Principios, valores e instituciones. Arturo Fermandois Vöhringer
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III. NUEVO CONSTITUCIONALISMO
Testimonios de la fe que los líderes tuvieron en el derecho; de la esperanza cierta que ellos sintieron en la potencialidad de sus valores, principios y normas cuando son rectamente concebidos, interpretados y ejecutados fue la restauración del imperio de los límites que el ordenamiento traza al poder para que sea juiciosa, controlada y responsablemente ejercido.
Así en las Constituciones de Italia (1947), Alemania Federal (1949), Francia (1958) y España (1978), sucesivamente, hallamos positivizados aquellos valores. Esas Constituciones se erigen en claves del nuevo constitucionalismo vivido en democracia. Marcan ellas la naturaleza y finalidad del Estado de nuestra época y de las relaciones internacionales regidas por tratados elaborados, precisamente, para forjar un mundo centrado en la dignidad, los derechos y deberes, en fin, las garantías o defensas ya aludidos.
La influencia del nuevo constitucionalismo democrático va siendo asimilada en otros países, incluido Chile en su proceso de treinta y seis reformas a la Carta Fundamental de 198018.
Vivimos el tiempo de la Constitución de Valores, como la llamó Antonio Baldassarre19, Presidente Emérito de la Corte Constitucional de Italia. Tal es el más reciente modelo de Constitución, aunque paradojalmente puede afirmarse que es, también, el más antiguo de los paradigmas constitucionales. Suficiente resulta para demostrar esta tesis recordar la tipología de los gobiernos, buenos y malos, explicada en el libro La Política de Aristóteles más de 2.300 años atrás; o los escritos de Cicerón en La República; las enseñanzas de John Locke sobre los regímenes despóticos y las insurrecciones que provocan; o la virtud, de la cual Montesquieu hizo el rasgo esencial del gobierno legítimo.
La Constitución de Valores entroniza a la persona humana, con su dignidad y atributos esenciales, en la jerarquía del valor máximo de la civilización. El Estado debe servir ese valor, el cual se impone igualmente al prójimo, sea en cuanto individuo o asociado. En el despliegue del mismo valor va creciendo el cúmulo de los atributos esenciales, transitando de los derechos subjetivos a los del ciudadano para arribar a los derechos sociales, o de segunda generación, cuya realización, paulatina y progresiva, es un testimonio ético de progreso en la calidad de la convivencia para el bien de todos, sin discriminaciones.
Los principios de subsidiaridad y solidaridad, concretados en el esfuerzo conjunto y armónico del Estado y de la Sociedad Civil, impulsan la asunción de nuevos desafíos vinculados al bien común. Este es, sin duda, un valor y de la mayor amplitud y transcendencia.
La Constitución de Valores impone al Estado enfrentar, con leyes y otras medidas, los enormes tropiezos que padecemos en el camino hacia el buen gobierno. Me refiero a la injusta distribución de la renta nacional, con miseria, pobreza y marginalidad que provoca envidias, odiosidades y resentimientos.
La Constitución de Valores exige al Estado erradicar la corrupción, patente en los conflictos de intereses, en el cohecho, el soborno, la opacidad o falta de transparencia en las decisiones públicas, la manipulación por gobernantes que victimiza a la ciudadanía, en fin, la evasión y la elución tributaria.
La Constitución de Valores compele a los órganos del Estado a que adopten medidas eficaces para que sean estrictamente respetados los principios éticos que regulan las decisiones de los servidores públicos, trátese de gobernantes, parlamentarios, jueces, fiscales, jerarcas o funcionarios administrativos.
La Constitución de Valores demanda que el Estado fomente la filantropía y el mecenazgo de los particulares en su contribución al bien colectivo.
La Constitución de Valores presupone que el Estado y la Sociedad Civil eduquen en la formación cívica, desde la infancia, inculcando el sentido y el compromiso con la solidaridad, el sacrificio, el cumplimiento de los deberes, la abnegación, el respeto, la tolerancia y la honestidad.
En fin, la Constitución de Valores reconoce, con el rango de excepcionalmente elevado y trascendental, la incidencia de la ética en el origen de la vida, su curso, desarrollo y extinción, es decir, la bioética, desde la concepción hasta la muerte natural, tornando inexcusables e ilegítimos los resquicios que buscan quebrantarla20.
IV. HERMENÉUTICA AXIOLÓGICA
En la consumación de la Constitución de Valores desempeñan roles esenciales los jueces, primordialmente los de índole constitucional. Lo hacen así para honrar numerosos postulados de esa especie de Carta Fundamental. De ellos aquí subrayo solo tres: primero, la vigilancia del principio de supremacía con respecto al legislador; segundo, la irradiación de esa axiología a todo el ordenamiento jurídico; y tercero, la interpretación del derecho desde la Constitución y para volver a ella, nunca a partir de la ley ni menos subordinando el Código Político a lo dispuesto en preceptos legales. Todos esos postulados denotan que en la Carta Suprema se halla condensado el mejor derecho, el de más rango y mejor calidad en relación con el humanismo que hemos realzado.
Me preocupa hallar no pocos pronunciamientos contrarios a la Constitución de Valores, en Chile y el derecho comparado21. ¿Qué razones pueden explicar tal escepticismo o, más todavía, la hostilidad hacia ese concepto? Retorno, en respuesta, a lo que dije minutos atrás apuntando al positivismo formalista, hoy y afortunadamente en declive ostensible y al recelo de quienes creen que los valores son una vía para imponer, desde el iusnaturalismo católico una cosmovisión política y jurídica de determinada orientación religiosa. En un mundo sumido en el laicismo, se torna ostensible advertir tales empeños, a menudo exitosos.
Tenemos que, real y lealmente, disipar en la práctica tal animosidad, demostrando que la ética es un valor anterior y superior a la normatividad positiva e inseparable de ella, sin satisfacer aquella exigencia aceptando el que algunos llaman un mínimo ético, con regaño denotativo de falta de argumentos. Debemos también demostrar que la existencia y vigencia real de los valores, la fe en ellos y el rol que cumplen no es algo en que crean solo quienes son animados por la antropología cristiana, pues agnósticos y ateos pueden detentar igualmente axiologías y, no sin frecuencia, suscitar admiración en la práctica de ella. Por último, creo se vuelve imperativo impugnar las visiones filosóficas carentes de una antropología sólidamente cimentada, cualquiera sea ella si ignora o cuestiona la dignidad humana como clave del humanismo que propugnamos22.
V. VALORES EN LA CONSTITUCIÓN CHILENA
Nunca una Constitución, cualquiera sea ella, carece ni puede carecer de valores, aunque el tesón por omitirlos, conscientemente o no, renueve el impulso tras esa meta. Incluso las Constituciones mínimas, aquellas que se limitan, como quisieron, ochenta años atrás, Harold Laski, A. Shumpeter, y ahora Bruce Ackerman, solo a fijar las reglas generales aplicando las cuales sea posible arribar a acuerdos, tienen en esas reglas precisamente valores con los cuales forjan la paz y evitan o reducen las opciones de guerra o de caída en otras vías de facto.
La Carta Fundamental chilena vigente contiene numerosos valores, excepcionalmente llamándolos así, por su nombre23. Fácilmente se los halla en preceptos de diversa índole, trátese de la parte dogmática, de la parte orgánica o de la relacional entre las dos anteriores.
En el capítulo I, Bases de la Institucionalidad, se condensa la mayoría de esa axiología, con los valores de más alta prominencia.
Una ojeada al texto supremo permite señalar, por ejemplo, que cada inciso del artículo 1° comprende varios valores. Así, son tales las personas, su libertad e igualdad, cimentadas en la dignidad y en los atributos, derechos y deberes que emanan de ella; idénticamente pertinente es el reconocimiento de la familia con la cualidad de núcleo fundamental de la sociedad, el reconocimiento de la subsidiaridad estatal a favor de los grupos intermedios, la servicialidad del Estado en beneficio de la persona, la realización constante y nunca terminada del bien común, o la serie de deberes que se imponen a la autoridad política, abarcando la participación con igualdad