El Derecho y sus construcciones. Javier Gallego-Saade
radicales, al estudio de “los intereses, las ideas políticas, la estructura de personalidad, la proveniencia social del juez”, etc. (LFD, p. 39).
Frente a la variante “dura”, los positivistas “suaves” (como Paolo Comanducci, Jules Coleman o José Juan Moreso, entre muchos otros) admiten que los sistemas jurídicos pueden incorporar estándares morales a su regla de reconocimiento (LFD, p. 39). Ello, en la medida en que dicha inclusión sea contingente, esto es, por caso, que la Constitución haga referencia explícita a estándares morales de identificación del derecho (LFD, p. 40).
Para los “duros”, cuando un juez apela, como regularmente lo hace, a criterios de semejante tipo, actúa discrecionalmente. Para los “suaves,” en cambio, dicha apelación a la moral forma parte del derecho, pero ello no refuta al positivismo porque dicha conexión es contingente y no necesaria. Para este positivista suave la plausibilidad del positivismo pasa a depender del hecho de que sea “concebible una práctica jurídica sin remisión a la argumentación moral en el momento de su aplicación” (LFD, p. 43). La situación resulta curiosa: parece que lo que ahora le importa al positivista es que una práctica jurídica de ese tipo sea meramente imaginable. Lo más irónico, nos dice Atria, es que de este modo los positivistas transforman su programa en la presentación de una teoría del derecho meramente “posible, imaginable” y no posible “empírica o sociológicamente”. Lo relevante es que la no remisión a la moral resulte conceptualmente posible, lo que parece particularmente irónico para una tradición jurídica “que se preciaba de entender el derecho tal como es, esto es, el derecho encarnado en prácticas sociales” (LFD, p. 45).
La reivindicación del positivismo de Bentham. Ante a este enfoque conceptual y vaciado de sentido del positivismo, Atria contrapone al positivismo originario y originado en Jeremy Bentham con su crítica al common law. Se trata, nos dice Atria, de un positivismo que debe entenderse como teoría del derecho moderno. Bentham tenía una mirada crítica (moderna) del common law, al que veía como una forma primitiva o pre-moderna del derecho (LFD, p. 49). La distinción entre lo moderno y lo pre-moderno juega aquí el papel clave: el derecho pre-moderno es el que se entiende a sí mismo como razón, y no como voluntad; el derecho moderno es el que se reconoce como producto de una voluntad, y por lo tanto, como artificial antes que natural. De allí que el derecho moderno afirme la naturaleza positiva del derecho, “el hecho de que la ley debía ser obedecida no porque fuera intrínsecamente razonable […] sino porque descansaba en la autoridad del soberano” (LFD, p. 55).
Más específicamente, nos dice Atria, el positivismo de Bentham nació oponiéndose a la “falta de certeza y la arbitrariedad” propia del common law, que otorgaba por tanto una extraordinaria discrecionalidad a los jueces, haciendo imposible “el ideal moderno de autogobierno”, de modo tal de afirmar el (inaceptable) dominio de la profesión legal, el dominio de aquello que Bentham llamaba, irónicamente, “judge & co.” (LFD, p. 64). Para Bentham, por tanto, el common law aparecía como “la enfermedad” y el positivismo como “la cura” (LFD, p. 65). El rechazo de Bentham hacia la existencia de una “razón artificial”, en control preferencial de los jueces y abogados, implicaba una reivindicación de la autoridad del derecho legislado, en tanto tal, esto es, una reivindicación política del derecho, contrapuesta a “una tradición que se jacta de su propia esterilidad” (LFD, p. 66).
A la luz de un panorama como el anterior, se entiende mejor lo que será una crítica sistemática de Atria hacia el “neo-constitucionalismo”, al que entenderá como una forma de (o una vuelta al) “derecho pre-moderno” (LFD, p. 67). El neo-constitucionalismo es pre-moderno porque “se niega a aceptar la idea moderna de que el derecho es voluntad, y por tanto busca limitar el espacio dentro del cual el soberano […] puede declarar algo como obligatorio, prohibido o permitido” (LFD, p. 67). Para ello, el neo-constitucionalismo necesita enfatizar la irracionalidad propia de los procedimientos de formación de voluntad política, a los que contrasta con la superior racionalidad del derecho. De allí, por tanto, la relación incómoda, tensa y reactiva de los autores centrales del neo-constitucionalismo —como Luigi Ferrajoli— frente a la democracia, y la defensa que hacen, a su pesar y contra su retórica, de lo que no es sino el “viejo paradigma pre-moderno”.
Volvemos entonces al comienzo: a Atria le interesa “formular una explicación teórica del derecho que no quede reducida a la esterilidad, que no consista en ofrecer definiciones y después defenderlas como si algo importante se siguiese de ellas” (LFD, p. 95). Sin embargo, la reflexión en torno al positivismo jurídico nos deja situados frente a fórmulas vacías (LFD, p. 21). Esa discusión ya no tiene sentido porque ha perdido completa conciencia acerca de cuál es la relevancia de pensar (en este caso) en torno a la relación entre derecho y moral. De allí que —para hacer inteligible aquella reflexión— pase a ser necesario “ampliar la mirada a la forma del Estado moderno y, en particular, a la articulación de sus potestades características” (LFD, p. 21). De eso se ocupa en la segunda parte del libro.
III. SEGUNDA PARTE: ESTADO Y JURISDICCIÓN CONSTITUCIONAL
En la segunda parte de su libro, Atria se propone “una reconstrucción de las potestades características del Estado moderno” (LFD, p. 99). Esta reconstrucción —aclara, para contrastarla con lo hecho en la primera parte— “no es pura reflexión conceptual”, entre otras razones, porque “las instituciones no fluyen de los conceptos, sino los conceptos de las instituciones” (LFD, p. 99).
Para llevar a cabo su análisis institucional, Atria emprende una “explicación de los sistemas jurídicos realmente existentes”, que lo lleva a adentrarse en una distinción que la teoría del derecho descuida, esto es, la distinción entre jurisdicción, legislación y administración (LFD, p. 96). El descuido de la teoría actual tiene que ver, sobre todo, con la obtusa obsesión que ella muestra con la primera de las funciones estatales citadas, esto es, la jurisdicción —y así, con ella, la consiguiente obsesión por la tarea de los jueces, el control de constitucionalidad, las teorías interpretativas, etc.—. Se trata de un descuido generalizado, más allá de que en los últimos tiempos hayan surgido reacciones relevantes frente al mismo (la reivindicación que Jeremy Waldron llevara a cabo de la “dignidad de la legislación” sería una buena muestra de estas excepciones recientes)2.
Estructura y función. En su embate contra la jurisdicción constitucional y la inercia teórica en la materia, Atria arremete contra una nueva forma de formalismo y nominalismo, que consiste en defender la jurisdicción constitucional tomando como decisivo el hecho de que un determinado órgano se encuentre estructurado como tribunal, dejando de lado la reflexión sobre la función que cumple. Para él, el tribunal constitucional “es un caso especialmente claro de contradicción entre forma y sustancia, entre estructura y función” (LFD, p. 252)3. Se suele partir entonces —nos dice— de “un concepto estructural (nominal) de jurisdicción, conforme al cual es jurisdicción todo lo que hace un órgano denominado ‘tribunal’” (LFD, p. 252). Esto es lo que llama un “giro nominalista”: “tribunal es todo lo que la ley llama tribunal, o lo que tiene conforme a la ley forma de tribunal, con independencia de la función que desempeña” (LFD, p. 253).
Inmediatamente, Atria descarta tres modos distintos en que se pretende realizar el tránsito desde “una constitución semántica o nominal,” a una constitución “normativa” (LFD, p. 254): i) la idea de la supremacía de la constitución, explorada desde el famoso caso Marbury v. Madison; ii) la idea de que los derechos son límites a las decisiones mayoritarias; y iii) la reductio at hitlerum, esto es, la idea de que las mayorías pueden violar derechos, o cometer tremendas atrocidades, como las que se verificaran en la Alemania nazi. Su rechazo a los tres argumentos tiene la misma base anunciada: en primer lugar, los tres argumentos asumen que “para justificar la jurisdicción constitucional es suficiente identificar una función que ella debe cumplir”. Luego, la estrategia es siempre idéntica, y consiste en fundar alguna forma de dualismo (como lo hiciera célebremente Bruce Ackerman, por citar otra referencia notable) es decir “identificar, en adición al nivel de las cuestiones políticas ‘ordinarias’, una cuestión distinta y superior (la constitución, los derechos, la promesa de nunca más) y anunciar que las decisiones sobre cuestiones pertenecientes a este segundo nivel no pueden quedar