Marta y Maria. Armando Palacio Valdés

Marta y Maria - Armando Palacio Valdés


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ruido bajaron hasta el portal, abrieron con precaución la puerta, que aun se hallaba cerrada, y salieron a la calle, que atravesaron con los paraguas abiertos hasta llegar al soportal de enfrente.

      La villa de Nieva, como ya se ha dicho, tiene soportal en casi todas sus calles, de uno o de otro lado; a veces de los dos. Suele ser mezquino, bajo, desigual y sostenido por columnas lisas y redondas de piedra, sin adornos de ningún género; muy mal empedrado asimismo. Sólo en tal o cual paraje, donde alguna casa se había reedificado, ofrecía mayor amplitud y un pavimento más cómodo. Si todas las casas se restaurasen (y no hay duda que sucederá con el tiempo), la villa, merced a este sistema de construcción, tomaría cierto aspecto monumental que la haría digna de verse. Tal cual es, si no de apariencia muy bella, a lo menos ofrece comodidad a los transeúntes, que no se mojan más que cuando quieren pasar de una acera a otra. Y ciertamente que anduvieron precavidos sus ilustres fundadores, pues en punto a llover firme y acompasado, no hay población en España que le pueda alzar el gallo a nuestra villa.

      Guarecidas de la lluvia ama y criada, atravesaron la plaza por uno de sus flancos, internándose después por una calle estrecha, larga y solitaria. Los honrados habitantes dormían el sueño dulce de la mañana. Sólo de vez en cuando tropezaban con algún marinero cubierto de burdo capote impermeable que, con los enseres de pescar en la mano y haciendo gran ruido con sus enormes botas de agua, se dirigía a paso largo hacia el muelle.

      – ¿Va usted bien abrigada, señorita? ¡Mire usted que hace un frío!… Parece que estamos ya en enero.

      – Sí; me he puesto cuerpo de terciopelo, y además este gabán está bien forrado.

      – Eso, eso, mi corazón. Si papá sabe que salimos tan de mañana, me va a reñir porque se lo consiento. Es usted demasiado virtuosa, señorita. Pocas o ninguna llevarán a la edad de usted vida tan santa…

      – Calla, calla, Genoveva, no digas eso; no soy más que una miserable pecadora; mucho más miserable de lo que tú te figuras.

      – ¡Señorita, por Dios!… No soy yo quien lo dice, sino todo el mundo… Ayer me decía doña Filomena que la edificaba verla a usted oír la misa y comulgar y que daría cualquier cosa porque sus hijas fuesen lo mismo… Y razón tiene para desearlo, porque una de ellas, la última, es de la piel del diablo… ¿Querrá usted creer, señorita, que el otro día arañó a su hermana en la iglesia, sobre si había de confesar una primero que otra?… ¡Bonito arrepentimiento! ¡Si da vergüenza, señorita, da vergüenza el ver cómo andan algunas por la iglesia! ¡Parece que están en su casa! ¡Ay, no se hacen cargo las pobrecitas de que están en la casa del Señor de los cielos y tierra que les ha de pedir cuenta de su pecado!… ¿No le ha enseñado doña Filomena el rosario que le mandó su hermano de la Habana? ¡Es una maravilla! Todo de marfil y de oro con un crucifijo grande de oro macizo. Para rezar no hace falta tanto lujo, ¿verdad, señorita?

      – Para rezar no hace falta más que un corazón limpio y humilde.

      – ¡Ay, señorita, qué bien habla usted! Parece mentira que no tenga más que veinte años. Pero cuando Dios quiere conceder dones a una criatura, lo mismo da que sea joven o vieja, rica o pobre. Todos los días pido a la Virgen Santísima que le conserve la salud para que sirva de ejemplo a los que están en pecado mortal.

      – Lo que debes pedir, Genoveva, es que purifique mi alma y me perdone los muchos que he cometido.

      – ¡Bendito sea Dios! Si usted necesita que la perdonen siendo tan piadosa y humilde, ¡qué necesitaremos los demás! No sea tan severa consigo misma. Fray Ignacio la estima a usted tanto que no se cansa de elogiarla… y eso que no tiene la manga muy ancha, como usted sabe… A estas horas ya debe de estar en la sacristía el santo varón aguardando a la gente. ¡Qué salud tiene!… Parece que Dios lo hace… No come, no duerme, no descansa un momento… y, sin embargo, cada día está más fuerte y con más ánimo para servir a Dios… No sé cómo puede pasar tantas horas en el confesonario sin tomar alimento… Sólo el Señor puede darle fuerzas. Bendito sea por siempre jamás. Amén.

      – Es verdad; Dios obra verdaderos milagros con él, porque hace falta en el mundo. ¡Oh, Dios mío, qué sería de mi alma si estos santos misioneros no hubieran llegado a abrirme los ojos!

      – Aunque la hayan ayudado mucho en el camino de la salvación, antes de que ellos viniesen ya era usted muy buena y frecuentaba los sacramentos…

      – ¡Qué poco es eso, Genoveva, cuando no se escudriñan los últimos pliegues de la conciencia!

      – Dígame, señorita, ¿ha visto en sueños hoy, como las noches pasadas, el hermoso pájaro de plumas de fuego con la cruz en el pico?

      María se detuvo repentinamente y se llevó la mano al pecho, como si hubiese recibido un golpe. Después volvió a emprender la marcha y exclamó sordamente:

      – Esta noche no podía verlo.

      – ¿Por qué, corazón?

      No contestó. Siguió caminando algún tiempo y dejó escapar un gemido. Después parose nuevamente, y echando los brazos al cuello a su doncella, comenzó a sollozar con amargura.

      – ¡Soy muy mala, Genoveva, soy muy mala! Mi corazón no acaba de verse libre de impurezas; el demonio y la carne me tienen aún sujeta. ¡Si supieses qué pecado he cometido ayer!

      – Calle, calle, no se desconsuele. ¡Qué pecado había usted de cometer, cordera!

      – Sí, sí; soy más mala de lo que piensas. Cuanta más luz recibo de Dios, más me empeño en hundirme en las tinieblas; cuantos más favores me otorga, más ingrata soy hacia Él.

      – Dios es infinitamente misericordioso, señorita.

      – Pero infinitamente justo también…

      – Encomiéndese a San José bendito. No hay culpa que el Señor no perdone por su intercesión… Vamos, déjese de lloros, que ahora va a confesarse y todo queda perdonado.

      Después de serenarse un poco la niña, siguieron marchando. Y llegaron a cierta plazuela no muy espaciosa, donde se alzaba la fachada parda y severa de una gran iglesia que no llamaba la atención por su esbeltez ni por otra cualidad buena o mala. Atravesaron un pórtico grande y pardo como la fachada y entraron en el templo, que era igualmente pardo y enorme. Estas cualidades concluían por caracterizarlo. Constaba de tres naves, la del centro ancha y elevada como la de una catedral; las de los lados, bajas y estrechas; todas ellas enjalbegadas en otro tiempo, muy lejano, cubiertas ahora de polvo, descascaradas por varios sitios y salpicadas de manchas extensas y misteriosas. Los altares, profusamente tallados, ofrecían ya un color gris muy diferente del dorado que en un principio tuvieran. Al través de los cristales sucios percibíase la figura rígida de algún santo con nimbo de metal o el rostro sombrío y angustiado de un Eccehomo.

      Era demasiado temprano para que hubiese mucha gente. Sin embargo, diseminadas aquí y allá, orando prosternadas frente a los altares con la cabeza cubierta, veíase algunas mujeres; otras se arrimaban a las ventanillas enrejadas de los confesonarios y extendían la mantilla por ambos lados de la cara para depositar con un cuchicheo imperceptible sus pecados en el sagrado tribunal de la penitencia. Algunos sacerdotes tenían abiertas las puertas del confesonario y se les veía con sotana y bonete inclinar el cuerpo y oído hacia la ventanilla, reflejando en su rostro fruncido y en su postura desmadejada el cansancio que sentían. Otros las tenían cerradas herméticamente y apenas se advertía dentro, al pasar, la presencia de un ser humano.

      La luz bañaba tristemente algunos parajes del recinto, dejando los ángulos y los huecos de los pilares casi en total obscuridad. Las enormes lámparas de metal amarillo se balanceaban en el espacio sujetas al techo por un cordel. Los vidrios emplomados de dos grandes rosetones abiertos en lo alto de las paredes de la gran nave central dejaban paso a una triste claridad que se extendía como blanco mantel delante del altar mayor. Al lado de éste y algo separado, había otro altarcito sobre el cual se alzaba una imagen del Salvador con el pecho abierto, dejando ver un corazón ensangrentado, ceñido por corona de espinas y coronado de llamas. En torno de la imagen había una muchedumbre de cirios encendidos que chisporroteaban lúgubremente en el inmenso ámbito silencioso de la


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