Tres ensayos sobre democracia y ciudadanía. Baldo Kresalja
Ambos están, sin duda, presentes entre nosotros, aunque en proporción desconocida. A esas dos formas de pensar, dice Zagrebelsky, hay que contraponer otra que no presuma de poseer la verdad y la justicia, pero que tampoco considere insensata su búsqueda; este es el pensamiento de la posibilidad, «propio de quienes rechazan tanto la arrogancia de la posesión de la verdad como la renuncia a la realidad aceptada»44. Y la democracia que asume como propia esta actitud del espíritu la califica como «democracia crítica».
La posibilidad combate tanto el dogma como la realidad, porque postula que en toda situación hay algo que falta, que puede salir a la luz, por lo que es un régimen que acepta la autocrítica y mira hacia delante. Esta visión de la democracia que no se hace tontas ilusiones rechaza aquellos conceptos de ella que atribuyen al pueblo la capacidad de no equivocarse nunca, de hallarse siempre en lo justo, pero no lo hace para condenar al pueblo mismo sino el exceso de expectativas que en él se han depositado. Porque el pueblo, así como puede equivocarse, también puede tener razón. Por tanto, no abandona la confianza en la autoridad popular, porque considera peor cualquier otra alternativa45. Ello no significa buscar soluciones de élite porque las carencias de algunos no justifican las pretensiones de otros al privilegio político. «El espíritu de la posibilidad, dice Zagrebelsky, puede ser una fuerza que promueve energías y las orienta, no hacia el bien, sino, más modestamente, hacia lo mejor»46.
La democracia crítica es incompatible con las decisiones políticas inmodificables, por lo que cuestiona el uso cada vez más promovido del referéndum, porque la decisión que adopta significa la última palabra que no puede discutirse ni oponerse a ella. La democracia acrítica derrota al Estado de derecho, poniendo en tela de juicio la articulación de los poderes públicos construida sobre la experiencia del constitucionalismo, basada en instancias de garantía y compensación independientes. De esa manera, la apelación repetida de llevar a cabo consultas tales como los referéndums o las reiteradas disoluciones de órganos electivos, cuyos resultados suelen ser muy publicitados, debilitan la institucionalidad y contribuyen a que se instalen concepciones totalitarias, reduciendo la pluralidad de voces características de los sistemas democráticos.
37 Burdeau, G. «Dilema de nuestro tiempo: democracia gobernante o democracia gobernada», en Revista de Derecho N.° 109, jul.-set. 1959, Universidad de Concepción, p. 293.
38 Ibid., p. 308.
39 Ibid., p. 311.
40 Ibid., p. 312.
41 Sartori, G. Teoría de la democracia. 1. El debate contemporáneo. Madrid: Alianza Editorial, 1995, p. 164.
42 Ibid., p. 166.
43 Zagrebelsky, G. La crucifixión y la democracia. Barcelona: Ariel, 1996, pp. 8 y ss.
44 Ibid., p. 8.
45 Ibid., p. 106.
46 Ibid., p. 109.
III.
Sobre la presencia de la noción de ciudadanía
1. LA NOCIÓN ACTUAL
Es preciso preguntarnos si está presente entre nosotros una noción actual de ciudadanía, uno de los conceptos más debatidos en el ámbito político y académico. Y la pregunta es relevante para nosotros porque la ciencia política considera que una ciudadanía autónoma es un prerrequisito para transitar de un régimen autoritario a uno democrático, ya que para lograr ese empeño no basta la voluntad de las élites, sino que es necesaria la activación de las energías ciudadanas. La teoría política sostiene que el núcleo central de la teoría democrática clásica y moderna descansa en el principio de ciudadanía, principio que une a lo largo del tiempo a todos los miembros de una sociedad determinada al margen de sus características individuales, concediéndoles los mismos derechos y exigiéndoles los mismos deberes; lo que, en otros términos, supone la existencia de un espacio imparcial para el diálogo, la aceptación de un lenguaje político en el que el concepto de solidaridad trasciende los vínculos de identidad de las minorías47. Así, en sociedades como la peruana, con tantas fracturas internas y una cultura poco homogénea, es preciso rescatar en el diálogo diario aquello que todos comparten: la ciudadanía.
Lo que en nuestros días se denomina ciudadanía social es aquella en la que el ciudadano goza de derechos civiles o libertades individuales, de derechos políticos y de derechos sociales garantizados por el Estado social de derecho. Satisfacer esos derechos, aunque sea aproximadamente, es una exigencia para que las personas se sientan miembros de una comunidad política.
La ciudadanía actual implica la aceptación de las diferencias cuyo único límite, dice Fernando Mires, es que en nombre de las ellas alguna cultura dominante se arrogue el derecho de romper esa norma ciudadana. Una de las condiciones que ello impone tiene un carácter ético, es decir, saber convivir con diferencias en un mismo territorio, siendo la otra la aceptación de una legalidad común a todas las culturas que conviven en ese territorio. Ambas condiciones establecen las diferencias entre integración y asimilación, dos conceptos que usamos con frecuencia. La primera implica conservar la propia identidad, mientras que la asimilación supone el abandono de la identidad propia en función de otra. «La integración es una necesidad, continúa Mires, si es que no se quiere vivir como náufrago en una sociedad ajena. La asimilación es una opción, en algunos casos muy comprensible. No obstante, una cultura que por ser oficial o dominante exige la asimilación de otras no puede ser una cultura democrática»48. Frente a ello, recordemos que el uso continuo de modalidades de la democracia directa es una herramienta ad hoc para exigir la imposición de una cultura dominante irrespetuosa de las demás. Aceptado el concepto actual de ciudadanía, veamos otro debate entre dos filosofías políticas reconocidas y de indudable influencia.
2. LAS TRADICIONES LIBERAL Y REPUBLICANA
1. La ciudadanía es una relación política entre el individuo y la sociedad de la que es miembro de pleno derecho y a la que debe lealtad. Según Adela Cortina, ello:
parte de una doble raíz, la griega y la romana, que origina a su vez dos tradiciones, la republicana, según la cual, la vida política es el ámbito en el que los hombres buscan conjuntamente su bien, y la liberal, que considera la política como un medio para poder realizar en la vida privada los propios ideales de felicidad49.
Ambas tradiciones, continúa Cortina, se reflejan en dos modos de democracia que se alinean bajo los rótulos de «democracia participativa» y «democracia representativa».
Ahora bien, existe un debate sobre la noción de ciudadanía entre el liberalismo y el republicanismo modernos. Seguiremos aquí la exposición de Ortiz Leroux en el capítulo IV de su libro En defensa de la república50. La ciudadanía moderna se entiende como la relación de un individuo no con otro individuo, ni con un grupo cultural, sino con la idea de Estado. Sus rasgos básicos son, dice Ortiz Leroux, la pertenencia, los derechos y la participación. En efecto, la persona o el individuo pertenece a su comunidad política, y tiene en virtud de ello ciertos derechos y toma parte activa de algún modo en la vida pública. El titular de los derechos es el ciudadano, y la participación es fundamental para conquistar nuevos derechos o conservar los existentes. Mientras la tradición liberal ha puesto énfasis en los derechos, la tradición republicana lo ha hecho en la participación.
En el caso de los liberales, el componente civil