Marta y Maria. Armando Palacio Valdés

Marta y Maria - Armando Palacio Valdés


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para la raza canina. La confusión y el desorden se apoderaron de todas las cabezas. Los pechos no respiraban más que venganza y exterminio.

      – ¡Matad a ese perro indecente!– gritó una voz dominando el tumulto.

      – ¡Sí, sí, rompedle el espinazo!– repuso otro buscando ya el género de muerte más adecuado.

      – ¡Ese perro, ese perro!

      – Pero ¿dónde está ese maldito?

      – Buscadlo y rompedle el espinazo.

      – Y si no se encuentra el perro, rompédselo al amo.

      – ¡Mala centella los mate a los dos!

      El alboroto había subido de tal suerte y la gritería era tan escandalosa, que algunos balcones de la vecindad dejaron escapar un chirrido y se abrieron discretamente. Las cabezas investigadoras que por ellos asomaron, no logrando enterarse de lo que ocurría y temiendo resfriarse, se retiraron al instante. En la casa de Elorza se asomaron tres o cuatro personas, que también se metieron velozmente, y ¡oh dolor!, al retirarse cerraron tras sí los balcones.

      – ¡Ea, ya oímos lo que teníamos que oír!

      – ¿Han cerrado los balcones?

      – Sí, señor, los han cerrado y han hecho perfectamente.

      De aquella muchedumbre salió un suspiro apagado de fatiga y de rabia. Hubo silencio durante un momento, como tributo rendido a sus esperanzas muertas. Nadie se movía de su sitio. Al fin uno dijo en alta voz:

      – Señores, buenas noches y divertirse. Me voy a la cama.

      Este saludo les sacó de su estupor. Los grupos empezaron a disolverse lentamente, no sin lanzar coléricas exclamaciones. Algunas personas se alejaron caminando dentro de los soportales. Otras atravesaron la plaza con los paraguas abiertos. Los menos, permanecieron en el mismo sitio haciendo interminables comentarios sobre lo que acababa de ocurrir. Al fin quedó una media docena de curiosos, que, fatigados de murmurar en aquel paraje, se fueron a hacer lo mismo al café de la Estrella. Mientras salvaban la distancia que mediaba entre el soportal y el café, una voz irritada, la misma que había protestado contra la mala educación de aquel pueblo, decía con más cólera aún:

      – ¡Siempre he dicho que no hay perros peor enseñados que los de esta villa!

      II.

      EL SARAO DE LOS SEÑORES DE ELORZA

      – ¡Qué lástima, Isidorito, que usted no hubiese estudiado para médico! ¡No sé por qué se me figura que habría de tener usted mucho ojo para las enfermedades!

      El joven se ruborizó de placer.

      – Doña Gertrudis, me honra usted demasiado; no tengo otro mérito que el de fijarme bien en lo que traigo entre manos, lo cual me parece de absoluta necesidad en cualquier carrera a que uno se consagre.

      – Tiene usted muchísima razón. Lo primero es fijarse en lo que se tiene delante y no andar pensando en musarañas. Y si no, aplique usted el cuento a don Máximo. No se le puede negar mucha sabiduría y buen deseo, pero tiene la desgracia de no fijarse en nada de lo que le dicen, y por eso no da casi nunca en el clavo. ¿Quiere usted decirme, Isidorito, cómo es posible que acierte a curar un hombre que cuando el enfermo le está contando lo que padece se pone a tajar un lápiz o a tocar el tambor con los dedos? ¡Usted no sabe lo que yo he sufrido por su causa! ¡Que Dios no le tome en cuenta el mal que me ha hecho! Mi marido le quiere mucho… y yo también, no vaya usted a creer… En medio de todo es un buen sujeto, y hace veinticuatro años que entra en casa; pero hay que decir la verdad aunque cueste trabajo: el pobre señor tiene la desgracia de no fijarse…, de no fijarse poco ni mucho.

      – Exacto, exacto. Don Máximo carece, a mi juicio, de las dotes de observación indispensables para el arte que ejercita. Quizá se sorprenda usted de que califique de arte a la medicina en vez de ciencia: es una opinión particular mía que estoy dispuesto a sostener contra cualquiera, lo mismo en privado que en público. La medicina, a mi juicio, no es otra cosa todavía que una profesión empírica, puramente empírica. Repito que es una opinión particular y que, como tal, la expongo; pero abrigo la confianza de que será muy pronto una verdad universalmente aceptada.

      – La verdad es, Isidorito, que a mí no acaba de entenderme. Anteayer pasé todo el día con un ruido en la cabeza, como si estuviese tocando dentro de ella una banda de tambores. Al mismo tiempo esta rodilla izquierda se me había inflamado de tal modo que no pude ir siquiera desde mi cuarto al comedor. Le mandé recado a don Máximo, y hasta el oscurecer no vino. Le digo a usted que pasé un día cruel, y que si no hubiera sido por unos parches de sebo, que a medianoche me puso mi hija Marta en las sienes, me hubiese muerto sin remedio, porque don Máximo no tuvo por conveniente mandar encender luz siquiera para verme.

      – Lo que usted indica corrobora más y más mi aserto. Vea usted cómo los remedios caseros, administrados sin otro discernimiento que el que comunica la rutina, por los resultados obtenidos en una larga serie de casos, obran a veces sobre el organismo de modo más favorable que una medicación científica. No acaece otro tanto en nuestra profesión, señora, donde todos los casos que puedan ocurrir están de antemano previstos por las leyes o por la jurisprudencia elevada a la categoría de ley. No hay un solo litigio que no tenga ya su resolución adecuada en los códigos civiles, ni puede cometerse absolutamente ningún delito o falta que no esté comprendido en algún artículo del Código penal. Y para que jamás pueda quedar nada al libre arbitrio de los tribunales (excepto la interpretación usual), tenemos como derecho supletorio el canónico, que es un abundante venero de reglas de conducta, aunque basadas todas ellas principalmente en la equidad.

      – Cierto, cierto, Isidorito. Los médicos no entienden absolutamente una palabra. Si yo pudiese meter en frascos otra vez las medicinas que he tomado, podía muy bien abrir botica. Ya ve usted que estoy como el primer día… ¡Lo mismo que el primer día!…, sin adelantar un paso siquiera… Dios me concede mucha resignación, que si no… Mire usted, ayer estuve regularmente, pero lo que es hoy, por ser día de mi santo, me encuentro fatal, fatal… Un desasosiego en todo el cuerpo…, un hormigueo en las piernas…, un ruido en los oídos… Usted, que tiene tanto talento, ¿no sabría lo que es este ruido en los oídos?

      – Señora, yo creo…, ejem…, que esa enfermedad obedece a un estado puramente nervioso… Las alteraciones nerviosas son tan variadas y extrañas…, ejem…, que no es posible someterlas a principios fijos, sino más bien conviene no sentar ninguna regla y estudiarlas en detalle, o sea cada una de por sí.

      Trabajo le costó, pero al fin salió del paso. Isidorito era un muchacho macilento y encogido, con hondos y precoces surcos en las mejillas, de pelo ralo y ojos saltones. Se le tenía por uno de los jóvenes más formales o acaso el más formal de la villa y servía siempre de espejo a los padres de familia para afear la conducta de sus hijos calaveras:– «¿No ves a Isidorito qué bien se produce en sociedad, y con qué aplomo habla sobre todas las cuestiones?»– «¡Ah, si tú fueses como Isidorito, qué vejez tan dulce me harías pasar!»– «¡Vergüenza te había de dar que Isidorito se hubiese hecho doctor hace ya cuatro años, y tú no hayas logrado graduarte de licenciado todavía, zopenco!»

      Doña Gertrudis, esposa del señor don Mariano de Elorza, dueño de la casa en que nos hallamos, está sentada, o por mejor decir, recostada en un sillón al lado de Isidorito. Aunque no pasaba de cuarenta y cinco años de edad, representaba casi tantos como su marido, que frisaba ya en los sesenta. En su rostro descaecido y marchito, sin embargo, no se habían borrado aún enteramente los rasgos de una belleza excepcional, que había dado mucho que decir allá por los años de 1846 al 48, y que le valiera multitud de romances, sonetos y acrósticos de los más eminentes poetas de la villa, insertos en un periódico semanal que entonces se publicaba en Nieva con el título de El Judío Errante. Doña Gertrudis guardaba con gran esmero una colección lujosamente encuadernada de Judíos Errantes y solía asegurar a los amigos que si el joven que firmaba sus acrósticos con una V y tres estrellas no hubiese fallecido de una tisis galopante, sería a la fecha el poeta a la moda, y que si otro muchacho, llamado Ulpiano Menéndez, que se ocultaba bajo el seudónimo de El Moro de Venecia,


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