Marta y Maria. Armando Palacio Valdés
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ARMANDO PALACIO VALDÉS
MARTA Y MARÍA
PRÓLOGO
No está fundado el libro, que hoy tengo el honor de ofrecer al público, sobre hechos usuales y corrientes, ni se narran en él sucesos que estemos avezados a presenciar todos los días. Tal vez por ello se le acuse de falso o inverosímil y se le juzgue como un producto de la fantasía lejano de toda realidad. Me someto y resigno de antemano a estas censuras, reservándome el derecho de protestar interiormente, ya que no de público, contra la injusticia de tal acusación. Porque— lo he de decir, aunque perezca mi gloria de inventor— todos los hechos fundamentales de esta novela se han efectuado. El autor no hizo más que relacionarlos y darles unidad.
Tengo la presunción de creer, por lo tanto, que aunque Marta y María no sea una novela bella, es una novela realista. Sé que el realismo— actualmente llamado naturalismo— tiene muchos adeptos inconscientes, quienes suponen que sólo existe la verdad en los hechos vulgares de la existencia y que sólo estos son los que deben ser traducidos al arte. Por fortuna no es así. Fuera de los mercados, los desvanes y las alcantarillas existe también la verdad. El mismo apóstol del naturalismo, Emilio Zola, lo reconoce pintando escenas de acabada y sublime poesía, que riñen ciertamente con sus exageradas teorías estéticas.
ACLARACIÓN
No he querido en la presente obra herir al misticismo verdadero ni ridiculizar la vida contemplativa. Cervantes, el gran maestro de nuestra literatura, tampoco quiso atacar al honor y al heroísmo en su inmortal Quijote. Aunque yo piense que la esencia del Cristianismo es caridad y por lo tanto vida activa, entiendo asimismo que sin una fe viva, esto es, sin la unión mística y amorosa de nuestro espíritu con el Creador, la misma caridad no puede beatificarnos. Pero existen y han existido siempre seres que transportan la santidad del corazón a la fantasía, de la vida a la quimera, como el ingenioso hidalgo transportaba el heroísmo, y contra estos espíritus exaltados, imaginativos, en el fondo vanidosos y egoístas, van las presentes páginas. Así como las aventuras novelescas de los libros de caballerías enloquecían a los espíritus débiles, ciertas exageraciones en que incurren los biógrafos de los santos son extremadamente peligrosas para los temperamentos no bien equilibrados. Sólo los corazones sencillos son gratos a Dios y a los hombres. O niños o como niños, ha dicho el Salvador. En tal pensamiento he pretendido inspirarme para escribir este libro. No obstante, como algunas personas piadosas han creído ver en él menosprecio de la vida contemplativa y burla de las gracias sobrenaturales que Dios ha operado en algunas santas que la Iglesia venera, y como realmente al arrojar piedras sobre el falso misticismo pude haber salpicado al verdadero, cúmpleme declarar que si esto ha sucedido, lo deploro. No doy a ninguna de las palabras contenidas en mi libro otra significación que la que pueda acordarse con la fe cristiana y con las enseñanzas de la Iglesia Católica, a las cuales me glorio de vivir sometido.
A. P. V.
I.
DESDE LA CALLE
Dentro del soportal la gente se estrujaba sin compasión: cada cual hacía prodigios de habilidad para burlar la ley física de la impenetrabilidad de los cuerpos, reduciendo el suyo a un volumen imaginario. La noche era densa y oscura como pocas. Los pies de los curiosos se buscaban en las tinieblas, y al encontrarse prodigábanse caricias harto expresivas. Los codos de los unos, por secreto y fatal impulso, iban derechos a los ojos de los otros. El sujeto pasivo de tales caricias llevaba inmediatamente la mano al lugar del contacto, y solía exclamar ásperamente: «¡Bárbaro! ¡Ya podía usted…!» Pero un enérgico chiis chiis de la muchedumbre le obligaba a matar en flor su discurso. Y volvía a imperar el silencio. El silencio era a la sazón la necesidad más apremiante que sentían los vecinos de Nieva allí congregados. El menor ruido era considerado como acto sedicioso y castigado inmediatamente con un chicheo amenazador. Estaban prohibidas las toses y los estornudos, y con penas más aflictivas aún la risa y las conversaciones. Se sudaba muchísimo, aunque la noche no era de las más templadas de otoño.
En los soportales de las casas de enfrente acaecía poco más o menos lo mismo; pero en la calle había poca gente, porque estaba cayendo pausadamente una agua menudísima que los vecinos de Nieva se habían acostumbrado a no despreciar, pues a la postre, y a pesar de sus modos blandos y sutiles, moja como cualquiera otra. Sólo unas cuantas personas con paraguas y algunas otras que, no teniéndolo, se amparaban de su filosofía permanecían a pie firme en medio del arroyo.
Los balcones de la casa de Elorza se hallaban entreabiertos, y por la abertura salía una viva y regocijada claridad que tornaba aún más triste la noche oscura y húmeda del exterior. También salían por intervalos torrentes de notas armoniosas desprendidas de un piano.
La casa de Elorza era la primera de una calle estrecha y larga y guarnecida por ambos lados de soportal, como casi todas las de la villa de Nieva. Su fachada más importante miraba, pues, a esta calle; pero tenía otra con balcones a la plaza del pueblo, que era amplia y hermosa como la de una ciudad. Aunque la oscuridad no nos permite descubrir exactamente el aspecto de la casa, se puede asegurar que es un edificio de piedra labrada y de un solo piso, con espacioso soportal, cuya arquería elegante y soberbia declara desde luego la jerarquía de sus dueños. Este soportal, que bien merece los honores de pórtico, contrasta notablemente con el de las casas que le siguen, bajo y estrecho, y sostenido por pilares redondos y toscos sin ornamento alguno. También se observa la misma diferencia en el piso, que en el soportal de que hablamos es de losa bien aderezada, mientras los demás ofrecen solamente un incómodo pavimento empedrado de guijarros. Sin osar, por tanto, llamarla un palacio, no es aventurado afirmar que aquella mansión había sido construidaa por una persona principal para su exclusivo uso y regalo. La circunstancia de tener sólo un piso, bien claramente lo decía. Exige la verdad que manifestemos asimismo que el arquitecto había dado pruebas de buen gusto al trazar el plano del edificio, pues sus proporciones no podían ser más elegantes y correctas. Pero lo que más saltaba a la vista en él, sin duda alguna, era cierto bienestar amable y aristocrático, exento de presunción que, aunque lograse inspirar envidia, no despertaba ciertamente en el corazón de la plebe los odios y rencores que excita siempre la opulencia soberbia.
El ceñudo firmamento dejaba caer sin cesar toda la ceniza húmeda y fría de que estaban preñadas sus nubes. Las sombras envolvían y borraban los contornos de la casa, amontonándose en lo interior de los arcos y en los huecos de sus molduras de piedra; pero no intentaban siquiera acercarse a la abertura luminosa y feliz de los balcones, que las rechazaba con espanto. Miraban furtivamente el dorado paraíso de lo interior, y roídas por la envidia descargaban su indignación acuosa sobre la cabeza de los filósofos que escuchaban al descubierto.
El apiñado grupo de curiosos que se guarecía en los soportales de enfrente no apartaba los ojos de aquellos balcones, mientras los que se agrupaban debajo de los arcos de la casa, careciendo de tal recurso, ateníanse exclusivamente a sus orejas, cuya capacidad receptiva procuraban perfeccionar colocando la palma de la mano por detrás de su pabellón y doblándolo un poquito hacia adelante. La oscuridad era grande en ambos soportales, porque los faroles del municipio despedían sus pálidos rayos a respetable distancia. Sólo servían para esclarecer en apartados parajes de la plaza un círculo bastante reducido, produciendo reflejos tristes sobre las piedras mojadas del suelo. Entre las sombras brillaba de vez en cuando el fuego de un cigarro, que con su lumbre roja iluminaba un instante los bigotes del fumador. Allá a lo lejos, en la esquina, aun permanecía abierta una tienda de quincalla; mas podía verse la sombra del dueño cruzar con frecuencia por delante de la puerta arreglando ya sus cosas para cerrarla. En el piso principal de la misma casa, los balcones se hallaban abiertos de par en par. Por ellos salían voces, risas desentonadas y chasquidos de bolas de billar, que afortunadamente llegaban muy debilitados al soportal. Era el café de la Estrella, concurrido hasta las altas horas de la noche por una docena de indefectibles parroquianos. Reinaba, pues, silencio, aunque no podía evitarse el zumbido particular que origina la aglomeración de gente en un sitio, producido por el roce de los pies, el movimiento de los cuerpos, y sobre todo por las frases reprimidas que en tono de falsete dejaban caer los unos en los oídos de los otros.
El piano, en el momento de dar comienzo la presente historia, preludiaba con sonidos vibrantes el allegro apasionado de la Traviata «gran Dio, morir si giovine». Terminado el preludio, empezó un