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que propone el dualismo resultan insuficientes (LFD, p. 263). La “sola identificación de una función ‘no política’ para un tribunal constitucional no resuelve nada, mientras esa función no encuentre la estructura capaz de mediarla” (LFD, p. 262). Por lo demás, “no hay ninguna razón para entender que las decisiones judiciales entenderán mejor que los ciudadanos, a través de la acción política” cuáles son sus propios compromisos constitutivos (LFD, p. 266). Por ello, la pregunta que queda es sobre las formas institucionales, esto es, “¿cómo han de organizarse las instituciones para que sea probable que haya algo como la biografía de nosotros?” (LFD, p. 266).

      Conceptos polémicos e interpretación. Un paso clave en el razonamiento que avanza Atria en esta segunda parte del libro se encuentra en su análisis de las dificultades que son propias de la interpretación constitucional. Con acierto, nos muestra la esterilidad de buena parte de las discusiones contemporáneas en torno al tema, que se debaten entre posturas en apariencia dicotómicas (interpretación vs. construcción; originalismo vs. living constitutionalism; etc.), cerrando los ojos a la radical indeterminación de los conceptos, y —consiguientemente— al extraordinario riesgo de abrir la puerta a la arbitrariedad, abuso o manipulación del intérprete.

      Atria se ocupa del tema, en particular, en el capítulo 13 de su obra, al tratar con un nombre nuevo un tema viejo: el de la radical indeterminación. Se refiere entonces a los conceptos constitucionales como “conceptos polémicos”, y a la interpretación constitucional como una tarea que no implica, en la práctica, “adjudicar imparcialmente,” sino “tomar partido” (LFD, p. 289). A través de una disputa en la que involucra a Robert Alexy, Jürgen Habermas y Ernest Böckenforde, él nos muestra los modos en que la Constitución puede ser entendida como significando una cosa o la contraria, como decidiendo todo o decidiendo nada (LFD, p. 292).

      La lectura moral es política. Atria defiende en la materia una interesante y extrema postura según la cual, por un lado, la Constitución no excluye nada o prácticamente nada (casi cualquier interpretación es posible), y por otro, que dado el significado polémico —o “jurídicamente vacío” (LFD, p. 320)— de los conceptos de la Constitución, “en la interpretación constitucional no hay espacio para distinguir derecho de política” (LFD, p. 303). Para llegar a esta conclusión, Atria retoma y radicaliza las posturas de Ronald Dworkin sobre el tema.

      En efecto, él sostiene, por un lado, que “la tesis dworkiniana de la lectura moral de la constitución debe ser aceptada porque ella es la única que se toma en serio el sentido político de la constitución” (LFD, p. 71). Citando a Dworkin, Atria resume la tesis de la “lectura moral” en la exigencia de que “todos —jueces, abogados y ciudadanos— interpretemos y apliquemos (las cláusulas abstractas de la constitución) en el entendido de que ellas invocan principios morales de decencia y justicia” (LFD, p. 318). La lectura moral, agrega, “disuelve el derecho constitucional en filosofía política” (y luego nos va a decir que reduce el derecho mismo a la política).

      La referencia a Dworkin le permite entonces retomar y llevar más allá varias de las ideas centrales que desarrollara en las páginas anteriores. Dworkin le ayuda a dejar de lado las teorías “dualistas” de la constitución o de la interpretación de la constitución. Nos dice Atria, por un lado, que “no hay alternativa a la lectura moral, lo que quiere decir: solo reconociendo su carácter polémico se hace justicia a los conceptos constitucionales. Solo habiendo llegado a este punto puede discutirse el judicial review como lo que realmente es: un problema institucional” (LFD, p. 319). Y también: “las normas constitucionales son normas que cumplen una función constitutiva, por lo que especifican aquello que es común a todos los ciudadanos, y son por tanto polémicas (de lo que se sigue que) la determinación de su contenido concreto es siempre un juicio político […] un juicio sobre cómo deben desarrollarse en la historia esos principios fundacionales” (LFD, p. 319). De allí que las interpretaciones que se ofrezcan sobre tales conceptos no pueden reclamar para sí el ser correctas (LFD, p. 320).

      Dworkin es llevado más allá de Dworkin (sobre todo, el Dworkin previo a Freedom’s Law), en la transformación de la “lectura moral” en una lectura meramente “política” o partisana. Para Atria, Dworkin se muestra incapaz de demostrar la diferencia que existe entre sus propias convicciones políticas, y su peculiar modo de interpretar la Constitución (LFD, p. 323). Para él, Dworkin no puede mostrar que “la opinión constitucional es no solo sensible (a las convicciones morales del intérprete) sino reducible” a sus convicciones políticas (LFD, p. 327). Su conclusión es que “la idea de la lectura moral” muestra, finalmente, que “tratándose de interpretación de la constitución, no hay espacio para la interpretación jurídica. Atribuir significado a los conceptos constitucionales es defender sentidos en que ellos deberían ser desarrollados, que es precisamente lo que define a la deliberación y al conflicto político” (LFD, p. 329).

      Lo que está en juego, finalmente, es el carácter de la Constitución, y el lugar central que ella le abre al debate político. Por un lado: “la constitución tiene una dimensión constitutiva de la que la ley carece” (LFD, p. 310). Ella “hace posible la identidad de una comunidad política, haciendo posible de esa manera el autogobierno” (LFD, p. 320). Por lo mismo, merece ser entendida “no como límite, sino como condición de una práctica política democrática” (LFD, p. 320). Por otro lado, el punto es que, una vez que determinamos que lo que está en juego en la interpretación constitucional es una pregunta sobre qué es lo que conviene a cada fracción (cuál fracción es la mayoritaria), se torna indefendible la idea de que una Corte Suprema alberga “un grado de racionalidad superior al mostrado por la deliberación política” (LFD, p. 330). Contra Dworkin, aquí Atria invoca a Carl Schmitt, otro de los personajes centrales de su novela.

      En efecto, nos dice Atria, la Corte no puede ser concebida —como lo hace Dworkin—como el gran “foro de los principios”. Y ello, porque no puede evitarse que dicho foro se transforme, él también, en un “nuevo campo de batalla” (LFD, p. 334). El punto en cuestión —que Atria subraya como de especial importancia para el ámbito latinoamericano— es de raíz netamente schmittiano: se trata de que una aproximación como la que ve en la Corte un “foro de principios” “ignora el punto schmittiano conforme al cual lo que caracteriza a lo político no es su contenido ni su locus institucional”, sino la intensidad del conflicto: “donde sea que se tomen las decisiones respecto de los conflictos susceptibles de alcanzar los grados más intensos, hasta allá llegará lo político, reinterpretando las instituciones que pretenden impedirlo” (LFD, p. 334).

      En definitiva, formamos parte de una comunidad de iguales, y tomamos parte de una práctica política que valoramos, y en donde nos encontramos habitualmente como adversarios. Allí nos toca tomar decisiones, que son y merecen considerarse nuestras, y no de los jueces: todo es político (LFD, p. 344). Somos nosotros mismos quienes nos gobernamos y solo por eso podemos ser libres: “La contingencia de la política es lo que hace posible la libertad” (LFD, p. 344).

      Interpretación y procedimentalismo democrático. Muchos de quienes hemos intentado llevar adelante una lectura crítica del derecho, de la interpretación constitucional y en particular del control judicial, podemos acompañar con entusiasmo a Atria en muchos de sus pasos. Podemos coincidir, en particular, en su fuerte escepticismo acerca de la interpretación constitucional, e ir tan lejos como él en la materia. A partir de allí, podemos suscribir su crítica a la obsesión que muestra la academia jurídica en torno de la jurisdicción


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