Thespis (novelas cortas y cuentos). H.J. Bunge
le tendió la mano para que la besara. – Bastante reñimos ya en el siglo xvi, para que volvamos a las andadas. La cosa no nos divertiría ahora, porque ya no tiene novedad. ¿No es cierto?
Suspiró doña Brianda dignamente, por única respuesta. Y todos bebieron después; todos menos uno, el anfitrión, pues no le alcanzaron las copas, habiendo él roto dos, de puro nervioso, al tomarlas para que sirviera el vizconde…
– No os apuréis por eso, amado sobrino – díjole doña Inés, tendiéndole su propia copa, después de haber sorbido en ella dos o tres traguitos.
Bebiose el joven el resto, y sintió mirando a su bella tía, que un fuego interno le abrasaba, como si el añejo Oporto fuera un filtro de amor.
– Parece que nuestro querido sobrino no pierde el tiempo – observó maliciosamente el vizconde, refiriéndose a doña Inés y al joven duque. – Haznos los honores de tu casa, Pablo. Piensa que sentimos nuestros músculos un poco entumecidos de las posturas que nos dieron los pintores. Para desentumecernos nos vendría muy bien danzar un poco. ¿No tienes por acá un laúd?
– ¡Bailar! ¡Excelente idea! – interrumpió palmoteando doña Inés. – Ahí no sé por qué capricho, pues yo nunca amé la música ni supe tocar una nota, me ha puesto Goya un laúd sobre una consola, en el fondo de mi cuadro. ¡Tomadlo, vizconde, y tocadnos algo para que bailemos!
Guy tomó en efecto el indicado laúd, sentose sobre una mesa y preludió unos bonitos acordes. Se formaron en seguida dos parejas, una de don Fernando y doña Brianda y la otra de doña Inés y Pablo, y pusiéronse a bailar pausada y alegremente. Sin saber por qué, Pablo pensó de pronto en la sorpresa que sufriría su hermana si pudiese verlo en tan curiosa compañía, ¡y en las caras que pondrían, si lo vieran, su confesor, y sus primos, y sus acreedores, y sus arrendatarios! Este pensamiento le causó tal alborozo, que se puso a reír como si le hicieran cosquillas.
– Estáis alegre, sobrino – le observó doña Inés.
– ¿Cómo podría yo estar a vuestro lado, mi tía, sino contento con la felicidad de veros?
El gascón, que había oído muy bien, intervino:
– ¿Qué decís?.. ¡Más despacio, jovenzuelos! Hace apenas media hora que os tratáis… Esperad siquiera a estar solos, que faltáis al respeto a vuestros mayores.
Y sin más ni más, tiró el laúd, levantose, dio dos o tres volteretas, y besó en las mejillas a doña Brianda y a doña Inés. Doña Brianda se limpió el beso con el pañuelo de encajes; pero doña Inés miró sonriendo amablemente a Pablo, como invitándole a que hiciera otro tanto… Todos, hasta la anciana duquesa, parecían de buen humor, y siguieron luego danzando y riendo… Mas de pronto, como convidado de piedra, se apareció en el dintel de la puerta la imponente figura de fray Anselmo. Y habló:
– Vergüenza me da contemplaros y pensar que sois de mi sangre y de mi raza, ¡oh humanas criaturas! Tenéis apenas, por divina gracia, horas o días, de una vida especial, y en vez de aprovecharla en la oración y el recogimiento, armáis una batahola del infierno, interrumpiendo mis santas meditaciones. ¿No os dije que Dios nos llama a portentosa obra? Dejad de revolcaros en el fango de la concupiscencia y de la imprevisión, y seguidme a la capilla, que Jesús nos espera, con los brazos abiertos y tendidos.
No sin echar antes una melancólica mirada al fondo desierto de sus respectivos cuadros, todos siguieron al fraile, como dominados por su ojo aquilino. Llegaron en solemne y lenta procesión, después de cruzar varios corredores, a la gótica capilla del palacio, que parecía aguardarlos con sus mortecinas luces encendidas. Se descubrieron. Entraron. Persignáronse. Y fray Anselmo subió al púlpito, desde el cual proclamó, con su calurosa palabra de vidente, la necesidad de extirpar en España hasta las últimas raíces de herejía, si se deseaba salvar el reino… Tan extraña y arrebatadora fue su elocuencia, que todos lloraron. Hasta el vizconde, si bien en su llanto parecía haber un poco de risa, porque durante el sermón, con un alfiler y una tirilla de papel que encontrara por casualidad en el suelo, había prendido una pequeña cola en las abultadas polleras de doña Brianda. Por suerte, nadie advirtió su impiedad, «nadie – diría fray Anselmo, – ¡menos Dios!»
Terminado el sermón, el dominico bajó del púlpito, y se dirigió al altar… Interrumpiole el vizconde, antes de que se arrodillara:
– Padre, todos nos sentimos un poco fatigados de haber estado nada más que la friolera de unos doscientos o trescientos años metidos en nuestros cuadros… ¿No podríamos dejar para mañana nuestras devociones, e irnos ahora a estirar nuestros cuerpos en las frescas y finas sábanas de Holanda que nos ha de ofrecer el joven duque?
El fraile ni se dignó responder, prosternándose ante el ara…
– «Ces spagnols catholiques son entêtés comme des huguenots!» – murmuró entonces el gascón.
Y comenzó el rosario. Fray Anselmo iniciaba las Avemarías, que luego coreaban sus catecúmenos. Era interminable aquel rosario… Atraído por las luces y la curiosidad, entró en la capilla un gato negro, familiar de la casa. Pensó el dominico que el animal fuera una encarnación del demonio mismo, y se disponía a hisoparlo… Pero como el gato era muy manso, restregose contra las pantorrillas de Guy, el primero que topara. Y Guy aprovechó la oportunidad para pisarle la cola y hacerlo mayar, con gran refocilamiento de doña Inés… Huyó atemorizado el gato, terminó el dominico su rosario, y Pablo despidió a sus huéspedes, instalándolos en sus respectivas habitaciones. Tiempo era, pues la aurora se desperazaba ya en el horizonte, y pronto empezaría el tragín de la mañana.
Satisfecha el alma por el santo cumplimiento de sus devociones, y satisfecho el cuerpo por los varios tragos de viejo Oporto que se echara entre pecho y espalda, durmió muy bien el joven duque. No hay para qué decir si los demás dormirían a gusto en las «finas y frescas sábanas de Holanda», que dijera Guy. Hasta fray Anselmo las aprovechó, a pesar de haber anunciado que prefería una tarima y aun el duro suelo… ¡Estaban todos tan cansados!
III
Pocos servidores tenía Pablo: un intendente general, un ayuda de cámara y un cocinero, tres viejos catarrosos, más gordos y reservados que canónigos, los cuales a su vez manejaban tres o cuatro galopines para los barridos y fregados. Mujeres, ni para muestra las había en la casa. Tal había sido la voluntad de Eusebia, quien consideraba que la mujer sólo debe servir a su familia o a su monasterio.
Embrutecidos por la monotonía del servicio y acostumbrados a ver en su amo un ente perfecto, incapaz de humanos yerros, ni pizca se asombraron los tres antiguos criados del brusco cambio sobrevenido en la casa durante la última noche. Los nuevos huéspedes eran casi tan tranquilos como sombras; diríase que apenas tocaban el suelo. Y se imponían: don Fernando y doña Brianda por su prestancia, fray Anselmo por su austeridad, doña Inés por su belleza y Guy por su donaire.
Naturalmente, en las sobremesas de la antecocina se explicó el caso de la manera más natural. Doña Inés era la prometida del amo; venía a casarse con él. Don Fernando y doña Brianda eran sus padres. Fray Anselmo bendeciría la boda. El vizconde era un confianzudo amigo de la casa, que serviría de testigo. Se trataba de una familia de alta alcurnia, que llegaba de provincia, con los históricos y vistosos trajes de sus antepasados, conservados por puro orgullo, en una vida de voluntario aislamiento. ¡Al fin había encontrado el señor duque la deseada esposa, que parecía como mandada a hacer a su medida!
Y no podía concebirse gente más cómoda y discreta. El único que fastidiaba un poco, a veces bastante, era el franchute. Tenía ocurrencias de demonio… De buenas a primeras preguntó a Bautista, el intendente, si vivía en la casa alguna doncella, porque, desde unos trescientos años atrás, tenía el capricho de volver a pellizcar blancas y rollizas formas femeninas… Bautista, con la dignidad propia de un alto servidor de casa ducal, dijo que allí no había hembra alguna, ni se estilaban mujeres con semejantes formas… ¿Qué hizo entonces la extravagante visita? Gritó a Bautista que se quedara quieto; que no huyese si deseaba conservar la vida; desenvainó el estoque, ¡y lo acribilló a amagos y fintas, enganches y desenganches, quites y estocadas! ¡Y todavía, porque «ce frippon de Batiste»