Fidelidad, guerra y castigo. Sergio Villamarín Gómez

Fidelidad, guerra y castigo - Sergio Villamarín Gómez


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aspiraban a ser oidores y alcaldes del crimen de aquel alto organismo judicial –y gubernativo a través del real acuerdo–, como cima de su carrera. Las leyes y ordenanzas, la doctrina y los pleitos proporcionan fuentes abundantes para reconstruir su organización y funciones, sus magistrados, sus diversos procedimientos, que cambiaron en aquellos tiempos convulsos, presididos por un Borbón mediocre.

      Sobre la misma época, sugerí a Pilar Hernando Serra, El ayuntamiento de Valencia a principios del siglo XIX. Tres modelos de organización (1800-1814) (2000) –dirigida también por Pilar García Trobat–. Los cambios continuados de la institución, el ayuntamiento antiguo, el francés y el gaditano –éste como epílogo–, permiten comprender el poder local en los orígenes de la nación liberal, con guerras y revolución, con avances y retrocesos. Para el nacionalismo liberal la guerra contra Napoleón con ayuda inglesa y la constitución de Cádiz –apenas unos años en vigor– constituyeron el acervo de mitos y héroes. Progresistas y moderados –en guerra civil perpetua– compartían este ideario, mientras los carlistas y los integristas siguieron aferrados al antiguo régimen. Las dictaduras del XX respaldaron los viejos mitos de reconquistas, imperios y catolicismo –Mussolini creyó resucitar glorias romanas–.

      En ese ámbito centrado en el mundo del derecho dirigí otras tesis hechas también con esfuerzo y rigor. Laura Isabel Martí Fernández estudió La Academia valenciana de legislación y jurisprudencia (2001), cercana al colegio de abogados, que reunía a los juristas más prestigiosos. Estas academias –como las de medicina y otras–, buscaban realzar a profesionales notables, respaldaban su ejercicio; pero sobre todo significaban prestigio intelectual en una sociedad donde las clases superiores alardeaban de sus conocimientos. Los políticos las apreciaban mucho, ya que el voto censitario y de notables premiaba a académicos e intelectuales; los discursos se editan, sus sesiones se resumen… Cánovas o Maura, Moret, por ejemplo, eran asiduos en la madrileña. Durante algún tiempo las academias designaban algunos miembros de tribunales de oposición a cátedra –remito a mis páginas en el Boletín de la Institución libre de enseñanza, 1, 2 (1987)–. En la academia valenciana se congregaron catedráticos y políticos, Antonio Rodríguez de Cepeda y Santamaría de Paredes, Manuel Danvila y Cirilo Amorós, que al tiempo eran abogados de gran prestigio… Pronunciaban discursos retóricos y debatían cuestiones en sesiones prácticas, que se asemejan a las solemnes aperturas de curso, acto esencial de la universidad –junto a la edición de manuales–. Con su participación los prohombres políticos y los abogados consiguen un aura intelectual que favorece sus candidaturas a cortes, sus cargos y despachos. Hubo asociaciones análogas, aunque más abiertas, como la vieja sociedad económica de amigos del país, el ateneo científico, literario y artístico o el instituto médico valenciano –hace años Severino Teruel dedicó su tesis a este instituto–.

      Coetánea fue la tesis de Mónica Soria, Adolfo Posada: teoría y práctica política en la España del siglo XIX (2001) –codirigida como la anterior con Javier Palao–. Presenta la figura de aquel catedrático de derecho político y constitucional, junto con el momento en que surge el sufragio universal –sin mujeres–. De este modo relaciona su pensamiento con la realidad, que el maestro Posada tuvo presente, junto a la teoría sobre el estado y la constitución, mediante la sociología política. El análisis de la realidad le parecía esencial, como a Gumersindo de Azcárate en El régimen parlamentario en la práctica (1885).

      Todavía, durante mis años de emérito, firmé en 2006 dos tesis, sobre temas propuestos por los doctorandos. Codirigida con Pascual Marzal, la tesis de Francisco Javier Genovés Ballester, El Código penal de 1932, la elaboración y aprobación, un buen estudio del código republicano, que derogó el anterior de 1928 de Primo de Rivera, volviendo a la tradición anterior puesta al día –como muestra con la comparación de sus textos–. Después fue reformado, endurecido por el código de 1944. Mario Quirós defendió Los jurados mixtos del trabajo en Valencia (1931-1939), que dirigí con Jorge Correa. También durante la época republicana. Aquel intento de resolver los conflictos entre obreros y patronos, sus antecedentes y funcionamiento. El marco legal completado con una labor de archivo minuciosa…

      Al hacer memoria de todas estas tesis me afirmo en la convicción de su altura indudable. Porque avanzaron –con rigor– en varias parcelas y tiempos de la historia del derecho y la vida del pasado valenciano –o de otras geografías–. Fue gracias a que el doctorado se devolvió a todas las universidades: el monopolio de Madrid durante más de cien años fue una lacra, por más que pueda haber algunas excelentes –no es la regla, y también en provincias las hay detestables–. Solo el interés político y la miseria hispana pudo concebir aquel sistema. Al mismo tiempo siento tristeza por los doctorados que trabajaron con denuedo con gran vocación investigadora, pero tuvieron que irse por falta de plazas, tras su brillante resultado, su esforzado aprendizaje… Parece que nuestros gobernantes despilfarran el talento ajeno, quizá desprecian la investigación: todo lo más la utilizan bajo el nombre de «expertos» para escudar sus propuestas y encubrir sus carencias. Ideas análogas, su desprecio a la cultura, leo en Javier Marías –El País semanal de 22 de mayo–.

      * * *

      Para investigar sobre las universidades y las ciencias tienen que concurrir especialistas muy diferentes. No existe un área de historia de las universidades, ni sería posible por la variedad y complejidad de las diversas disciplinas. Es sin duda un espacio interdisciplinario, que no cabe en un área o departamento. En cierto modo es una ventaja, ya que el conjunto no está sujeto a los enfrentamientos y choques, a las ambiciones académicas y burocracias. Alguna ley señala que el departamento organizará la docencia y la investigación –no sabe cómo son–. No están diseñados para colaborar; nunca oí en las reuniones hablar de investigación –tampoco en ninguna junta de facultad–. Más bien son largas reuniones de burocracias y oratorias. Cada profesor es un mundo cerrado en su ambición y frustraciones… Nunca he sabido si ese talante se debe a que la carrera universitaria está diseñada por el gobierno como suma de obstáculos, de encontronazos entre unos y otros, o son secuelas del esfuerzo intelectual y el criticismo…

      En consecuencia, adoptamos una solución flexible, independencia de cada uno, apoyada por los programas y por varios congresos sobre universidades europeas y americanas, desde 1987 hasta hoy –en Valencia, México, Salamanca y Madrid–. En los congresos de Valencia distribuíamos a los participantes en varias mesas, todos con igual tiempo de exposición, y con debate o comentario posterior. La edición por orden alfabético, con un prólogo mío, para evitar esa apropiación de trabajo ajeno de los coordinadores y directores, uso europeo recibido con agrado en la picaresca académica española… Las reuniones se centraron sobre España y Portugal y la América latina, aunque conocíamos otras bibliografías… Hicimos minuciosa historia de archivo e historia comparada, no cabe otra vía para estudiar las universidades y las ciencias. No podemos entender el estudio general de Lleida sin Bolonia, ni México sin conocer Salamanca…

      Existe un elevado número de investigadores y trabajos sobre nuestras universidades. Contábamos con el grupo de nuestros programas –junto a mi hermano y López Piñero que siempre asistieron–, con el Instituto Antonio de Nebrija de la Carlos III, el CESU mexicano y el centro salmantino Alfonso IX, que componían la nervadura y principal asistencia. Los organizadores invitaban a otros investigadores que trabajaban en estos temas para asegurar la necesaria ósmosis y aprender… Cada investigador se dedica a la época y tema que le atrae o le conviene en función de su área y posibilidades, que aporta a veces con otros del grupo o externos. Trabajábamos en equipo, pero cada uno su parte… La amistad académica entre todos –amigos en sentido estricto hay pocos– y una forma de hacer, rigurosa y honesta ha espoleado la cooperación y logros.

      Nunca nos atrevimos a editar una revista que supone trabajo y costes, un ritmo de publicación. Pero Adela Mora fundó los Cuadernos del Instituto Antonio de Nebrija de estudios sobre la universidad desde 1997; y en Salamanca, Luis Enrique Rodríguez-San Pedro impulsó la Miscelánea Alfonso IX, que reúne coloquios sobre cuestiones universitarias desde 2003. Tampoco aspiramos a crear un centro o instituto en Valencia –odio la burocracia, enemiga de la investigación–. Nos bastaba con la secretaría del departamento, con la extraordinaria ayuda de Rosa Ruiz y Mar Vera…


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