Marta y Maria. Armando Palacio Valdés
sin cesar y derrochaban su ingenio para entretener a la magnánima señora y a las tres o cuatro amigas que tomaban parte en la conversación. El torrente de fusas y semifusas que salía del piano colocado en un ángulo del salón llenaba su recinto y apagaba enteramente el cuchicheo de las conversaciones. A veces, sin embargo, cuando los dedos del pianista herían suavemente las teclas en algún pasaje, se oía el ruido áspero de los abanicos al abrirse y cerrarse y sobre el murmullo tenue y confuso de los imprudentes que charlaban se percibía súbito una palabra o una frase entera que hacía volver con disgusto la cabeza de los que formaban detrás del piano. El calor era grande, a pesar de hallarse entreabiertos los balcones. La atmósfera, sofocante y cargada de un desagradable olor, mezcla del perfume de pomadas y esencias con los efluvios de los cuerpos que ya transpiraban. En esta mixtura de olores predominaba el aroma acre de los polvos de arroz.
Doña Gertrudis, según costumbre cotidiana, se había dormido profundamente en la butaca. Tenía fuero de enferma y nadie se lo tomaba a mal. Isidorito levantose silenciosamente y fue a arrimarse a la puerta del gabinete. Desde aquella posición inexpugnable comenzó a lanzar miradas abrasadoras, largas y profundas sobre la señorita de Morí, que recibió los fuegos de la batería con una calma heroica. Isidorito había amado a la señorita de Morí desde que tuvo conocimiento de lo que eran dotes y bienes parafernales, asombrando después por su fidelidad a toda la villa. Aquella pasión había hecho presa de tal suerte en su alma, que jamás se le vio cruzar la palabra ni dirigir una mirada incendiaria a otra mujer que no fuese la citada señorita.
Pero Isidorito, contra lo que pudiera creerse dados sus vastos conocimientos jurídicos y su formalidad no menos vasta, experimentaba una leve contrariedad en sus amores. La señorita de Morí tenía por costumbre prodigar sonrisas amables a todo el mundo, derrochar miradas largas y apasionadas con todos los jóvenes de la población; con todos… menos con Isidorito. Esta conducta inexplicable no dejaba de causarle algunas inquietudes, obligándole a meditar frecuentemente sobre la sabiduría de los legisladores romanos que jamás quisieron otorgar capacidad jurídica a la mujer. Había sido nombrado recientemente fiscal municipal del distrito, lo cual, al constituirle en autoridad, le daba gran prestigio entre sus convecinos. Pues bien, la señorita de Morí, lejos de dejarse fascinar por la nueva posición de su apasionado, pareció encontrar ridículo tal nombramiento, a juzgar por el empeño con que desde entonces trató de evitar toda comunicación visual con él. Pero nuestro joven no se dejó abatir por estas nubecillas tan frecuentes entre enamorados y continuó bloqueando, unas veces por medio de pláticas eruditas y otras con actitudes lánguidas y románticas, la carita redonda y los tres mil duros de renta de la inquieta damisela.
Al lado de Marta cierto joven ingeniero que acababa de llegar de Madrid convertía en un edén con su charla insinuante y graciosa la tertulia que se había formado para escucharle. Era una tertulia o petit comité, como lo llamaba el ingeniero, compuesta exclusivamente de damas, donde el núcleo estaba constituido por tres señoritas de Ciudad.
– Eso no es más que una galantería de usted, Suárez— dijo una señora.
– ¡Ya se ve!– repitieron varias.
– Es la pura verdad, y cualquiera que haya vivido allí algún tiempo lo podrá decir. En Madrid no hay términos medios: o las mujeres son totalmente hermosas o totalmente feas. No hay el conjunto de rostros agradables y simpáticos que aquí veo. Porque no les extrañará a ustedes que les diga que el número de feas es allí mucho mayor que el de hermosas.
– ¡Bah! ¡bah! En Madrid es donde se encuentran las mujeres más bonitas y, sobre todo, más elegantes.
– Eso ya es otra cosa: elegantes, sí; pero bonitas, no paso por ello.
– Pues aunque usted no pase.
– Señoras, hay una razón para que ustedes sean más bonitas que las madrileñas: es una razón que pueden apreciar mejor los que, como yo, se han dedicado a las bellas artes. Aquí hay el color y la forma, que allí no existen. Esta noche, afortunadamente, tengo ocasión de observarlo y de establecer comparaciones que resultan muy favorables para ustedes. Ahora que nos permiten contemplar lo que ordinariamente cubren con tal cuidado, puedo asegurar que ustedes tienen forma de mujer, la forma que tanto admiramos en las estatuas griegas y en las pinturas flamencas, mórbida, blanca, transparente, mientras que al entrar en un salón de Madrid no se tropieza más que con esqueletos en traje de baile…
Las señoras rieron, tapándose la cara con los abanicos.
– ¡Qué lengua, qué lengua tiene usted, Suárez!
– No me sirve más que para decir lo que es cierto. Las niñas de Madrid me hacen el efecto de sombras chinescas. En ustedes encuentro seres visibles, palpables… y hasta confortables.
Marta observó que la bujía de un candelabro se estaba concluyendo y que iba a hacer estallar la arandela de cristal. Se levantó y fue a apagarla con un soplo. Después, al sentarse nuevamente, lo hizo en sitio distinto.
El pianista terminó sin novedad su sinfonía. Las conversaciones cesaron de golpe. Algunos batieron las palmas y otros dijeron: «¡Muy bien, muy bien!» Ninguno le había escuchado. El pianista se creyó indemnizado de sus fatigas, y asomando la cara ruborosa por encima del piano, dio las gracias a la sociedad con sonrisa triunfal. Un joven que traía el pelo sobre la frente al estilo de los elegantes de Madrid aprovechó este momento de felicidad para obligarle a tocar un vals-polca.
Desde los primeros acordes se pudo notar extraordinaria agitación en la juventud de las puertas, que se enervaba a ojos vistas por la falta de ejercicio. Algunos empezaron a meterse los guantes apresuradamente; otros se aliñaron los cabellos con la mano y apretaron el nudo de la corbata. Uno preguntó con voz alterada:
– Es mazurca, ¿verdad?
– No; es vals-polca.
– ¿Cómo vals-polca?
– ¿No lo estás oyendo?
– ¡Ah, sí, es verdad! ¡Pues, señor, ese bruto del piano se empeña en que yo no baile con Rosario esta noche!
Todos parecían inquietos y nerviosos como si fuesen a entrar en fuego. Los más atrevidos salieron con paso rápido al medio de la sala y se acercaron a las jóvenes, disimulando su emoción con una sonrisa petulante. Cuando la señorita invitada se levantaba para apoyarse en su brazo, empezaban a sentirse dueños de sí mismos. Otros menos osados daban tres o cuatro chupadas intensas al cigarro, despidiendo el humo hacia el pasillo, y, después de arrojar la punta, se dirigían pausadamente hacia alguna joven de las menos agraciadas, que les pagaba su atención con una sonrisa henchida de promesas amables. Los más cobardes forcejeaban con los guantes buen rato y concluían por rogar a algún señor grave que les abrochase los botones. Terminada la operación y al disponerse a bailar, se encontraban con que no había ninguna muchacha sentada. Entonces se resignaban a bailar con alguna mamá.
Una en pos de otra, todas las parejas rompieron el baile. Marta permaneció sentada. Dos o tres pollastres habían venido muy almibarados y dándose aires de protección a invitarla, pero les contestó que no sabía bailar. El motivo verdadero de la negativa era que a su padre no le gustaba que empezase tan niña a figurar en sociedad. Quedose, pues, mirando atentamente cómo daban vueltas los demás. Sus grandes ojos negros se iban posando con plácida expresión sobre cada una de las parejas que por delante de ella cruzaban. Algunas le interesaban más que otras, y las seguía con la vista. Las actitudes, los movimientos y la traza de ellas eran tan distintos que ofrecían estudio curioso. Un joven largo y delgado doblaba cuanto podía el espinazo para abrazar a una señorita diminuta que se empinaba sobre la punta de los pies. Una dama ajamonada y obesa se apoyaba lánguidamente sobre el hombro de un muchacho, embadurnándole la levita con el blanco cera de Circasia. Algunos, como Isidorito, no llevaban compás de ninguna clase, y pisaban con frecuencia a sus parejas, que concluían por declararse fatigadas y pedir tregua. Otros lo marcaban con fuertes taconazos, estropeando la alfombra. A éstos les miraba Marta con cierta mala voluntad de ama de casa. Al cabo de un rato los rostros empezaron a reflejar el cansancio, poniéndose rojos o pálidos, según el temperamento de cada uno. Con la boca entreabierta, las mejillas inflamadas y la frente cubierta de sudor, no ofrecían otra expresión que la de la estupidez más cumplida.