Tres ensayos sobre democracia y ciudadanía. Baldo Kresalja
se asocia de modo más transparente con el Poder Ejecutivo que con el Parlamento. En efecto, no hay duda de que esa deslegitimación autoritaria de la política, en la que se pone en discusión la validez de los que la ejercen, restringe el espacio público como ámbito de participación y de deliberación87.
Lo que está en juego, en palabras de Greppi, es:
si en el futuro podrá establecerse todavía alguna clase de equivalencia entre lo que piensan, creen, dicen, sienten los representados y la actividad de quienes actúan en su nombre, entre las expectativas que unos cultivan y las prestaciones que los otros pueden razonablemente ofrecer. En términos clásicos, el problema que hoy corroe a la teoría de la representación está en saber si cabe la posibilidad de darle forma política a la multitud88.
Y ello es así, dice el autor citado, porque cada vez son mayores las demandas destinadas a migrar hacia esferas de acción que no están directamente involucradas con la política representativa, ya no son de carácter distributivo sino tienen una relación con la condición individual, apareciendo nuevos enclaves de poder, informales y ajenos a los cauces típicamente democráticos de agregación de preferencias, con lo cual se origina un vacío pues cada vez hay menos que representar89.
Para combatir esa crisis se persigue un mayor acercamiento con los electores como una forma de evitar que el representante esté sujeto a las órdenes del partido, a sus propios intereses o a los de aquellos que lo promocionan; es decir, se busca que sea un auténtico representante de los intereses generales. De otro lado, se afirma que el sistema ha contribuido a acentuar el carácter elitista de la clase política. El sistema, se señala, carece de transparencia, a lo que se suma el escaso interés de los ciudadanos en la deliberación política, desafección causada por el individualismo extremo de las sociedades capitalistas contemporáneas y por la preeminencia de intereses fácticos de oscuro origen. Todo lo cual debilita grandemente el sistema del que venimos tratando90. Los correctivos propuestos son muchos; entre otros, elecciones primarias en los partidos, financiamiento público a éstos para evitar el «blanqueo» de dinero y hasta la introducción de algunos mecanismos propios de la democracia directa.
4. A pesar de las sentencias pesimistas y la intensidad de las polémicas sobre esta materia, cabe señalar que la democracia representativa sigue teniendo muchas ventajas que mostrar y sigue siendo por ello profusamente utilizada como sistema de gobierno. Es difícil encontrar hoy a alguien que cuestione la necesidad de contar con instituciones representativas, y, «por tanto se ha renunciado a la utopía de que todos los ciudadanos puedan participar directamente en todos los procesos de toma de decisiones»91. En efecto, para J. L. Martí: «nadie ha cuestionado la idea de representación, que es considerada necesaria y hasta valiosa, ni defendido en su lugar un modelo de democracia directa»92. Las propuestas que veremos más adelante no buscan su desaparición sino el perfeccionamiento de la «democracia representativa».
El objetivo es mostrar que la representación debe poner a los ciudadanos en condiciones de elaborar y revisar las demandas que se proyectan sobre el espacio público. Si bien no existe sistema electoral que consiga reflejar las preferencias de todos, el proceso de representación es indispensable para que puedan proyectarse las demandas y para que el sistema tenga legitimidad; no suele haber solicitudes instantáneas: todas pasan necesariamente por mediaciones representativas, por el intercambio discursivo entre las demandas de los ciudadanos y las respuestas de las instituciones. Hay, pues, que reinventar la representación, recordando la progresiva pérdida de centralidad de la política y de su fuerza legitimadora cuando la deliberación languidece. «La voz que expresa la voluntad soberana no está ni del lado de los representantes, como siempre han dicho los elitistas, ni del lado de los ciudadanos, como han pretendido los populistas, sino que emerge paulatinamente en el continuo intercambio entre los distintos niveles de formación de la opinión y la voluntad»93. Podemos entonces afirmar que sin representación no hay deliberación ni puede haber opinión.
En ese entendido, no puede olvidarse que la política debe ser un espacio de encuentro entre personas que se juntan en libertad para hablar de las ideas y asuntos que comparten; ha sido justamente el abandono del espacio común lo que ha llevado a la crisis que hay que superar. Y buscar ese encuentro es la primera tarea por desarrollar para lograr una representación cabal, pues la consecución del interés público debe ser liderada por alguien. No basta pues el acto electoral; la iniciativa grupal juega un rol determinante para seleccionar a quien debe representar los intereses comunes. En cierta medida, el desarrollo tecnológico y la información más precisa hacen que el acto electoral sea en nuestros días un acto plebiscitario que recobra parte del antiguo encanto de la decisión popular como acto de soberanía. No es que el principio de representación desaparezca; lo que sucede es que el principio de identidad está ahora más presente que antes, consecuencia de un mayor desarrollo educativo. Por ello, resulta innecesario buscar fórmulas clásicas de democracia directa, pues la manifestación de voluntad es expresada en los comicios. Lo contrario es poner en entredicho los logros democráticos que con tanto esfuerzo se ha logrado conseguir.
5. Para que la representación sea efectivamente útil es preciso recordar que es insensata la divinización del pueblo cuya expresión máxima, «vox populi, vox Dei», es —dice Zagrebelsky94— una forma de idolatría política, que persigue implantar formas autocráticas, pues corresponde a conceptos triunfalistas y acríticos. Si se confía en la decisión del pueblo es porque se acepta que pueda estar equivocada y revocarse. Y ello es así porque la democracia se basa en un hecho esencial que no puede soslayarse: los méritos y defectos de uno lo son también de todos; si no lo aceptamos, entonces no tendremos democracia, es decir, gobierno de todos sobre todos, sino autocracia. La autoridad del pueblo no depende pues de sus virtudes, sino de la ausencia de una alternativa mejor. En efecto, si continuamos confiando en la autoridad popular —afirma Zagrebelsky— es porque cualquier otra solución sería peor que esta última.
3. LAS PROPUESTAS DE LA DEMOCRACIA PARTICIPATIVA Y DE LA DEMOCRACIA DELIBERATIVA
1. Si bien hay un reconocimiento de que los problemas y dificultades del mundo moderno no se resolverán renunciando a la política sino más bien transformando su práctica, hay quienes creen que es preciso crear modelos alternativos para superar la desconfianza que genera la actual práctica política, aun cuando se suele aceptar que el atractivo de la democracia reside en que se trata de un modelo generado por el pueblo, con mecanismos que dan legitimidad a las decisiones porque se adhieren a principios, reglas y mecanismos adecuados de participación, representación y responsabilidad. Como señala Held, «la democracia debe contemplarse como la concepción privilegiada del bien político porque ofrece una forma de política y de vida en la que hay maneras justas de deliberar sobre valores y negociar valores y disputas»95. En palabras del mismo autor, si bien no constituye una panacea para todos los males e injusticias, «proporciona una base adecuada para la defensa de un proceso de diálogo público y toma de decisiones sobre asuntos de interés general y plantea vías institucionales para su desarrollo»96.
Algunos de los que persiguen reformas en la práctica política sustentan sus propuestas en el «principio de autonomía», entendido como una noción según la cual las personas podrían llevar adelante sus proyectos como agentes libres e iguales, sin interferencias, participando en los debates y en las deliberaciones sobre una base de igualdad y libertad, pero aceptando que es necesaria una «frontera de la libertad» que no debe ser nunca rebasada. Esta concepción propone la creación de instituciones democráticas diferentes de las que nos ofrece la práctica cotidiana en las democracias liberales capitalistas. En otras palabras, la aplicación del principio de autonomía lleva a repensar los límites de la acción del Estado y de la sociedad civil.
Son tan variadas las propuestas específicas que promueven esos movimientos de reforma que aquí es imposible enumerarlas; lo que sí se puede decir es que se caracterizan por amplios y ligados derechos sociales y económicos, preocupación por las cuestiones distributivas y de justicia social incompatibles con los derechos de las grandes corporaciones y los grupos de poder fáctico. Proponen, por ejemplo, un modelo de «autonomía democrática» que busca preservar el ideal del ciudadano informado y activo que tenga opinión y decisión sobre materias vinculadas a la vida