Telefónica. Ilsa Barea-Kulcsar

Telefónica - Ilsa Barea-Kulcsar


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lo de Madrid iba en serio. Pues sí que iba a estar bien. Todo eso iba exponiéndole a Moreno, despacio y con gravedad, repitiendo cada frase.

      Moreno, del comité del edificio, dio a entender que estaba completamente de acuerdo con el manco. Hablaba mucho y muy rápido, combinando un lenguaje artificioso y rebuscado con los juramentos más vulgares. En lo que a él le concernía, comentó, se aburría cuando no estaban las chicas del ascensor y no podía soltarles piropos o maldades, según le diera, porque su coquetería iba en aumento día a día. Pero tampoco él sentía respeto por ninguna otra colaboradora que no fuera Lucrecia, la representante de las telefonistas en el consejo obrero de la Telefónica y parte de la directiva del sindicato. Era una antigua anarquista; era tan fea que lo único que tenía en la cabeza era la organización, y era astuta. Pero en otros casos las mujeres que trabajaban eran lo mismo que dinamita en la cocina. Moreno se propuso mirar con lupa a la nueva de la censura y quería que el manco le ayudara: ¿Con quién se va por la noche? ¿Le interesan otras cuestiones de la Telefónica aparte de la censura? ¿Con qué periodista se ve más? ¿Con quién habla en los pasillos y en la escalera? Y ¿por qué está en Madrid? —El Gobierno de Valencia es capaz de cualquier tontería, —explicó Moreno—. Ya se sabe que a la gente de allí no le importa Madrid. Esos cobardes que salieron huyendo de Madrid el 6 de noviembre quieren quitar el sitio a los hombres de verdad que se quedaron aquí y luego acordar una paz miserable. Y ahora resulta que mandan aquí a un marimacho extranjero y no se sabe si es amiga o enemiga.

      —No es un marimacho —dijo de repente el soldado de la esquina de la puerta—. La he estado mirando cuando ha entrado. Se ve a la legua que es extranjera, su ropa parece un saco y camina como un hombre, pero como mujer no está tan mal.

      —No se trata de eso ahora —dijo Moreno e intentó lo imposible: hacer que su ancha cara de bulldog expresara la fría aspereza con la que Pedro Solano podía hacer callar a cualquier estúpido que interrumpiera en el comité sin pronunciar una sola palabra. La función de Moreno era controlar a todo el que entrase en el edificio que no se considerase parte de la casa. Interrogaba a la gente preguntando adónde iba, comprobando a veces los papeles, retiraba revólveres y pistolas y, a veces, cuando desconfiaba especialmente, acompañaba al extraño a la planta correspondiente para entregarlo in situ a una persona de confianza que pudiera seguir investigando. Moreno llevaba un uniforme limpio, con la gorra encajada en la frente, al cuello un pañuelo grande de seda rojo y negro, grandes insignias del sindicato de Telefónica —la CNT— y de la FAI en la gorra y en el pecho. Había sido maestro mecánico de los coches de la Telefónica. Había solicitado el puesto del control de la puerta porque desconfiaba incluso de los camaradas más decididos en lo que se refería al trato con los señores extranjeros. Y además porque quería demostrar que su inicial falta de interés por los temas políticos no había derivado en un enfriamiento de sus convicciones.

      —No se trata de eso —dijo ahora—. Pero, hombre, la política mundial... la política mundial es mala cosa. Ahí están los americanos con su dinero, los alemanes con sus cañones y los italianos con su papa. Y en el piso noveno aún tenemos a los señores americanos sentados en la dirección. E incluso aunque no puedan meterse en nada fuera de sus despachos, los periodistas les hacen visitas allí arriba. Y quién sabe lo que se cuentan. Y los periodistas viven en las embajadas extranjeras. Es un juego muy fino, solo hay que entender cómo funciona. Si Pedro escucha mi consejo, metemos a un hombre de confianza en la censura que nos diga qué corresponsales están de nuestra parte y quiénes están contra nosotros. Y entonces echamos a todos los que no sean de fiar. Que escriban sus artículos de mierda en otra parte y se contenten con nuestro trato. Y esa mujer con ellos, si es que está de su lado.

      —Pero en realidad aún no sabemos nada de ella —dijo el manco, que era un hombre justo—. A lo mejor es razonable. En cualquier caso, es un error poner a una mujer extranjera en ese puesto. Pero quizá se vaya si explota una bomba por encima de su cabeza.

      —La granada de esta tarde ha estallado en el lado donde está la censura. Pero en el octavo piso, no en el quinto. Y las mujeres a veces no piensan que una granada también podría darles a ellas. Por ejemplo, Rosita cree que no le puede pasar nada mientras esté en el ascensor... Anda, tú —se interrumpió Moreno—, están llamando al ascensor en el cuarto piso. Seguro que son los últimos de la censura de prensa; y fíjate bien, hay algunos nuevos.

      Morton empujó su corpachón para atravesar la puerta. Quería terminar su conversación con Bevan y se detuvo en el hall. Bevan hubiera querido irse a casa enseguida, estaba cansado y en el fondo seguía alterado después de ver los cadáveres en Vallecas. Además, estaba de mal humor porque la comunicación con Londres no había ido bien: tener que repetir tres veces cada palabra, la línea defectuosa, un mal estenógrafo al otro lado del teléfono. Y lo más enojoso era la pregunta de la oficina de si se podía averiguar algo sobre la nacionalidad de los bombarderos. La competencia había dado detalles. La censora se reiría cuando se enterara. Eso pasaba por ser prudente.

      Pero volver al bar con Morton era lo que le faltaba. Ese tipo les iba a dar disgustos si seguía sacando de contrabando al extranjero sus «sensacionales artículos» sin interés, aunque se pudiera escribir y oír lo mismo en San Juan de Luz; sobre todo si continuaba haciendo caso omiso de las normas elementales de prudencia, como mandar telegramas correctos a través de la censura. Pero Morton era un cerdo vago y borracho. Hacía una hora habían tenido que sacarlo del catre e interrumpir sus ronquidos cuando establecieron la comunicación con París. ¿Sería cierto que los de París mandaban a Nueva York escuálidos despachos de diez líneas?

      Morton sujetó a Bevan por el ojal y le dijo:

      —¿Qué se puede hacer en esta ciudad? Me molestan los tiros, no puedo dormir y no me apetece jugar al póker. Ven conmigo a un bar. Sé dónde hay uno abierto a estas horas. Además me quiero ir, no sé por qué les hacemos a los rojos el favor de quedarnos en Madrid y escribir tanto sobre ellos. Estos ataques aéreos los matarán, pronto te darás cuenta. Es una suerte que acaben con ellos. No pueden soportarme. —Se quedó mirando fijamente el pañuelo negro y rojo de Moreno y lo señaló sin mirar ni por un momento las caras de los tres centinelas—. Mira qué clase de hombres son. No son hombres. Si supieran lo que pienso y digo de sus asesinatos y quemas de iglesias. La mujer nueva de la censura ha intentado hoy ser amable conmigo, pero no caigo en esa trampa. Seguro que también es una bolchevique, si no tampoco estaría aquí. Me voy a marchar y volveré dentro de unos días, cuando Franco haya puesto orden.

      A Bevan no le gustaban nada esas cosas, no soportaba a ese gordo. Pero Morton era el corresponsal de un periódico muy poderoso, no podía ofenderlo, precisamente a él. Pero... no se podía hablar así en la cara inmóvil de los centinelas españoles. No entendían inglés, pero a lo mejor alguien pillaba alguna que otra palabra, a lo mejor lo notaban en el tono. Y ahora mismo todo el mundo estaba tan nervioso…

      —Vamos a la embajada, Jack, no tengo ganas de sentarme otra vez en esa cueva apestosa. Hoy tenemos una noche tranquila, pero mañana va a ser un día duro. Ven conmigo. Tengo el coche esperándome fuera. Aquí en el vestíbulo hace frío. No me gusta quedarme mucho tiempo en la corriente.

      Morton miró desde su tosca altura al flojo de Bevan que tenía la cara pálida y tensa.

      —Tienes miedo de los anarquistas, chico, eso es todo. Me quedaré aquí hablando de ellos todo lo que quiera. Y me iré andando a casa si te largas con el coche. Tengo mis papeles en orden. Esos estúpidos guardias de los controles no saben leerlos. Pero sí tienen respeto a nuestra bandera —dio unos golpecitos a su brazalete con las barras y las estrellas—. Así que nos quedaremos aquí unos minutos más para enfadar a ese amigo con cara de funeral, y luego nos vamos.

      Bevan temía las discusiones con el otro, que nunca estaba completamente sobrio ni completamente borracho. Intentó retener a Stephen Johnson, que bajaba en ese momento, e integrarlo en la conversación. Pero Stephen estaba extenuado, había tenido un día muy duro y sentía rechazo tanto por el americano ruidoso y seguro de sí mismo como por el otro, escurridizo y sin convicciones. Estaba preocupado por Anita. No se sentía a la altura de la tarea que se esperaba de él, de tener que redactar artículos convencionales sobre esto que le resultaba tan terrible como


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