Thespis (novelas cortas y cuentos). H.J. Bunge
con tal encanto a su sobrino-nieto, que su sonrisa era una flecha de amor…
Recibida con tanto gusto la invitación, Pablito se adelantó hacia su noble antepasado don Fernando, tendiéndole la mano para que descendiese el primero. El anciano tomó formas corpóreas, y saltó del cuadro al suelo con la agilidad de un hombre acostumbrado a los hípicos ejercicios de combate. Su joven descendiente, con una rodilla en tierra, le besó la velluda y callosa diestra, que midiera su fuerza alguna vez con el mismo Francisco I.
Luego ayudó al inquisidor, quien, materializado a su vez, se persignó y masculló alguna oración en ininteligible latín.
Doña Brianda, tocándole inmediatamente el turno, descendió con dificultad, por sus años y su respetable peso de matrona española. Hasta parece que se dislocó un poco el tobillo izquierdo, sin que el dolor le impidiera acomodarse el zapato con serio y recatado ademán, dando amablemente las gracias a Pablito.
Al contrario, la bella doña Inés sólo apoyó ligeramente su mano en el hombro del joven duque, y saltó con tanto salero y coquetería, que el mismo gran maestre don Fernando hubo de sonreírle.
Por fin, el vizconde de la Ferronière, tocando apenas y como por broma la cabeza de Pablo, bajó con la elegancia de un gimnasta. Riose francamente, y exclamó, luego, con marcado acento gascón:
– «Mais, c'est drôle!» Ya se me había dormido la pierna derecha de estar tanto tiempo en la incómoda postura en que me puso en el lienzo ese «brigand» de Tintoretto. ¡Si estuviera aquí, ya le calentaría un poco las orejas!
Altamente turbado, Pablo no sabía cómo hacer los honores de su casa… El vizconde intervino, muy oportunamente:
– ¿Y no nos habías ofrecido buen vino de «Bourgogne»… o de «Porto»?
– Voy a buscarlo con el mayor gusto, si lo deseáis, caballero…
– ¡Eh! Yo no soy español. Puedes tutearme, muchacho. Los franceses, entre iguales, nos tratamos como iguales.
Dejando instalados a sus extraños huéspedes, todos como en cuerpo y alma, bajó Pablo a la bodega, y volvió al rato con copas de cristal y botellas cubiertas de polvo y telaraña. Estaba pálido y tembloroso, pues en el estado de sobreexcitación en que se hallaba, habíale asustado como espectros un par de lauchas que corrieran en la obscuridad de la bodega.
– Vamos, tranquilízate, «mon cher» – le dijo el gascón. – ¿Te han aterrorizado las ratas del sótano? En mi tiempo, los jóvenes eran más animosos. Cuando yo tenía quince años…
– Dejad vuestra historia para otro momento, vizconde, si os place. Ahora beberemos – interrumpió con serena autoridad don Fernando.
– Tenéis razón, querido consuegro. Bebamos a la salud del último duque de Sandoval.
Y el mismo gascón descorchó las botellas y sirvió a los presentes con gallarda alegría. Entonces pudo ver Pablo que las cinco visitas habían tomado completa posesión de su casa. Encendidas nuevas luces, estaban diseminadas por la sala, en familiares posturas y cómodos sitiales. El único que permanecía en un rincón, fosco y como inspirado, era fray Anselmo.
– Yo me siento aquí tan a «mon aise», como si estuviese «chez moi» – decía el gascón. – Siempre me encontré bien en España, porque si los españoles son un poco orgullosos, también son valientes, valientes como los mismos franceses. ¡Y nunca vi mujeres más lindas que las de España! – Doña Inés agradeció con su mejor sonrisa, mientras proseguía el vizconde: – ¡Sobre todo, que las mujeres de España cuando tienen también su poquito de sangre francesa, como mi nieta doña Inés!
– No seáis adulador, vizconde – repuso ésta, irónicamente. – Tal vez si me vierais bajo mi estatua yacente que está en la catedral de Ávila…
– Estos franceses – murmuró doña Brianda, con la severidad de una dueña, – más que galantes, parecen deschabetados.
– El hecho es – dijo don Fernando a Pablo, como para cortar la conversación, – que nos encontramos muy bien en tu casa y que gozaremos algún tiempo de tu castellana hospitalidad.
Aquí se oyó la gruesa voz del fraile, con entonación casi iracunda:
– No es por encontrarnos bien por lo que nos quedaremos un tiempo en vuestra casa, joven duque, sino para cumplir un designio de Dios. Él nos dio la vida, Él nos la quitó, Él nos la devuelve hoy. No somos más que instrumentos de su Voluntad omnipotente, que acaso nos llama a cumplir una grande acción en su pueblo predilecto, el reino católico.
– Amén – agregó doña Inés, más devota que burlona.
– Para servir mejor a mi Dios – continuó el fraile, – permitidme que me retire a mi habitación… No tenéis por qué incomodaros acompañándome, joven duque; yo conozco el aposento que me destináis y puedo ir solo y abrirlo, con la gracia de Dios, llave que abre todas las puertas. Buenas noches.
– Buenas noches, padre – repuso a coro la compañía.
Y fray Anselmo se retiró, haciendo sonar entre sus magros dedos las gruesas cuentas negras del rosario que pendía en la cintura de su hábito blanco.
– Es uno de los más preclaros varones de nuestra casa, un verdadero santo – exclamó con unción doña Brianda.
– ¿Está limpia y ventilada la habitación que se le destina? – preguntó zumbonamente el gascón.
– Hace algún tiempo que no se abre… – repuso Pablo.
– Algún tiempo… un par de añitos, por lo menos… Pues en tal caso, si el fraile pasa la noche de rodillas, «saperbleu!», se va a ensuciar su hábito blanco, y cuando vuelva al retrato, dará asco.
Doña Inés lanzó una alegre carcajada; doña Brianda estiró su labio con una mueca de desdén y de fastidio…
– Tantas veces os dije, vizconde – observó don Fernando, – que en España no debéis nunca burlaros o hablar ligeramente de sacerdotes y cosas de religión…
– Sois insufrible, caballero – aseguró a Guy doña Brianda.
– ¿Cuándo aprenderéis a estaros con juicio? – preguntole el primer duque de Sandoval.
– ¿Cuándo? ¿Y todavía me lo preguntáis? ¿No me he pasado tres siglos quieto, quietecito, colgado siempre de la pared, sin moverme, sin pediros en préstamo ni un maravedí, mi querido consuegro, sin haceros una guiñada, «sage comme une image»? ¡Bien sabéis que muchas veces me ha picado la nariz, porque se paraba una mosca encima, y que ni a escondidas he desprendido la mano de la cintura para rascarme!
– Lo cierto es que mi abuelito el vizconde – intervino graciosamente doña Inés – debe haberse aburrido de lo lindo en su cuadro, habiendo llevado antes una vida tan divertida en Gascuña, en París y hasta en Toledo. ¿Os distraíais recordando vuestras aventuras?
– A veces, cuando no flechaba el corazón de la respetable matrona que tenía en frente – repuso Guy, aludiendo a doña Brianda.
– Estáis faltando a una dama… ¡y a una dama de vuestra familia! – clamó indignada la aludida.
– Pensad más bien en vuestros pecados, vizconde – dijo gravemente don Fernando, – para que Dios os perdone en el día del juicio final.
– Felizmente, don Fernando, todavía llevo la espada al cinto para pelear al Demonio si se atreve conmigo – repuso gallardamente el gascón, desnudando su toledano estoque y acometiendo con él a un enemigo invisible… Cuando lo volvió a envainar, agregó, decidor: – Pero es ridículo que no aprovechemos estas cortas vacaciones y que, mientras pudiéramos divertirnos, nos quedemos aburriéndonos aquí, con las solemnes caras de tontos que teníamos en los retratos… ¡Bebamos por mis pecados!
– ¡Por vuestros pecados! – exclamó indignada doña Brianda.
– No, por