Telefónica. Ilsa Barea-Kulcsar
era cierto y que llegaban los moros. Concha miraba los carros con atención e iba haciendo mentalmente una lista de lo que había que llevarse. Solo entonces explicó a su hermana Pilar la necesidad de huir; no quería ver destrozada su tranquilidad antes de tiempo por los llantos y quejas de la hermana.
Lo más importante era la ropa de abrigo, mantas y cojines, un par de sartenes, un infiernillo de alcohol. Cosas para los niños. Las heladas de noviembre ya empezaban a meterse bajo la piel. Nada de vestidos bonitos, ni espejos, ni mantelitos, ni siquiera los bordados. Pilar todavía no entendía que había guerra y que en guerra se pierden las cosas si es que no se pierde la vida. Ay, ella tampoco lo entendía mucho mejor.
Pero el ruido había empeorado. Era un estrépito variado, malvado, desconocido. Llegaron muchos milicianos que iban huyendo del enemigo y dijeron que ellos tenían todo tipo de armas, y nosotros ninguna, ninguna en absoluto; otros milicianos atravesaron Carabanchel al encuentro del enemigo. Y entonces los hombres que estaban en los comités y los oficiales que vigilaban en el pueblo la construcción de trincheras defensivas, declararon que todas las mujeres y los niños tenían que marcharse. Porque allí iba a haber guerra. Guerra en la casita blanca, no se lo podía uno ni imaginar. No tenía sentido, era una tontería. ¿Qué pasaba en Carabanchel y por qué?
Pero entonces, hacía diez días —diez días, ni más ni menos—, ella, Concha, había preparado todo y había ido muy bien y muy rápido, a pesar de que Pilar solo había servido para cuidar de los niños. Y luego se fueron trotando junto al burro —¡Arre, burro!— por la calle, y delante iban cientos de carros y muchos cientos de personas con sus cosas de cama, sus hijos, sus perros, todos bajando al trote por la calle que llevaba a Madrid. Como ganado.
El burro y el carro están en el albergue. Ahí seguro que se pierden, hay tanta gente y tantos carros... Los vecinos están en casa de sus parientes de la ciudad. Y ellos están en un callejón sin salida, en el sótano del edificio grande, mirando fijamente a la sucia pared.
Abajo dejan encendida toda la noche la luz eléctrica. Debe de costar mucho dinero, pero es necesario, porque de lo contrario pasaría todo lo terrible que puede pasar, todo. Aquí no se oye el ruido de fuera. Es una suerte. Acaba de haber una alerta aérea y los enemigos han arrojado una bomba. Es difícil imaginarse una bomba. Tiene que ser algo pequeño, porque se lleva en un avión. Pero puede destruir todo. La Telefónica no, es demasiado alta. Pero casi todo lo demás. Cuando estalla hay una explosión cien veces más fuerte que la de los fuegos artificiales. La bomba de esta tarde ha caído en Vallecas, no en Carabanchel.
En Carabanchel Alto y en Carabanchel Bajo ahora están los moros, por eso los enemigos ya no tiran bombas. En Vallecas solo hay gente pobre. Los moros no han llegado hasta allí. La gente de Vallecas todavía está en sus casas. Pero los enemigos les tiran bombas y hay mucha sangre inocente. Sangre inocente, suena como en las historias de los fervorosos mártires. Si todavía se pudiera creer en ellos…
Si los bombarderos se llaman Junkers, son alemanes, si se llaman Caproni, son italianos, y todos son fascistas. Y hacen la guerra con los generales. Así es. Una mujer no puede hacer mucho más que esperar sin hacer ruido, porque ahora importan otras cosas. Pero una tiene que explicarse una y otra vez lo que ha pasado, porque si no ya no entiende quién es ni dónde está.
Pero ella es Concha Martínez. Siempre se ha dicho de ella que nunca está tranquila y que quiere saber todo. Incluso le ha preguntado al comandante que por qué habían dado la alarma cuando estaba en el pasillo sin hacer caso a lo que le estaba contando su mujer. Concha tampoco es capaz de escuchar a Pilar cuando vuelve a empezar con aquello de que solo ha cogido cosas de los niños y no ha pensado en sí misma. En realidad, en este hueco solo están ellas dos y la mujer del comandante. Pero Pilar tiene cuatro hijos, doña Pepa dos, seis en total, todos menores de diez años, como una plaga de langosta. A las dos familias les va bien, disponen de ropa de abrigo e incluso de dinero en metálico. Si bien es cierto que ahora apenas se puede gastar. Realmente no se puede hablar de miseria en su caso. La miseria está a la vuelta de la esquina, a lo largo de la galería. Pero esas mujeres están tan cansadas y exhaustas que no abren la boca. Ni siquiera se han movido durante la alarma.
Pilar y doña Pepa —vaya tontería hacerse llamar así— no tienen más que historias de hombres en la cabeza. Están todo el rato hablando de sus maridos, lo que estará haciendo uno en la intendencia de Guadalajara, donde hay tanta desvergonzada, y lo que el otro hará allí arriba en el octavo piso. Concha es viuda, no tiene a nadie por quien temer o de quien estar celosa. Por lo menos tiene la cabeza libre para cuidar de los niños. En realidad habría que ocuparse de todos los niños que están aquí abajo. Hay muchos llenos de piojos. Hay muchos que tienen miedo y no quieren jugar. Y hay tantos niños de pecho sin pañales que se respira un olor agrio en el aire. Justo la familia de al lado —la de Carabanchel Alto, con esa niñita tan rica y traviesa, Carmencita, que mira a todos los soldados e incluso a los empleados a la cara preguntándoles para qué le pueden servir a ella—, esa familia no tiene pañales para el pequeño y la peste llega hasta su rincón.
—Doña Pepa —dice Concha interrumpiendo la conversación de su hermana con Pepa—, ¿no podría dar un calzoncillo viejo del chico o algo parecido para poder poner un pañal seco al pequeño y lavar esos harapos? El pequeñajo tiene que tener heridas. Y Pilar no tiene ninguna ropa interior de más, soy la que mejor lo sabe, porque soy yo la que he hecho el equipaje. Y usted, señora, seguro que tiene muchas cosas, se le nota.
Concha se da cuenta enseguida por su gesto de que habría sido mejor no pedirle nada; mejor pedírselo a una mujer pobre que haya aprendido a pensar en los demás. Pepa empieza a soltar uno de sus largos discursos para justificar su negativa:
—No puede ser, de verdad; lo siento mucho. No tengo gran cosa, sí, es posible que tenga muchas, pero no aquí. Mi marido es tan tirano que no me ha dejado traer ni siquiera lo mínimo. Dice que no hay sitio para tanto. Y claro, no quiere guardar mis vestidos allá arriba en su despacho. Siempre tiene excusas. También había dicho que nuestra casa estaba en una calle segura porque está muy cerca de las legaciones extranjeras y allí no iban a ir los bombarderos. Pero no entiendo por qué no iba a meterme en el mejor sótano de la ciudad. Agustín dice que aquí tiene que venir primero la gente que ha perdido su hogar. Muy bonito, pero ¿por qué si hay sitio suficiente en el edificio para las familias de los empleados? No quiero quedarme sola en nuestra casa. Sabe usted, Pilar, si se lo hubiera preguntado antes, me habría prohibido mudarme aquí. Cuando llegué se enfadó tanto que habló de que nos aprovechamos de su cargo y de las incomodidades innecesarias para los niños. Pero yo sé lo que hay detrás. No quiere dejar que vengan mis hijos para deshacerse antes de mí y estar solo con esa Paquita y poder hacer con ella lo que le apetezca. Pero ha hecho mal sus cálculos, se lo digo yo. Soy su mujer y conseguiré que vaya a Valencia con nosotros y cumpla con su deber conyugal. O bien me quedo con los niños en Madrid. No va a pasar nada. Tengo derecho a él, Pilar, soy la madre de sus hijos, le he sacrificado mi juventud. Y sigo siendo tan guapa como sus amiguitas. Si quisiera le podría poner los cuernos en cualquier momento. Pero no quiero, aunque se lo haya ganado una y mil veces.
—Exactamente igual que mi marido —empieza Pilar.
No, ya no quiere seguir escuchando, piensa Concha. Los dos hombres tienen razón al ser infieles a sus mujeres. Esas dos, con sus veintisiete o treinta años, no son más que viejas cotillas. Ambas tienen la boca fina y una arruga profunda desde la nariz hasta el mentón; pero Pilar por lo menos tiene unos ojos bondadosos y sonrientes. Se ve que han sido chicas guapas, pero ya no alegran la vista. Resultan muy pesadas.
Anda, la pequeña de ahí está escuchando con mucha atención: Lolita, la mayor de los dos de Pepa. Esto no es conversación para tus nueve años, tesoro, y si tu madre no lo sabe, peor para ti y para ella.
Concha sacó de su bolsa grande de la compra una madeja de lana.
—Lolita, ven, ayúdame a devanarla.
A Lola no le hacía gracia dejar de escuchar. Pero esa mujer le caía bien, tan tranquila y viva al mismo tiempo. Su mamá era tremendamente viva, pero nada tranquila. La abuela siempre estaba tranquila, pero tenía ojos de sueño. Esta mujer era distinta. Además, papá había puesto