El Derecho y sus construcciones. Javier Gallego-Saade

El Derecho y sus construcciones - Javier Gallego-Saade


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(LFD, p. 45); entiende que el “neo-constitucionalismo” (que examina con particular saña) es mero “canto de sirena” (LFD, p. 344), que expresa poco más que un “derecho pre-moderno” (LFD, p. 67); caracteriza a reputados autores como Bruce Ackerman como “caza-nazis” (LFD, p. 431); de otros, como Luigi Ferrajoli, entiende que han desarrollado algunas de sus ideas fundamentales (i.e. en relación con la democracia) de modo simplemente incomprensible (LFD, p. 186); y de otros más, como en el caso del célebre Joseph Raz, nos dice que han ignorado “todo lo que es importante e interesante” en relación —vaya detalle— con preguntas básicas como la de qué es el derecho. En todo caso, el intento de Atria vale, por su espléndido esfuerzo por dotar de sentido y verdad a un modo de pensar el derecho anquilosado, que se repite inercialmente, y que sobre todo olvida o descuida las razones que motivaron su surgimiento, las razones que tornaban inteligibles su desarrollo: vivimos hoy —insiste Atria, con acierto— bajo el imperio de “ideas muertas”.

      Tres partes. LFD está estructurado en tres grandes partes, cada una de las cuales se articula en “círculos concéntricos” que van de menor a mayor. En cada una de las partes, nos adelanta el autor, “el tema es el mismo” y lo que cambia “es el nivel de referencia”. A Atria le interesa mostrar que “para vivir juntos necesitamos formas, pero las formas tienden a volverse contra ellas mismas y a negar las condiciones de su propia inteligibilidad” (LFD, p. 20). Se trata de una reivindicación de las formas del derecho, que se realiza en un “ambiente intelectual especialmente hostil al formalismo” (LFD, p. 19). La revisión la realiza en tres niveles diferentes, el primero (del que Atria se ocupa en la primera parte del libro) tiene que ver con la teoría del derecho; el segundo (del que se ocupa en la segunda parte) tiene que ver con la estructura del derecho moderno; y el tercero (objeto de la tercera y última parte) tiene que ver con lo político.

      La idea central. La idea central del trabajo, nos revela Atria, es “la recuperación de una concepción del derecho y de lo político distinta de la que subyace a las ideas hoy en boga sobre control de constitucionalidad” (LFD, p. 345). Tales ideas han surgido con “la promesa de sujetar la política al derecho”, asumiendo la fundamental irracionalidad de las decisiones del pueblo, y colocando por encima de ellas una razón dependiente de una idea pre-moderna del derecho (LFD, p. 347). Se trata de reivindicar, por tanto, y contra dicha postura, una concepción del derecho que tiene en su centro la idea de la ley como expresión de la voluntad del pueblo. Rechazar la comprensión del derecho dominante implica cambiar las funciones del derecho, reconociendo el modo en que las estructuras del mismo se han tornado irracionales. La función del derecho en la actualidad, sentencia, “es hacer probable la identificación de la voluntad del pueblo” (LFD, p. 345).

      El punto de partida. De modo persistente, Atria subraya que la óptica de su libro es “institucional”, lo que quiere decir que el libro “pretende entender las instituciones que tenemos […] en un sentido más profundo que entender sus estructuras” (LFD, p. 345). Se trata de una perspectiva “institucional y no teórica, desde abajo y no desde arriba”, que arranca entonces desde el reconocimiento de las “instituciones realmente existentes, (y no desde) un conjunto de ideas apriorísticas o elaboraciones acerca de problemas interesantes que pueden surgir en contextos imaginables” (LFD, p. 174).

      La primera sección del libro discurre en torno al positivismo jurídico, una visión del derecho que nació, nos dice Atria, “como una comprensión del derecho funcional al autogobierno democrático”, esto es decir, como una concepción del derecho fundamentalmente política y reivindicativa de lo principal de la política —el lugar central de la comunidad en la creación del derecho—. El positivismo, como se lo entiende en la actualidad, en cambio, devino en una concepción que terminó “muerta” o enajenada: una teoría acerca del concepto del derecho, desentendida de los “sistemas jurídicos realmente existentes”, y preocupada por los sistemas jurídicos meramente “posibles o concebibles” (LFD, p. 27). De este modo, el positivismo jurídico se convirtió en una teoría que “reniega de lo que le dio originalmente sentido” (LFD, p. 28). Se trata, por ello, de una tradición que “debe ser rescatada” del lugar en que hoy ha quedado fija.

      La discusión que ofrece Atria en esta primera sección resulta especialmente iluminadora y valiosa. Es iluminadora, porque se muestra capaz de volver sobre caminos muy transitados (hace décadas que la teoría del derecho dedica —asombrosamente— energías que parecen inagotables, sobre una polémica —la relación entre derecho y moral— que hace décadas ya parecía agotada) con autoridad y libre de ataduras. Su análisis resulta, en tal sentido, lúcido y provechoso. Pero, además, el examen que lleva a cabo resulta particularmente valioso, en su intento por volver a dotar de vida y sentido a una discusión fatigada. Su estudio —en esta sección, mejor que en ninguna otra— procura siempre mantener firme el norte buscado: nunca abandona las preguntas fundamentales sobre el propósito de una teoría del derecho, que no puede ser, meramente, el de dar una discusión “conceptual”, independiente de las prácticas circundantes, o simplemente desentendido frente al componente democrático del derecho.

      Positivismos “duro” y “suave”. En su examen del positivismo hoy dominante, Atria comienza distinguiendo entre positivistas “duros” y “suaves”: dos concepciones que examina con detalle y cierta exhaustividad, en una discusión que aquí no pretendo sino resumir de modo grueso.

      Los positivistas “duros” (defensores del llamado “positivismo excluyente”) reivindican sin matices la famosa “tesis de las fuentes sociales”, que dice —junto con Joseph Raz— que las normas pueden identificarse, y su contenido puede ser determinado, presentando atención, exclusivamente, a ciertos hechos sociales, y sin hacer referencia alguna a argumentos morales (LFD, p. 31). El problema del positivismo “duro” aparece cada vez que se enfrenta —como frecuente e inevitablemente le ocurre— a normas como la octava enmienda de la Constitución de los Estados Unidos, que prohíbe las penas “crueles e inusuales”. Dice Atria: “si determinar qué es la crueldad o qué castigos son crueles es una cuestión moral, la pregunta por el contenido de la octava enmienda no puede ser contestada sin atender a criterios morales. Pero por supuesto, si la octava enmienda no es una norma jurídica (no satisface la tesis de las fuentes) entonces las potestades que ella confiere no pueden ser potestades jurídicas, y las limitaciones que ella impone a esas potestades no pueden ser limitaciones jurídicas” (LFD, p. 36). Resulta difícil, entonces, determinar qué es lo que hacen los jueces cuando “ejercen sus potestades”, porque la norma que les confiere esa potestad no sería una norma jurídica, y los estándares que usarían para determinar la crueldad o no de la pena serían criterios morales. Todo esto, nos dice Atria, lleva al positivismo duro al lugar que quería evitar, esto es, a una postura de escepticismo ante las reglas (LFD, p. 37). Por más que se esfuerce en evitarlo, resulta inescapable para el positivismo duro la conclusión de que “en los sistemas


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