El Derecho y sus construcciones. Javier Gallego-Saade
le interesará responder a la pregunta de Schmitt (“¿resulta posible la deliberación bajo las condiciones en que vivimos?”) de modo afirmativo: “la deliberación entre iguales es posible en nuestras condiciones” (LFD, p. 348). Pero le interesará hacerlo no a partir de la oferta de nuevos argumentos, sino en el reconocimiento de que se trata de una práctica que debe ser “realizada políticamente”. Por tanto, concluye, “lo que queda de este libro […] no es un intento de probar (o justificar) la verdad de esa idea, sino desarrollar un lenguaje con el que podamos hablar de lo político evitando tanto el cinismo de negar la posibilidad de la deliberación […] como la ingenuidad de creer que para que haya deliberación basta establecer que sería bueno que pudiéramos deliberar”. Ese lenguaje, nos dice, solo puede ser el de la teología política. Pero vamos por partes.
Crítica a la democracia epistémica. El punto de partida de Atria, en esta tercera sección, es la crisis de lo que llama el “principio democrático” —el que afirma la identidad entre gobernantes y gobernados— a partir de las dificultades que muestran las instituciones vigentes (las que procuran “hacer probable lo que es improbable”) para convertir dicho principio en acto (LFD, p. 355). Schmitt se preguntaba si la posibilidad de tornar posible lo probable (la deliberación) se había terminado (porque “la época de la discusión” había terminado) (LFD, p. 356), de la misma forma en que Atria se pregunta si se ha tornado imposible convertir el espacio de lo faccioso en espacio de lo común.
En su crítica a las salidas “democráticas” hoy disponibles, y en camino a tratar con la teología política, Atria realiza una escala fundamental (fundamental, en particular, para quienes, como uno, han venido trabajando en la teoría de la democracia deliberativa) dirigida a dejar de lado la alternativa que vincula con la democracia deliberativa: la democracia deliberativa en su forma de “justificación epistémica”. Se trata de un paso importante en su camino, pero así también, debo agregar, de uno de los pasos (capítulos) menos interesantes o más decepcionantes de su libro (aunque, tal vez, autores que se han especializado en otras áreas de la teoría del derecho quieran decir lo propio sobre otros capítulos). Para comenzar, de la impresionante literatura en la materia Atria no retoma uno solo de los textos importantes que se han escrito sobre la cuestión; elige discutir con Joseph Raz antes que con Joshua Cohen, John Dryzek, David Estlund, José Luis Martí o Carlos Nino; y termina por tomar la versión menos interesante (y más funcional a su embate) de la democracia “epistémica”, antes que la que podría resultar más desafiante para su proyecto. No voy a ahondar mayormente en un tema que me resulta cercano. Solo diré, por el momento, que el tipo de entendimiento “epistémico” que me resulta más atractivo, y que considero resultaría más relevante para una discusión como la que Atria emprende, no es la de una visión de la democracia que entiende que a través del debate público “acertamos” cuál es “la respuesta correcta” (una visión algo ridícula de la democracia deliberativa, y que pone en aprietos por todos los costados a un enfoque tal), sino otra conforme a la cual el debate público minimiza las chances de tomar decisiones meramente parciales (basadas en razones del tipo “porque a mí me conviene”). El debate, en este caso, no “constituye” o “define” lo que es “correcto” (LFD, p. 381), sino que expresa un modo de decisión que por un lado honra nuestra común igualdad, y por otro facilita que colectivamente nos reapropiemos del control de los temas (sustantivos) que más nos importan. Dicho debate, me parece, satisfaría la preocupación de Atria en torno a la posibilidad de construir un “derecho sin opresión”. Uno podría decir, con él, que de este modo, ayudamos a que “la voluntad en la que consiste el derecho sea, en algún sentido políticamente significativo, mi voluntad” (LFD, p. 386). Finalmente, entonces: para alguien que, como Atria, está interesado en rescatar el valor fundamental de un diálogo inclusivo, entre iguales, resulta decepcionante el modo en que se saca de encima los aportes de la teoría de la deliberación democrática (variante “epistémica”, digamos). Se trata, por un lado, de un modo demasiado rápido (superficial) de correr a un contendiente teórico del camino, que siembra dudas sobre la “equidad” con que trata a las teorías rivales, y sobre su decisión de tomarlas en serio. Lo que es más grave, se trata de un modo que siembra dudas sobre su propio proyecto, en la medida en que Atria está interesado en mostrar la “salida” que ofrece hacia el final de su libro como obvia, la única posible, necesaria, definitiva.
Objetivos y preocupaciones compartidas. En la tercera parte del libro, Atria se interna en una reflexión que resulta —es mi opinión— tal vez menos contundente, de menor alcance, y de mayor oscuridad que la necesaria, para tratar el tema de la voluntad del pueblo y cómo desentrañarla. En todo caso, los acuerdos que uno puede mantener con Atria, aún en este marco, son muy amplios y significativos, y refieren tanto al diagnóstico como a las primeras respuestas que pueden darse en un contexto como el que hoy prevalece. Tal vez convenga comenzar por referirse a estos acuerdos.
Uno puede coincidir con Atria, en primer lugar, en cuanto a la presencia de una situación de crisis de representación y una fuerte “insatisfacción con las instituciones democráticas”, que “se manifiesta en un marcado escepticismo” hacia las mismas (LFD, p. 432). Algo idéntico puede decirse en torno a la idea de que “nuestras vidas institucionales […] incumplen sistemáticamente sus propias promesas” (LFD, p. 454). Puede coincidirse con él, también, en la importancia de volver a poner atención en el valor, el sentido y la dificultad de identificar la voluntad del pueblo (LFD, p. 454).
Frente a los desencantos y límites propios del mundo moderno, uno puede coincidir con Atria, asimismo, en el aspecto aspiracional de su proyecto, esto es, en lo que podrían considerarse los ideales a alcanzar. Los últimos capítulos de su libro se encuentran, en tal sentido, plenos de (si se quiere) ideales regulativos de la acción política (aunque él no los identifique como tales ni los denomine de ese modo). Allí están sus referencias a la “humanidad en esencia libre” o plena (LFD, p. 440); a la “comunidad universal” (LFD, p. 465); a la necesidad de “vivir una vida no enajenada” (LFD, p. 440); al valor de “superar la enajenación que vivimos bajo instituciones cuyas contradicciones nos hacen presente el hecho de su déficit” (LFD, p 464).
Finalmente, uno puede coincidir con Atria, sobre todo, en su idea de que el camino a transitar en busca de una salida no requiere “reemplazar las instituciones (existentes) por otras, sino de radicalizarlas” (LFD, p. 451), de actualizarlas explotando su potencia, de un modo en que vuelva a colocar al pueblo y su voluntad en el protagónico centro.
Teología política y un lenguaje nuevo. El análisis de todo lo anterior —un amplio marco de acuerdos en cuanto a ideales y preocupaciones— y de todo lo que tales acuerdos implican, nos obliga a una reflexión detallada, y nos fuerza a extensas consideraciones adicionales y de detalle: se trata de una reflexión que requiere, nos dice Atria, de un completo lenguaje nuevo.
Para Atria, en efecto, se requiere “entender el modo de significación que caracteriza al discurso político, que es el de la teología política” (LFD, p. 22). Y hay que recurrir a la teología política porque el lenguaje político no nos permite dar cuenta de aquello de lo que queremos hablar cuando nos referimos a una idea como la de “voluntad del pueblo”: tiene dificultades para “dar historicidad a algo que trasciende la historia, que significa” (LFD, p. 22). Atria no cree que se pueda justificar o probar la verdad de una idea como la de que es el pueblo el que debe hablar, o que la decisión de nuestros temas comunes debe quedar en manos de una discusión entre iguales. Lo único que nos queda, dice, es “desarrollar un lenguaje con el que podamos hablar de lo político”, y ese lenguaje es el de la teología (LFD, p. 348).
Conviene aclarar que la noción de “teología” que retoma Atria no tiene nada que ver con la inatractiva idea que muchos autores ofrecen de la misma, esto es, teología como sinónimo de “magia” o irracionalidad (LFD, p. 433). Él apela al lenguaje de la teología porque entiende que es el lenguaje más sofisticado que tenemos para hablar de lo político. Para él, la teología, como la política, muestran una común preocupación por hablar de vivir de un modo plenamente humano, y por hacerlo bajo la conciencia de que se está viviendo, digámoslo así, inhumanamente.
Significación imperfecta, prácticas sacramentales y lenguaje anticipatorio. Es propio del lenguaje teológico, nos dice Atria, la idea de