Tres ensayos sobre democracia y ciudadanía. Baldo Kresalja
Lilla, M. El regreso liberal. Barcelona: Debate, 2018, p. 75.
60 Existen distintas calificaciones sobre el comportamiento de un electorado de las características del nuestro. Algunas no solo extremas sino además polémicas. Por ejemplo, la visión descarnada y polémica de Gonzalo Portocarrero: «en la mayoría de población peruana domina la figura del siervo-ciudadano. Es decir, la persona que, insegura de su situación y derechos, imagina que puede ser abusada en cualquier momento. Pero este siervo-ciudadano puede convertirse rápidamente en un patrón-autoridad, especialmente si la persona con la que se está interactuando tiene menos poder» (Portocarrero, G. «Los fantasmas del patrón y del siervo como desestabilizadores de la autoridad legal en la sociedad peruana», en G. Portocarrero, J. C. Ubilluz y V. Vich (Editores), Cultura política en el Perú. Lima: PUCP, Universidad del Pacifico, IEP, 2010, p. 23). La pregunta que hay que responder es si esa calificación dura y hasta fatal de Portocarrero es un mero capricho académico sin vigencia y sin comprobación, si responde a un escrupuloso y abrumador complejo personal de gratuita culpabilidad, o si, más bien, en la vida cotidiana su presencia es parcial y se encuentra acompañada de rasgos sociales y personales que la difuminan y la convierten solo en un tópico propio de quienes están lejos de la vitalidad cotidiana.
61 Velasco, J. C. «Patriotismo constitucional y republicanismo», en Claves de la razón práctica, N.° 125, España, 2002, p. 34.
62 Ibid., p. 35.
63 En tal medida, quienes han servido a regímenes corruptos y autocráticos —el ejemplo del fujimorismo es el más notorio— no pueden probar que sus tareas han tenido un valor patriótico, ya que no puede existir sentido alguno de patria en el despotismo. Sobre la deslealtad al sistema democrático del fujimorismo, vid. Degregori, C. I. y Meléndez, C., El nacimiento de los otorongos. Lima: IEP, 2007, p. 49.
64 Cortina, A., Ciudadanos del mundo, op. cit., p. 177.
65 Ibid., p. 38.
66 Vich, V. «Las políticas culturales en debate: lo intercultural, lo subalterno y la perspectiva universalista», en Víctor Vich (Editor), El Estado está de vuelta: desigualdad, diversidad y democracia, op. cit., p. 267.
IV.
Crisis y continuidad de la representación política
1. NOTAS SOBRE LA REPRESENTACIÓN POLÍTICA
1. Los orígenes de la noción de representación se remontan al derecho privado romano y luego ella emigra al derecho público, siendo ambigua y polisémica. En su significado central alude a ciertas situaciones en las que se pretende traer a la presencia algo que permanece, por definición, ausente. Se entiende como poner algo frente a los ojos de alguien o llamar o evocar algo, así como imitar o reproducir. En sus orígenes la representación no fue democrática, sino un instrumento a través del cual gobiernos no democráticos lograron hacerse de ingresos provenientes de la clase aristocrática y propietaria para, por ejemplo, hacer la guerra67. Pero una evolución posterior hizo posible que los reformistas democráticos en Inglaterra la utilicen y amplíen para el logro de sus propuestas de carácter igualitario. Así, pues, puede haber representación sin democracia, afirma Greppi, pero no democracia sin representación68. Hoy se entiende que hay representación democrática cuando esta tiene la capacidad para trasladar la voluntad o el interés de los representados al proceso político. Todo ello, actualmente, en un ambiente de aguda individualización de la base social y de fragmentación del espacio público, pues en varios aspectos las instituciones representativas han dejado parcialmente de ser soberanas.
2. Representación significa actuar en interés de los representados, independientemente, pero sin alejarse de sus intereses. La representación política suele versar sobre la acción, sobre lo que debería hacerse. Dice Pitkin:
en consecuencia, implica a la vez compromisos de hechos y de valores, fines y medios. Y característicamente, los juicios de hechos, los compromisos de valor, los fines y los medios, están inextricablemente entrelazados en la vida política. Con frecuencia, los compromisos con respecto a los valores políticos son profundos y significantes, a diferencia de las triviales preferencias de gusto69.
Por tanto, la representación no es necesaria donde existen soluciones científicamente verdaderas, cuando no están presentes compromisos de valor ni juicios, o cuando se produce una elección arbitraria y la deliberación es irrelevante.
Entonces, y ello es de especial interés para nosotros en el Perú, si hay en la sociedad divisiones asentadas en compromisos de valor, es importante que esas divergencias sean atendidas, pero sin olvidar que el Gobierno está obligado a perseguir el interés nacional; en otras palabras, estar atento a los intereses locales y parciales no debe tener preponderancia sobre las necesidades e intereses de la nación. Si bien es reconocido que una de las características más importantes del gobierno representativo es su capacidad para resolver las conflictivas pretensiones de las partes sobre la base de su común interés, ello no debe llevar a pensar que en ocasiones es necesario no posponer el bienestar de alguna de ellas. El representante está obligado a perseguir al mismo tiempo el interés nacional y el interés local; no tiene con sus electores una simple relación bilateral, pues en la realidad se presentan muchos intermediarios de intereses disímiles.
De otro lado, cuando un gobernante, autoritario o populista, manipula a sus seguidores mediante, por lo común, una maquinaria electoral bien montada, y en más de una ocasión utilizando con frecuencia modalidades de la democracia directa, debemos dudar si nos encontramos frente a un gobierno representativo, aunque se hayan cumplido determinadas formalidades. Un gobierno representativo no es el que controla a sus electores o súbditos, sino, muy por el contrario, aquel en el cual son los electores los que tienen el control mediante actos electorales frecuentes en los que eligen a sus representantes.
3. Los dos pilares organizativos básicos del sistema democrático son los principios de representación y la separación de poderes. Nos referiremos a continuación al primero. En palabras de Andrea Greppi, es «en la relación entre representación, separación de poderes y opinión pública donde radica el elemento específicamente democrático de esa forma de gobierno compleja que es la democracia constitucional»70. Sin las reglas que instituyen mecanismos de representación y separación de poderes es improbable que pueda constituirse una esfera pública democrática. Para formarse una opinión propia sobre cuestiones de dominio público los ciudadanos requieren pautas estables que organicen el flujo de comunicación y el debate; sin ellas el sistema entraría en un inexorable declive71. Sería un error, sin embargo, creer que hubo alguna vez un instante en el que esos ingredientes de la democracia moderna estuvieron en perfecto equilibrio.
4. La presente desconfianza en el sistema representativo y, en general, en el Derecho y el Estado, no debe hacer suponer que en el pasado ambos hayan gozado de una mayor legitimidad; es preciso, pues, relativizar esa extendida creencia72. Lo que ha ocurrido es que en la actualidad las exigencias para gobernar y legislar son mayores, debido al más alto nivel educativo, la mejor información y las demandas ciudadanas para participar en los asuntos públicos, manifestadas ya no mediante partidos políticos cerrados e ideologizados, sino desde una amplia variedad de iniciativas y organizaciones civiles. No puede olvidarse, entonces, la extensa legitimidad que tiene la aceptación del principio democrático que implica la participación del pueblo en la toma de decisiones sobre asuntos de interés general.
5. Hay en nuestros días una corriente de opinión que combate la política representativa, pero que al mismo tiempo destruye aquellos espacios donde se pueda deliberar, esto es, hacer vida política. Esa corriente suele reivindicar la democracia