que estoy tan cansado. Los del Consejo Obrero me van a dar mucho la lata. Sí y no, qué voy a hacer con ellos, a lo mejor tienen razón. Pero siempre estos anarquistas y comunistas. ¿Es que no tienen otras preocupaciones? Yo sí las tengo. Demasiado bien sé dónde está la nueva artillería que nos está disparando.

      Era un obús hermoso. Como una rosa.

      Espero que Paquita no se haya dado cuenta de que tengo media hora libre. Que no suba. No merece la pena. No me apetece. Tengo trabajo.

      La pequeña del sótano, la de los refugiados de Carabanchel, tiene buenos pechos; seguro que está en celo, porque están de punta. Pero no me apetece. No tengo ni idea de lo que me pasa. Me gustaría acostarme con una, pero mi cerebro no quiere, así que no tengo ganas. Eso no es tan importante. Pero cuatro semanas... Nunca había estado tanto tiempo sin mujer desde entonces, desde que tuve la pulmonía. Paquita es un mal bicho, me lo pone difícil a propósito. Y desde hoy está también Pepita en el edificio. No debería haber consentido que viniera a la Telefónica. En su caso es la histeria total. Pero ¿qué iba a hacer?

      Hoy están disparando de forma irregular. Muchos obuses, lo que quiere decir que están intentando afinar la puntería. El de ahí apuntaba mejor, si es que quieren darnos.

      Debería bajar a ver cómo se ha acomodado Pepita con los niños. Seguro que mal, como siempre. Pero no puedo hacer nada más. Y no quiero que se me vuelva a colgar del cuello. La excita aún más y yo ya no quiero. Las mujeres tienen que entender de una vez por todas que no puedo y no quiero y que hay guerra. Aunque sea una excusa por mi parte. ¿O no? Ya no sé nada, no entiendo nada, no sé qué va a ser de mi vida. Pero es lo mismo, porque todos vamos a morir.

      —Moriremos todos —dijo Agustín en voz alta, y se echó a reír. Porque nunca tuvo miedo a la muerte, pero sí al dolor y a la suciedad.

      Hoy ya había trabajado catorce horas intensamente. Tenía un trabajo infinito ante sí, y muy poco que pudiera pasar a su suplente. Toda la administración militar de Telefónica estaba a su cargo mientras su superior, el coronel, siguiera en Valencia. Agustín estaba empezando a comprender lo grande que era su responsabilidad. Estos cables de teléfono eran los únicos hilos que llevaban desde el Madrid sitiado al mundo exterior. El sabotaje siempre era una posibilidad. El Estado Mayor tenía su puesto de observación en el piso superior del edificio. El espionaje siempre era una posibilidad. Sabotaje y espionaje: todos los empleados de Telefónica estaban poseídos por el miedo a estas dos magnitudes desconocidas.

      La Telefónica tenía trece pisos y dos sótanos. En lo más profundo de la tierra estaban los refugiados de los suburbios y de los pueblos de los alrededores de Madrid. En el piso trece estaba el puesto de observación de la artillería. En medio, apretujada en las habitaciones de doce pisos, la maquinaria de la red telefónica para toda España y al mismo tiempo un corte transversal en el Madrid del asedio: otros refugiados; obreros; policías; milicianos; puesto de Primeros Auxilios; empleados; los oficiales de observación del Estado Mayor, evitando con temor cualquier contacto; como si fueran cuerpos extraños, aislados, los empleados de los capitalistas americanos, que eran dueños de las líneas telefónicas y tenían el monopolio en España, aunque desposeídos en ese momento por el control del Estado; la oficina militar, instancia superior de la administración del edificio, y en la que solo estaba Agustín; una cantina espaciosa; camas de campaña en todos los espacios posibles para la gente del turno de noche; un ejército de telefonistas que en parte dormían en el edificio para no tener que ir de o al trabajo bajo una lluvia de proyectiles; en el cuarto piso los periodistas de la prensa extranjera; en el quinto, la censura de prensa, departamento del Ministerio de Asuntos Exteriores, y la censura de teléfonos, el comité de los empleados de Telefónica; en medio máquinas y más máquinas, valiosas y casi insustituibles; luego las habitaciones de los sindicatos, el Consejo Obrero y sus instituciones; los carteles de la organización; los materiales para reparaciones; la vida técnica, la vida política, la vida militar, máquinas de escribir y telescopios de tijera. Y, atravesando el edificio, los cinco enormes huecos de ascensor y la estrecha escalera, tan peligrosa si cundía el pánico. Todo eso estaba en el punto de mira de los cañones y de los bombardeos de los fascistas.

      Tienen razón al querer destruirnos, pensaba Agustín. Somos una de las centrales nerviosas de Madrid. El cerebelo. Aunque probablemente los señores periodistas se consideren el cerebro. Vaya una pandilla más fatua y ridícula; se les deja demasiada libertad. ¿Por qué tienen que vender primicias a nuestra costa? Estos extranjeros son todos iguales, estos extranjeros; no es más que negocio. La censura no vale para nada. Está claro que es un negocio repugnante. ¿Cómo se llama el censor bajito, grasiento, ese al que le falta un diente? Son tal para cual. El jefe es un hombre mayor y honrado, pero es demasiado bueno. Los corresponsales hacen lo que quieren con él. Tendré que intervenir un poco. Los censores de teléfonos son unos burros. No entienden la mitad de las cosas y siempre me vienen con sospechas


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