Texto, comentario y jurisprudencia del código del trabajo. William Thayer Arteaga
y diversificado, con un impresionante mejoramiento de la infraestructura física y del capital social, que permite a la sociedad plantearse metas de desarrollo más ambiciosas y aspirar con realismo a la superación de la pobreza. Lo que entonces fueron semillas lanzadas por la prédica apasionada del amor a Cristo, que consumía al padre Hurtado, es ahora una sólida fuente de inspiración no solo para las múltiples obras de caridad sostenidas por la Iglesia, sino también para las políticas sociales perseguidas tanto por el Estado como por el sector privado, aunque no estén siempre conscientes de su fundamento.
Al comparar su época y la nuestra, el primer factor necesario de considerar es el cambio demográfico. Según el censo de 1940, Chile tenía una población de 5.023.539 habitantes, con una densidad de 7,5 habitantes por km2; en 1952, la población había subido a 5.932.995, con una densidad de 8,0 habitantes por km2. Esto representa una tasa anual de crecimiento de 1,5% en el período. Si consideramos el censo de 1992, la población aumentó a 13.148.401 habitantes, con una densidad de 17,6 habitantes por km2 y con una tasa anual de crecimiento de 1,6% durante la década. Los resultados preliminares del censo del 2002 arrojan una población de 15.050.341 habitantes, lo que representa una tasa anual de crecimiento de 1,2% durante el período intercensal. En términos absolutos, la población se ha triplicado. Sin embargo, la tasa de crecimiento anual de la población después de alcanzar su valor máximo en la década de los cincuenta, con 2,5%, comienza a decaer fuertemente hasta el 1,2% del censo de 2002.
Si se repara en la evolución de la densidad de habitantes por km2, se apreciará el fuerte ritmo de urbanización y de concentración de los asentamientos humanos. En 1940, el 53% de la población vivía en zonas urbanas, frente al 47% en zonas rurales. Para 1952 la proporción de la población urbana se elevaba al 60%, alcanzando el 83% en 1992 y el 86,7% en la información preliminar del censo del 2002. A ello hay que agregar que, según los datos del último censo, el 40,1% de la población vive en la Región Metropolitana. Si se le suman cuatro regiones más (V, VII, VIII y X), se obtiene una concentración del 75,7% del total de los habitantes del país. No le faltaba razón al padre Hurtado, en consecuencia, al apreciar con preocupación que la tradición rural del catolicismo y de los dirigentes conservadores disminuiría dramáticamente su base de sustentación social y que la Iglesia debía priorizar la acción pastoral, especialmente educativa, entre los nuevos grupos urbanos, para formar a sus dirigentes y darles un respaldo organizativo en las acciones desplegadas a favor de su mejor integración en la vida social de la ciudad y de una mayor justicia social.
El fenómeno resultó, sin embargo, mucho más complejo que lo que se podía prever en la década del cuarenta. En primer lugar, disminuye la mortalidad infantil de manera impresionante, muy por encima de lo obtenido por otros países de la región. Mientras en 1940 la tasa era de 217,2 por mil nacidos vivos, en 1950 alcanza a 153,2, para disminuir más aceleradamente en adelante, alcanzando en 1997 solo a 10,0 por mil nacidos vivos. En su carta al Papa, el padre Hurtado sostenía que 50% de los niños moriría antes de cumplir 9 años, haciendo referencia a un estudio del Ministerio de Salud Pública. Es cierto que en el primer cuarto del siglo XX la tasa de mortalidad era bastante elevada (30 defunciones por cada mil habitantes). Pero desde el quinquenio 1930-1935 empieza un descenso sostenido de los niveles de mortalidad general del país, disminuyendo a la mitad en la década del cincuenta y alcanzando a 5 defunciones por cada mil habitantes al finalizar el siglo. La información preliminar del último censo estima en 76,0 años la esperanza de vida al nacer alcanzada por el país, la que se compara muy favorablemente con la de otros países de la región y no a demasiada distancia de la de países desarrollados (78,2, Alemania; 78,7, Italia; 78,8, España).
Si a esta disminución de la mortalidad general y de la mortalidad infantil se le agrega la brusca caída en la tasa de natalidad desde 33,2 por mil en 1940 a 32,4 en 1950 y a 18,7 en 1997, se puede observar que Chile ha entrado ya en una fase avanzada del proceso de envejecimiento de su población. El Instituto Nacional de Estadísticas (INE) estimaba para el año 2000 un 29% de la población menor de 15 años y un 10% de mayores de 60 años, lo que da un índice de vejez cercano a 36 (número de adultos mayores por cien menores de 15 años). Ambos grupos etarios han pasado a ser los más desprotegidos frente a la pobreza. Los primeros, porque corresponden a los más vulnerables de cara a la adquisición de capital social y cultural, decidiéndose muy tempranamente las oportunidades futuras de empleo y productividad conforme a las oportunidades que tengan de integrarse a la red social y de obtener una educación de calidad. Los segundos, porque junto con disminuir sustancialmente sus ingresos después del retiro laboral ven incrementados de modo persistente los costos de sus programas de salud ante enfermedades que han llegado a ser denominadas catastróficas en la actualidad y que eran relativamente desconocidas cuando las personas tenían una mucho menor esperanza de vida al nacer. Siguiendo el espíritu del padre Hurtado, ambos grupos etarios han pasado a ser los “patroncitos” privilegiados del Hogar de Cristo que él fundara, aunque no se descuide tampoco la acción social sobre otros grupos de alto riesgo.
Un segundo factor necesario de considerar, además del cambio demográfico, es la evolución de la alfabetización y la escolaridad. Dice el padre Hurtado en su carta al Papa que el 28% de los adultos son analfabetos. Según las cifras censales, su cálculo quedó corto. En 1940 sólo el 58,3% de la población tenía alfabetización, cifra, sin embargo, que aumenta sostenidamente en las siguientes décadas, subiendo a 74,8% en 1952 y a 94,6% en 1992. El problema del analfabetismo es hoy marginal. Algo análogo puede sostenerse del esfuerzo realizado por el país en la educación formal, en sus distintos niveles, mejorando no solo la cobertura escolar entre la población, sino incrementando también el número de años lectivos. Decía el padre Hurtado en su carta que de 900.000 niños en edad escolar, 400.000 no asistirían a la escuela. Los alumnos matriculados en la educación regular en 1940 eran 743.125. Veinte años más tarde, en 1960, alcanzaban a 1.556.795, es decir, se habían duplicado, no obstante que la población en edad escolar había crecido solo en 46%. En 1997, los alumnos matriculados en la educación regular alcanzaban ya los 3.777.051.
Un índice bastante elocuente del esfuerzo educacional del país es el incremento de los alumnos inscritos en la educación superior, puesto que este nivel de enseñanza supone haber completado los precedentes. Mientras en 1940 alcanzaban la cifra de 6.402, en 1997 eran 380.603, es decir, se habían multiplicado por 60 mientras la población en edad escolar aumentaba en el período 2,3 veces. Este impresionante crecimiento no se ha dado de modo continuo en todas las décadas, sino que se acentúa fuertemente a partir de la reforma de la educación superior de comienzos de los ochenta y la consiguiente aparición de las universidades privadas. Con todo, en las décadas precedentes de los sesenta y los setenta hubo también incrementos significativos de estudiantes atendidos en las universidades. Además, habría que añadir que la educación superior se ha hecho cada vez más diversificada, cubriendo nuevas áreas del conocimiento y del desarrollo tecnológico y vinculando la docencia a la investigación, de modo que se han formado algunas pocas universidades a las que suele darse ahora el calificativo de “complejas” por su participación no solo en la difusión del saber, sino también en la creación del mismo, sea que ello ocurra a partir de su propia actividad o se deba a su vinculación internacional con centros avanzados de investigación.
Un tercer aspecto de la realidad social citado en la carta del padre Hurtado era la miserable situación de las viviendas, especialmente en los sectores populares. Refiriéndose a una reciente visita que había hecho el padre Lebret al país, señala que se encontró frecuentemente con habitaciones de 9 m2 en las que habitaban 8 personas en promedio y que también vio a 7 personas durmiendo en una misma cama. Ya nos referimos precedentemente al incremento de la densidad de la población en los medios urbanos como un fenómeno característico del siglo XX y que se acentúa después de la paralización de la industria salitrera. Las estadísticas del INE consignan que mientras la superficie destinada a vivienda, aprobada e iniciada, en 1940 alcanzaba a 432.000 m2, en 1950 se había elevado a 615.000 m2, en 1990 llegaba a 4.502.000 m2 y en 1998 a 7.866.000 m2. Es decir, el incremento de la construcción de viviendas en el período se multiplicó 18 veces.
Es difícil reconstruir con cifras la situación del tamaño de las viviendas en la época del padre Hurtado, puesto que los censos de entonces no incluían