Telefónica. Ilsa Barea-Kulcsar
aquello, esta noche no se me dará mal el trabajo.
Cerró la ventana y corrió con cuidado la tela negra de algodón de la cortina antes de encender la débil luz de la lámpara de la mesa, cubierta de azul. Sonó su teléfono: el arquitecto del edificio tenía que hablar con él sobre la adaptación de los baños para los refugiados.
Cuando estaba fijando una reunión para la mañana del día siguiente, apareció Paquita en la habitación, sin llamar ni saludar. La saludó con la cabeza e hizo una pregunta técnica al teléfono, sin pensarla, al buen tuntún. Se estaba imaginando la inevitable escena que iba a producirse: él, atareado y amable, ella, insistente y fuera de control. Tan apasionada que él casi claudicaría y, sin embargo, sentiría un profundo rechazo. Un cansancio indolente lo paralizó. Había que evitar a toda costa que pasara algo, de una manera o de otra. Algo tenía que cambiar, sí, pero en ese momento no quería saber cómo o cuándo.
La voz del arquitecto sonó sorprendida al teléfono. Porque por suerte el comandante Sánchez en otras ocasiones era muy claro en lo referente a las cuestiones técnicas. Empezó a explicarse en exceso.
Entretanto, Paquita caminaba por la habitación. Caminaba despacio moviendo las caderas conscientemente, como hacía siempre desde que había descubierto que a él le gustaba ver sus claras líneas curvas y que esta manera de andar le excitaba. Sabía que su cara —de líneas grandes, carnosas y regulares con grandes ojos redondos muy abiertos— no le atraía especialmente. Lo que Agustín tenía que ver era su cuerpo. Tenía que contemplarlo. ¿Por qué tenía él esa cara de mártir atormentado, con las aletas de la nariz tensas, largas sombras bajo los pómulos y en las sienes y una boca tan severa?
Se sentó en la butaca con brazos, que le pareció una especie de barricada frente a Paquita: era de una madera tosca e imposibilitaba cualquier intento de aproximación. Pero la seguía con la mirada. Ella lo notó y continuó caminando por la habitación, pegada a las paredes, toqueteando los libros y dando pasos muy cortos. Eso le permitía impulsar el movimiento curvilíneo. Y la escasa luz suavizaba la rudeza atrevida de sus rasgos.
Agustín soltó una risa algo burlona, pero los músculos de su barbilla huesuda y angulosa se tensaron. De repente gritó al teléfono:
—Lo mejor es que suba un momento ahora mismo. Así tendré tiempo de bajar con usted al sótano antes de que pongan la conferencia desde Valencia.
Y colgó.
Paquita se apoyó en la librería y dijo:
—Lo que se va a alegrar tu mujer cuando la vayas a ver. Así no tendrá que subir en mitad de la noche a buscar dinero. Y después de la conferencia tendrás tiempo de dormir en la salita. Solo tengo turno hasta las dos. Luego voy a verte, ¿vale?
Era muy directa porque sabía que tenía poco tiempo para conversar y notaba desde hacía días que Agustín se le escabullía. En realidad ya hacía seis meses que lo venía notando y luchaba contra ello como podía. Pero hacía un mes que iba en serio. En todo ese tiempo no se había acostado con ella. Tampoco con otras, desde luego; ella podía controlar su vida al milímetro. Él afirmaba que ahora no podía tener vida privada. Pero ella no le creía, porque la mayor parte de los hombres que la rodeaban iban más con mujeres durante la guerra porque querían disfrutar de la vida. El que la mujer de Agustín, Pepa, estuviera en el edificio desde ese día, era un motivo más para conseguir acostarse con él, porque si no, al final lo haría con Pepa. Con su hambre. Porque tenía hambre de mujer. Lo veía, tenía buena vista. Seguro que tenía fuego en el cuerpo, como ella, Paquita. O se iría con alguna de las muchas chicas que había en la casa. Todas querían, las muy putitas. Pero ella jugaba con ventaja: él hablaba con ella una y otra vez; con las otras, no. Resultaba curioso lo que parecía significar esto para él, ese hablar y ser comprendido, y sin embargo era totalmente secundario. Pero así era él, así que había que hacerle hablar antes de que llegara el maldito arquitecto. Porque él todavía no le había dicho que fuera esa noche.
Interrumpió el silencio con su voz ronca y grave:
—Tinito, ¿estás muy cansado? ¿O es que estás enfadado porque esos señores de Valencia no te mandan los recambios? ¿Qué te pasa?
Agustín tenía claro que hablaba demasiado con Paquita, le contaba demasiadas cosas. Pero había sido la telefonista de su despacho; sabía mucho de él y sobre él y a ella le interesaban sus asuntos. Al contrario que a su mujer. Y además Paquita le quería mucho, se decía.
Solo le respondió:
—Déjalo, niña. —Ella se le acercó de inmediato, porque la voz de él no mostraba reservas, como en otras ocasiones—. ¿Sabes que hoy hemos tenido que retroceder otros doscientos metros en la Casa de Campo? Ya no entiendo cómo va la línea del frente, en zigzag. Nos han metido muchas cuñas en nuestras posiciones y tengo miedo de que nos aíslen por completo.
No debería decírselo, pensó al mismo tiempo. Pero estoy tan cansado. No se puede estar siempre solo. A lo mejor sí que me voy hoy con ella a la salita. Alguna vez me alcanzará una granada y solo seré un amasijo de jirones de carne. Por lo menos ella piensa en mí. Solo me tiene a mí. Al menos no hay que portarse mal con otros. Los niños... no quiero pensar lo que Pepita ha hecho de mi vida.
Permitió que le acariciara los cabellos, cosa que normalmente no le gustaba, porque siempre lo hacía con un gesto de posesión. Paquita vio cómo cedía. Tenía su oportunidad, pero no tenía ni idea de la verdadera naturaleza del hombre con el que llevaba acostándose tres años y que se había confiado a ella durante cinco años. Daba por seguro que estarían juntos esa noche si podía enardecerlo un poco más, y al mismo tiempo pretendía aprovechar su estado de ánimo para el siguiente objetivo:
—Tinito —dijo—, aquí estás haciendo el idiota para los mandamases: estás atrapado en la trampa y ellos en territorio seguro. No tengo ganas de morirme de hambre en Madrid cuando nos aíslen por completo. Ya has sacrificado bastante. Puedes conseguir que te trasladen. Anda, vayamos a Alicante, allí estaremos bien.
Le pasó la mano por la cabeza y luego empezó a acariciarle la parte interna del muslo.
Agustín sintió de repente un enorme vacío en el estómago. Su cansancio se transformó en una náusea repentina. No seas tan interesada, niña, no me gusta ver que intentan seducirme, pensó. Tomó la mano de ella con una presión neutra e indiferente, la alejó de su cuerpo y la posó sobre la mesa como si fuera un objeto muerto. Por un momento estuvo a punto de decirle que era evidente que ella no entendía cómo sentía él Madrid y esta guerra, y por qué tenía que quedarse esperando la muerte. Pero en ese preciso instante tuvo la certeza inequívoca de que durante años no había estado hablando con una persona, sino a una persona. Que no había visto su incapacidad para comprender porque no había sido sometida a prueba. Y que jamás podría restaurar esa ilusión de que tenían algo en común.
En la Telefónica se puede mentir y engañar peor que en la vida normal, pensó, pero ese pensamiento le pareció pueril.
—Ahora vete, Paquita. Tu turno está a punto de empezar. Mañana me tomaré un café contigo si me da tiempo —dijo, tan fríamente que ella se encolerizó y una ira desesperada inundó su cerebro. Él vio venir el estallido, se levantó, pasó junto a ella y se dirigió a la puerta antes de que pudiera romper a llorar a lágrima viva, de esa forma que él odiaba. En el vestíbulo se quedó junto al ordenanza hasta que Paquita salió de la habitación y bajó por el pasillo sin mirarlo, meciendo con exageración sus hermosas caderas.
Habían calculado bien el tiempo. En ese momento el arquitecto salió del ascensor y Agustín lo agarró del brazo con afecto. No tenía nada que esconder. Sus confusos conflictos privados le resultaban más irreales y ajenos que la necesidad absoluta de las cuatrocientas mujeres, niños, enfermos y ancianos a los que tenía que proteger de las bombas después de haber escapado de los moros.
III
Alas ocho de la tarde explotó una granada de mortero en el octavo piso. Nada digno de mención: una de 75 milímetros. Dio en la parte frontal del poyete