Marta y Maria. Armando Palacio Valdés

Marta y Maria - Armando Palacio Valdés


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hiciesen. Marta cerraba de vez en cuando los ojos, y de esta suerte evitaba el mareo que empezaba a acometerle.

      Al fin dejó de sonar el piano repentinamente. Las parejas, en virtud del impulso adquirido, dieron otros tres o cuatro saltos sin música, lo cual hizo sonreír a Marta. Antes de sentarse, las muchachas pasearon unos momentos por el salón de bracero con sus galanes, anudando alguna rota e interesante plática. El pianista recibía las gracias efusivas del pollastre del pelo por la frente. Al cabo, las damas fueron sentándose en sus respectivos sitios, y los galanes se replegaron de nuevo hacia las puertas, limpiándose el sudor con el pañuelo. Los que habían bailado con las bellezas de la sala tenían la cara resplandeciente de felicidad y acogían, sonriendo, las bromitas de sus amigos, mientras los que habían apechugado con las feas, un tanto mohínos, ponían por las nubes la destreza en el baile de sus parejas.

      El joven del pelo por la frente inició la idea de que cantase don Serapio, y recorrió los diversos grupos del salón haciendo propaganda instantánea y satisfactoria de tan feliz pensamiento.

      – Sí, sí, que cante don Serapio.

      – Que cante don Serapio, que cante don Serapio.

      – ¡Señores, por Dios! Estoy sumamente acatarrado.

      – Mil gracias, señoras, mil gracias. Quisiera poseer en este momento la voz de un ángel, porque los ángeles sólo deben escuchar a los ángeles.

      El piropo produjo excelente efecto en la parte femenina del salón. La parte masculina lo recibió con sonrisas burlonas.

      – Siempre hemos tenido gusto en escucharle; ya lo sabe usted.

      – Porque siempre va unida a la belleza la bondad. Los rostros son espejo de las almas, suelen decir, y si esto es cierto, ¿cómo no han de ser ustedes benévolas conmigo?

      El segundo piropo fue recibido también con risas de complacencia por las señoras. Los hombres continuaron sonriendo malignamente.

      – A cantar, a cantar, don Serapio.

      – ¡Pero si no tengo nada ensayado!… No sé cómo arreglarme para corresponder a tanta bondad… Además, estoy ronco.

      Don Serapio se hizo de rogar todavía algún tiempo. Por último se fue acercando al piano rodeado de señoras, a quienes dirigía sonrisas y palabras llenas de almíbar, y terminó por sacar disimuladamente un rollo de papeles de música que traía en el bolsillo interior de la levita. El pianista se hizo cargo al instante de la maniobra, y le ayudó, quitándoselo rápidamente de la mano.

      – Don Serapio, va usted a cantar…, va usted a cantar… la romanza Lontano a te— dijo, desplegándola sobre el atril.

      – ¡Oh, por Dios! Es demasiado sentimental, y estas señoras no están ahora por el romanticismo…

      – Al contrario, don Serapio— exclamó una de las señoritas de Delgado— , las mujeres, en esta época de interés y de cálculo, somos las que debemos rendir culto al sentimiento y al corazón.

      – ¡Siempre tan linda como discreta!– manifestó el cantante inclinándose hasta el suelo.

      Comenzó a preludiar el piano. Don Serapio, antes de emitir nota alguna, arqueó repetidas veces las cejas y estiró cuanto pudo el cuello en señal de asentimiento. Pasaba de los cincuenta, aunque las pomadas, tinturas y cosméticos le diesen aspecto de joven a cierta distancia. De cerca, sus bigotes engomados a la perfección no bastaban a compensar las patas de gallo y arrugas de todo linaje que le cruzaban el rostro. Era fabricante de conservas alimenticias y solterón empedernido, no porque dejase de honrar al bello sexo y tenerle en gran estima, sino porque pensaba que el matrimonio era la muerte del amor y sus ilusiones. No había hombre más azucarado y mantecoso en conversación con las damas, ni jamás tuvo galán un surtido más numeroso de requiebros para soltarles. En casi todos ellos jugaba mucho papel el fuego de la pasión, la pérdida del albedrío, el aliento perfumado, los latidos del corazón y otras cuantas lindezas análogas, todas trasnochadas. Esto en cuanto a las señoras. En cuanto a las doncellas de labor y cocineras, no paraban aquí los galanteos de don Serapio. Se le consideraba como uno de los más terribles y dañinos seductores de este género; y era cosa bien sabida en Nieva que más de una vez y más de dos habían ido a la fábrica con algún tierno infante entre los brazos a armarle un escándalo mayúsculo, que él se había apresurado a conjurar con los rellenos de su gaveta. Ordinariamente hacía una vida arreglada, levantándose muy de mañana, yendo a la fábrica a despachar las cuentas y a inspeccionar el condimento de los pescados y mariscos y viniendo a eso de las cinco de la tarde a jabonarse y vestirse para emprender su paseo o sus visitas que no eran pocas, y que terminaban siempre a las once de la noche. La única lectura que le agradaba, las novelas de crímenes.

      La voz de don Serapio era poquita, pero desagradable, como decía un joven humorista de los que se arrimaban a las puertas. Nunca pudo averiguarse si era tenor, barítono o bajo. En cambio, cantaba con un sentimiento capaz de derretir a las piedras, del cual podía juzgarse por los movimientos infinitos de sus cejas y por la expresión de desconsuelo que tomaba su fisonomía así que se hallaba frente al piano. Nadie vio un rostro tan arqueado, estirado y compungido. La romanza Lontano a te, más que ninguna otra, tenía el privilegio de despertar su sensibilidad y dar a sus ojos expresión extremadamente amarga.

      Mientras el fabricante de conservas expresaba en italiano el dolor de hallarse lejos de su amada, la hija mayor de los señores de la casa seguía conversando en el paraje más retirado de la sala con un joven de fisonomía abierta y simpática, moreno, de ojos negros y bigote naciente.

      – Enrique no entendió bien mi encargo— decía el joven— . Yo le pedía que me remitiese un aderezo de valor y lo que me manda es medio aderezo vulgarísimo hasta más no poder; tanto, que pienso devolvérselo mañana mismo sin mostrártelo siquiera.

      – No te moleste más; es igual uno u otro.

      – ¡Cómo ha de ser igual! ¿De cuándo acá, señorita, se ha vuelto usted tan indiferente en asuntos de tocador? Estoy seguro de que si te trajese el dichoso aderezo reirías en grande.

      – No lo creas.

      – ¿Te figuras acaso que no me acuerdo de la burla que has hecho del sombrero que tu tía Carmen te regaló hace pocos días?

      – Hice mal en burlarme; pero tú haces también mal en echármelo en cara. La verdad es que, en resumidas cuentas, lo mismo da un sombrero o un aderezo que otro.

      – Corriente; dale expresiones. Te conozco bien y no me dejo engañar. El aderezo se devolverá y en su lugar vendrá otro a mi gusto y al tuyo… Dejemos el aderezo… Algo tenía que decirte y ya no me acuerdo… ¡Ah, sí! Es necesario que escribamos a tu tío Rodrigo, pues según la carta que de él recibí hoy, no sabe todavía el día en que nos casamos. Creo que debemos escribirle los dos en una misma carta, ¿no te parece?

      – Como tú quieras.

      – Bien, pues mañana, antes de comer, pasaré por aquí y lo haremos.

      Ambos callaron algunos instantes y atendieron al canto de don Serapio, que se lamentaba cada vez con acento más patético de la soledad y tristeza en que su dueño le tenía. Una de las señoritas de Delgado se llevó el pañuelo a los ojos, declarando en voz baja a los que estaban cerca que desde hacía poco tiempo se le saltaban las lágrimas por cualquier cosa.

      – ¡Qué majadero es este don Serapio! Con tanto mover la frente se le va a correr hacia atrás el peluquín.

      – No seas malo, Ricardo; ten un poco de caridad y déjale al pobre que goce sin ofender a Dios ni al prójimo.

      – No, lo que es por mí ya puede cantar hasta que reviente… Pero observo, niña, que te has vuelto muy moralista de algún tiempo a esta parte. ¿Tratas de hacerle competencia al cura de la parroquia?

      – Lo que trato es de que no seas murmurador. Si me quieres tanto como dices, no debían ofenderte mis consejos.

      – No me ofenden; todo lo contrario, los escucho siempre con gusto y los sigo… cuando puedo. Ya conoces mi genio y sabes que no puedo menos de hablar en broma. En fin, tiempo te queda


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