Marta y Maria. Armando Palacio Valdés
lo cual ponía de manifiesto que las distintas lectoras en cuyas manos había estado el libro habían tributado algunas lágrimas a las desdichas del héroe. Ya sabemos que una de las señoritas de Delgado lloraba con extrema facilidad. Las novelas que entonces leyó fueron, entre otras: Ivanhoe, La dama del lago, Maclovia y Federico o Las minas del Tirol, Saint Clair de las islas o Los desterrados a la isla de Barra, Oscar y Amanda, El castillo del Águila Negra, etc. Estas le hicieron gozar muchísimo más. Entró de lleno, con vida y alma, en la región de las quimeras deliciosas con que el ilustre Walter Scott y otros novelistas no tan ilustres solazaban a nuestros padres creando una Edad Media para su uso, poblada de trovadores y torneos, de hazañas estupendas, de castillos góticos, de héroes y de amores invencibles. Lo que más seducía a la señorita de Elorza era la inquebrantable constancia de afectos que los protagonistas de aquellas novelas manifestaban siempre. Ya fuese varón o hembra, cuando una pasión amorosa les prendía no había que empeñarse en llevarles la contraria, porque todo era inútil. Al través de la oposición de los padres y tutores, y por encima de las asechanzas que les tendían, los amantes desdeñados, purificados con mil pruebas diversas, padeciendo mucho y llorando mucho más, al cabo salían siempre triunfantes. Y bien lo merecían. La señorita de Elorza prometía secretamente en el santuario de su alma guardar la misma fidelidad al primer novio que la Providencia le deparase, e imitar su fortaleza en las adversidades.
Cada una de aquellas novelas dejaba huella duradera en su juvenil espíritu, y durante algunos días, en tanto que los personajes de otra no lograban cautivarla, pensaba sin cesar en los hermosos milagros que el amor de la heroína, puro como el diamante y tan firme, había realizado. Y tomando la acción donde el novelista la había dejado, que era siempre en el acto de celebrarse las bodas de los atribulados amantes, la proseguía en su imaginación fingiéndose con todos sus pormenores la vida venturosa que los esposos llevarían rodeados de sus hijos y recorriendo con las manos enlazadas los sitios donde tan frecuentemente habían caído sus lágrimas. Nuestra joven ansiaba que una de estas pasiones irresistibles y lacrimosas se apoderase de su corazón, pero no concebía que ningún joven de los que visitaban su casa vestidos de chaquet o americana lograse inspirársela. Para ella el amor tomaba siempre la forma de un guerrero y se le representaba con casco y loriga viniendo jadeante y cubierto de polvo, después de haber sacado a su competidor fuera de la silla de un bote de lanza, a doblar la rodilla delante de ella para recibir la corona de su mano, que después besaba con ternura y devoción. Otras veces, despojado del casco y con disfraz de villano, pero dejando adivinar por su gallardo porte la nobleza y bravura de su sangre, llegaba por la noche al pie de la torre y entonaba, acompañándose con el laúd, preciosas endechas en que la invitaba a huir con él por los campos hasta algún castillo ignorado, lejos de la tiranía de su padre y del esposo aborrecido que le quería dar. La noche estaba obscura, los centinelas del castillo narcotizados con un filtro, la escala colgada ya de la ventana y los raudos corceles piafaban no muy lejos… «¿Qué aguardas, dueño mío, qué aguardas…?» María oía tocar suavemente a los cristales, y más de una vez se había levantado del lecho con los pies desnudos a cerciorarse de que no era su guerrero, sino el viento, quien la llamaba suspirando. Por aquella época no podía ver durante la noche cruzar un bote hacia el puerto sin estremecerse. El misterio que guarda siempre una embarcación que se divisa entre las sombras le hacía pensar vagamente en una celada tendida por algún amante ignorado y brutal que, temiendo ser desairado, quería arrebatarla por la fuerza de su casa, y arrastrarla a lejanas riberas donde pudiese satisfacer con ella sus bárbaros deseos. Necesitaba observar que el bote atracaba sosegadamente en el muelle y descargaban de él algunos barriles y cajones para sentir desvanecerse su ilusión.
Pero la novela que más honda impresión le produjo fue sin disputa la titulada Matilde o Las cruzadas. Ésta, mejor que ninguna otra, consiguió trasladar su espíritu a la época singular y brillante que representaba, haciéndola asistir a aquella lucha heroica trabada debajo de los muros de Jerusalén. Fácil es de concebir, no obstante, que no eran las batallas entre infieles y cristianos lo que más la interesaba de la relación, sino aquel amor extraño, inverosímil, tanto como tierno y fogoso, que prendió en el corazón de la heroína hacia uno de los guerreros moros que usurpaban el sepulcro del Señor. La señorita de Elorza disculpaba y hasta aplaudía con toda su alma esta pasión, donde el pecado de amar a uno de los más terribles enemigos de Cristo prestaba mayor atractivo y un sabor más picante. ¡Cómo no apasionarse de aquel ínclito Malec-Kadel tan fiero y terrible en los combates, tan tierno y sumiso con su dama, tan noble y generoso en todas ocasiones! ¡Ah, si ella hubiera estado en lugar de Matilde, hubiera amado del mismo modo a despecho de todas las leyes humanas y divinas! Este moro fue el personaje que más la sedujo en toda su vida, hasta el punto de inspirarle un cuadro muy bonito en que lo representaba sobre la cubierta del buque donde iba con Matilde, salvándola de las garras de sus enemigos, teniéndola protegida con la mano izquierda y cercenando cabezas con la derecha, como quien siega mieses en verano. Cuando mejor pudo comprobarse este entusiasmo fue a la llegada de un turco a Nieva vendiendo objetos de nácar y babuchas. Quedó tan sorprendida al verle pasar por delante de casa y a tal punto excitada su curiosidad que no paró hasta trabar relación con él, haciéndole sufrir largo interrogatorio acerca de la campiña de Jerusalén, donde se efectuaron las escenas amorosas que tan impresionada la tenían, de las costumbres, de los trajes y del gobierno de los agarenos. Mas el turco, ya porque no tuviese humor de andar en parlamentos, o por razón de ser natural de Reus, en la provincia de Tarragona, y no haber estado en su vida en Palestina, respondió con sobrada concisión a sus preguntas.
No obstante, hacía ya mucho tiempo que María no tomaba una novela en las manos. El recuerdo de esa época en que tantas había devorado, produjo leve turbación en su fisonomía e hizo nacer en su tersa frente una arruga ancha y profunda.
Las ráfagas de viento cargadas de lluvia batieron durante largo rato los cristales hasta que enteramente los lavaron. Poco a poco se fueron haciendo sus golpes menos frecuentes; al cabo cesaron por completo. La luz había crecido en tanto, extendiendo por todo el nublado firmamento y mostrando ya los bultos de las colinas lejanas de Occidente, que se veían por la ventana de la pared opuesta. El temporal se resolvió, como ordinariamente, en lluvia fina y menuda que empezó a descender con pausa, tendiendo por la atmósfera un velo sutil y tremante, formado de hilos de agua, el cual amortiguaba aún más el brillo de la luz naciente y borraba los contornos de los objetos lejanos. La marea subía. La gran sábana de agua que se extendía hasta El Moral tomaba un color terroso por los bordes, obscuro y profundo por el centro.
María cogió de nuevo el libro, acercó una silla a la ventana y, sentándose en ella, se puso a leer, porque la luz ya se lo permitía. Era la Vida de Santa Teresa escrita por ella misma, encuadernada con la pasta sólida de filos dorados que caracteriza a los libros religiosos.
A medida que se enfrascaba en la lectura, el rostro de la joven se fue serenando más y más, y la profunda arruga de la frente concluyó por desaparecer. Leía el capítulo segundo, en que la santa manifiesta cómo mostró afición en los primeros años de su juventud a los libros de caballerías y a las vanidades del tocador, y da cuenta con palabras encubiertas de unas relaciones amorosas que por la misma época mantuvo. Cuando levantó los ojos del libro advertíase en ellos cierto regocijo o satisfacción íntima.
Sonaron al fin verdaderamente las campanas de San Felipe. Dejó bruscamente el libro y abrió la puerta del cuarto de su doncella:
– ¡Genoveva, Genoveva!
– Ya estoy despierta, señorita.
– Levántate; ya tocan en San Felipe.
En un abrir y cerrar de ojos se levantó, se vistió y apareció en el gabinete de su ama. Genoveva era una mujer de cuarenta años poco más o menos; baja, gruesa, morena, mofletuda, con ojos grandes y pardos a flor de la cara, que no decían nada, absolutamente nada, el cabello muy lamido y formando ondas por las sienes. Vestía saya lisa del hábito del Carmen y manto negro de merino anudado a la espalda, al uso de todas las sirvientas provincianas. Había entrado en la casa cuando María apenas contaba un año para servirla de niñera, y nunca más la dejó, siendo ejemplar notable de criada fiel y consecuente.
– ¿Desde cuándo está ya vestida mi palomita?
– Hace ya cerca de una hora, Genoveva. Creí escuchar las campanas