Tres ensayos sobre democracia y ciudadanía. Baldo Kresalja
por el respeto a las mayorías relativas fruto de procesos electorales periódicos y la trasmisión del poder que supone la elección de representantes30; y que ayuda a evitar autocracias y dictaduras, garantizando a los ciudadanos el ejercicio de sus derechos fundamentales; además, brinda una mayor libertad para que las personas se autodeterminen y logren un desarrollo humano integral que haga posible el logro de un mayor bienestar tanto físico y económico cuanto espiritual.
De este modo, el concepto tradicional de soberanía debe ser repensado: ya no es posible el ejercicio ilimitado y exclusivo del poder público; más bien, debe reconocerse que la soberanía está hoy en día repartida en distintas instituciones y limitada por esta natural pluralidad, pues hay un juego de soberanías compartidas, a nivel nacional y local, que recíprocamente se limitan. Las tendencias en las democracias contemporáneas apuntan a gobernar mediante los pactos y la bilateralidad. Hay que recordar que el concepto tradicional de soberanía presuponía un pueblo homogéneo y un espacio cerrado políticamente, lo que ha sido superado por la sociedad multicultural de nuestros días31. Si bien su práctica es más compleja que décadas atrás, autogobierno y autodeterminación siguen siendo principios esenciales de la democracia.
3. DEMOCRACIA DIRECTA Y ESTADO LIBERAL
1. Dice Aguiar que:
desde sus inicios, la teoría política se ha preocupado por el problema de formular un ideal democrático que iluminase la práctica política cotidiana y entre dichas formulaciones la democracia directa ha ocupado con frecuencia un lugar relevante, a pesar que el ejercicio del poder en el curso de la historia haya discurrido con carácter casi general por instituciones virtual o pretendidamente representativas32.
En ese debate el ejemplo griego se invocó originalmente con frecuencia, aunque prontamente se descartaba su aplicación en una sociedad tan distinta como la actual, influida por las ideas liberales, en la cual es fundamental el reconocimiento de la igualdad natural del hombre, la existencia de derechos naturales y la búsqueda de una fundamentación social del poder que tradujera a la realidad el principio de la soberanía popular.
Pero nada de lo dicho nos debe llevar a olvidar que desde sus inicios el pensamiento liberal se escindió en dos visiones sobre la participación política: la participación directa y la representativa. Si bien aparecía como compatible la existencia de modalidades de la democracia directa con el Estado liberal, la puesta en práctica de esas modalidades no solo acarreaba dificultades técnicas, sino que se convertía en contraria a los intereses de clase de la burguesía en el poder. Así, pues, si bien es preciso recordar que el ideal de una sociedad compuesta por hombres libres e iguales fue fundamentalmente un ideal legitimador del poder, ello no dio lugar a la desaparición absoluta de las propuestas sobre la participación directa, pues algunas instituciones pugnaron desde siempre por ponerla en práctica, aunque sea con carácter excepcional y reservándola para asuntos de especial trascendencia, como aquellos referidos a los plebiscitos para la anexión de territorios.
Surgen en el siglo XIX diversas fórmulas como la iniciativa popular, el referéndum, el veto y el recall, con las variantes propias de cada realidad nacional, y se debate hasta hoy sobre su compatibilidad con el régimen parlamentario; debate que, preciso es puntualizarlo, se produce al interior del Estado constitucional. En la actualidad, como veremos, ese debate está presente ante la crisis del Estado representativo, pero también por el uso eventual y a veces frecuente de esas modalidades por regímenes autoritarios, especializados en falsear resultados o en utilizar descaradamente la publicidad y la propaganda para manipular a la opinión pública. Hay que tener presente que muchas de las razones que inicialmente justificaron las modalidades de la democracia directa y su incorporación normativa son un signo distintivo del constitucionalismo contemporáneo, que las considera como un complemento del sistema representativo, aunque no como una alternativa de este último.
2. Ahora bien, si se ha calificado al Estado de derecho como «institucionalización jurídica de la democracia liberal», es preciso recordar que la evolución conceptual de esa construcción jurídico-política se reconoce en nuestro tiempo como Estado social y democrático de derecho, que es además una calificación que encuentra sustento en nuestra Carta fundamental, y que tiene unos caracteres generales de amplia aceptación, tales como el imperio de la ley, la división de poderes, la fiscalización de la administración y el reconocimiento de derechos y libertades fundamentales33. Como bien recuerda Elías Díaz:
a quien en última y más decisoria instancia se dirige el Estado de Derecho es precisamente al propio Estado, a sus órganos y poderes, a sus representantes y gobernantes, obligándoles en cuanto tales a actuaciones en todo momento concordes con las normas jurídicas, con el imperio de la ley, con el principio de legalidad, en el más estricto sometimiento a dicho marco institucional y constitucional34.
En consecuencia, tanto el sistema electoral que tiene como finalidad la elección de representantes como el uso de modalidades de la democracia directa se deben realizar respetando el Estado de derecho. Y si bien en ambas existe participación efectiva de los electores e igualdad en el voto, no ocurre con igual proporción con otros dos factores: la comprensión ilustrada de lo que está en debate, pues en este caso la democracia representativa suele ofrecer mayores posibilidades y, sobre todo, la determinación de cuáles son los puntos realmente importantes sobre los cuales votar.
3. Antes de terminar con este apartado, no es posible dejar de hacer mención de lo que ha constituido una extensa práctica en América Latina respecto de la forma como se ha entendido la democracia liberal. Dice Nino:
la adopción incómoda en América Latina de los dos componentes del constitucionalismo liberal democrático se refleja en el hecho de que ambos —la participación popular y el gobierno limitado— han sido internalizados solo parcialmente en la cultura política de la población. La investigación empírica apoya la hipótesis de que la adhesión de la gente a la democracia es mucho más fuerte en cuanto a su dimensión participativa que en relación a la dimensión liberal de la tolerancia y el respeto por los derechos35.
El constitucionalismo democrático precisa reconocer tanto su dimensión democrática participativa como la liberal, fundada esta última en los derechos de los individuos. Es necesario, entonces, crear un marco normativo que incorpore ambas dimensiones; pero también lo es no olvidar que aquellos que promocionan sin cautela la práctica de las modalidades de la democracia directa suelen ser ajenos a ese necesario intento.
4. No me parecen ajenas a estas consideraciones las poco numerosas propuestas en el Perú de una refundación republicana, que parte de un severo análisis histórico y sociológico sobre lo ocurrido en el país desde su independencia y cerca ya a los doscientos años de su proclamación. Esas propuestas conllevan siempre un contenido radical, pero de variaciones múltiples. Creo que es preciso rescatar el debate porque no solo no está agotado, sino que es necesario activarlo. Como parte de las últimas argumentaciones a favor de una refundación republicana, una Segunda República, se encuentra la propuesta de Nicolás Lynch en su reciente ensayo Cholificación, república y democracia36. Señala este autor que la tentación de considerar la refundación como la negación de todo lo existente está alejada de su intención, pues lo que él propone es la superación de un orden político, económico y social anterior; en otros términos, diseñar un gran acuerdo que deje definitivamente atrás la herencia colonial, la desigualdad, el Estado patrimonial y el sistema neoliberal. Busca recoger más bien la energía y logros de movimientos sociales y de partidos políticos progresistas, propone un Estado que tenga soberanía sobre su territorio y recursos naturales, y que sea expresión de la diversidad de sus habitantes, una república de ciudadanos caracterizada por su mestizaje, respeto por la propiedad privada en armonía con el interés social y una reforma política que promueva la participación y que tenga autonomía frente a los poderes fácticos, especialmente en las áreas de la economía y de los medios de comunicación. En algunas de estas propuestas —no en todas, por cierto— se podrá probablemente lograr un consenso democrático apoyado en una mayoría que respete a las minorías, consenso necesario para realizar las reformas de envergadura que el país requiere.