Marta y Maria. Armando Palacio Valdés
corrió por encima de ellos.
– Es María— dijeron tres o cuatro, esperando que no les oyese más que el cuello de la camisa.
– ¡Ya era tiempo!– apuntó uno en voz algo más alta.
– Ésta sí que canta en la mano, ¡olé!, y no el otro bestia de la fábrica de conservas— exclamó un tercero todavía más indiscreto.
– ¡Tengan ustedes la bondad de callarse, señores, para que podamos oír!– gritó una voz irritada.
– ¡Que se calle ése!
– ¡Fuera!
– ¡Silencio!
– ¡Chis, chiis, chiis!
– ¡Siempre he dicho que no hay gente peor educada que la de este pueblo!– volvió a exclamar la voz colérica.
– ¡Cállese usted!
– ¡No sea usted estúpido, hombre!
– ¡Chis, chiis, chiis!
Al fin callaron todos y pudo oírse la fogosa melodía de Verdi, interpretada con singular delicadeza. La voz femenina que salía por los entreabiertos balcones rasgaba la atmósfera acuosa del exterior vibrando con fuerza por el ámbito de la plaza y yendo a perderse en las encrucijadas de la villa. La soledad y tristeza de la noche aumentaban el poder y la extensión de aquella voz amable, ¡amable sobre todo elogio! Para un inteligente de los que se sientan embozados en la escalerilla del paraíso del Teatro Real, es posible que no fuese la cantante un prodigio de maestría en el atacar, filar y trinar las notas; mas para los que no se ven atormentados por escrúpulos filarmónicos, puede afirmarse que cantaba muy bien y que poseía especialmente una voz hechicera, de timbre apasionado que llegaba hasta lo profundo del alma.
Los curiosos de ambos soportales, lo mismo que los filósofos del arroyo, daban pruebas inequívocas de hallarse conmovidos. La afición a la música en los pueblos ofrece siempre un carácter más violento e impetuoso que en las capitales. Quizá se deba a que en éstas anda prodigada en demasía por iglesias, teatros y salones, mientras en aquéllos sólo alguna que otra vez pueden gustarla. Nadie chistaba ni se movía un punto de su sitio. Con la boca entreabierta y la mirada perdida seguían extáticos el curso de aquella melodía desesperada en que Violeta se lamentaba de morir después de haber penado tanto. Los más sensibles empezaban a soltar lágrimas, recordando alguna aventura galante de su vida juvenil. El cielo seguía dejando caer, inflexible, su depósito inagotable de polvo líquido. Dos de los filósofos del arroyo se palparon la ropa, sacudieron el sombrero y, lanzando una sorda imprecación a los elementos, vinieron a refugiarse al soportal, produciendo al llegar leve disturbio entre sus convecinos.
Algo alejados de ambos grupos y arrimados a una columna, se percibían no muy distintamente tres bultos menudos, con los cuales necesitamos poner al lector en relación por breves instantes. Uno de ellos sacó una cerilla para encender el cigarro, y aparecieron tres rostros de catorce o quince años, frescos, risueños y maliciosos que volvieron a borrarse al morir el fósforo.
– Oye, Manolo— dijo uno apagando todo lo posible la voz— , ¿quién te ha dado esa boquilla?
– Pues se la he limpiado a mi hermano.
– ¿Es de ámbar?
– De ámbar y espuma de mar: le ha costado tres duros en Madrid.
– ¡Pobre de ti si llega a saber que has sido tú…!
– Calla, tonto. ¿Para qué está el criado en casa, sino para pagar estas culpas?…
Un sujeto que estaba más cerca que los demás, les mandó callar ásperamente. Los chiquillos obedecieron. Mas de pronto dijo Manolo con voz apenas perceptible:
– Escuchad, muchachos. ¿Queréis que yo deshaga esto en un instante?
– ¡Sí, Manolo; sí, Manolo!– repusieron precipitadamente los otros, que, por lo visto, tenían gran confianza en las facultades destructoras de su compañero.
– Pues vais a ver; estaos quietos ahí.
Y apartándose poco trecho de ellos se agazapó al lado de una puerta y soltó tres chillidos descomunales, idénticos a los que lanzan los perros cuando se les castiga. Un ladrido inmenso, furioso, universal, resonó inmediatamente por los espacios. Los perros todos de la población, unidos y compactos como un solo mastín, protestaban enérgicamente contra la pena infligida a un semejante suyo. El canto de María se perdió completamente dentro de aquel formidable ladrido. La multitud que escuchaba experimentó dolorosa sacudida, se agitó tumultuosamente unos instantes, lanzó exclamaciones incoherentes contra los malditos animales, trató de imponerles silencio a gritos, y, por último, visto lo inútil de sus esfuerzos, se resignó a esperar que cesasen. Los ladridos, en efecto, se fueron extinguiendo paulatinamente, haciéndose cada vez más raros y lejanos. Sólo el perro del comercio de quincalla, que acababa de cerrarse, continuó algún tiempo ladrando con furia. Al fin también éste cesó, aunque muy a disgusto. El canto de la moribunda Violeta volvió a escucharse, puro y límpido como antes. Los oyentes tornaron a reanudar las suaves emociones que les había producido, si bien un poco inquietos y nerviosos, como si temiesen a cada instante verse privados de aquel placer.
Manolo se acercó a sus compañeros ahogando la risa y fue recibido también con risas y aplausos ahogados.
– Anda, Manolito, chilla otra vez.
– Esperad, esperad un poco; hace falta que estén descuidados.
Pasado un rato, Manolo se alejó de nuevo cautelosamente, y, rodeando el grupo, fue a situarse en el extremo opuesto. Desde allí lanzó otros tres lamentos como los anteriores, y el mismo ladrido atronador pobló el espacio respondiendo a ellos. La muchedumbre se alborotó nuevamente, pero con mucho mayor estrépito. Todos hablaban a un tiempo y lanzaban furiosas exclamaciones.
– ¡Esto es horrible!
– ¡Vaya un concierto que nos están dando esos condenados de perros!
– ¡El perro que chilla es el que tiene la culpa!
– ¡Maldito!…
– ¡Condenado!…
– ¡Silencio, silencio, que ya se oye algo!
– ¡Qué se ha de oír!… ¡Maldita sea mi suerte!
– ¡Silencio, silencio!
– ¡Chis, chiis, chiiiiis!
Los perros fueron callando uno en pos de otro cuando lo tuvieron por oportuno, y poco a poco se fue restableciendo la calma. El cántico de Violeta tornó a aparecer lleno de dulzura melancólica y de pasión. La voz de María sollozaba de tal suerte al interpretarlo, que el corazón se oprimía y las lágrimas brotaban en los ojos. Un solo perro, el del comercio de quincalla, siguió ladrando con persistencia sumamente incómoda, pues la voz de la cantante no acababa de llegar a los oídos del público con la debida pureza. Un hombre con garrote en mano se destacó del grupo, y expuesto a la intemperie, atravesó la plaza para hacerle callar; mas el perro olió en seguida la caña y puso pies en polvorosa. El hombre se metió otra vez en el soportal. Al fin reinaba completo silencio en la plaza y los aficionados disfrutaban a su sabor del concierto de los señores de Elorza.
¿Qué había sido de Manolo? Sus compañeros le aguardaban hacía rato para tributarle los elogios a que se había hecho acreedor; pero no acababa de aparecer.
El más pequeño preguntó, al fin, tímidamente, al otro:
– Di, ¿qué le harían si le cogiesen chillando?
– Pues nada: le administrarían un poco de jarabe de bastón.
El que había hecho la pregunta se estremeció levemente y guardó silencio.
– Pero ¡ca!– continuó el otro— , no le han cogido, no. ¡Bueno es él para dejarse atrapar!
En este momento Manolo lanzó dos gritos más rabiosos aún desde el soportal de enfrente, y con la misma rabia contestaron ladrando los perros de la vecindad. No es posible describir lo