Thespis (novelas cortas y cuentos). H.J. Bunge
de Inglaterra! – Y dio unos saltitos, aunque con moderación, para no desarreglarse el moño del peinado, y golpeó el hombro del gascón con su abanico de nácar, si bien cuidadosamente, para no descuajaringarlo, pues como era viejo estaba algo estropeado y pegoteado.
Esperando impaciente que llegase la hora de presentarse en Palacio, cada cual se retiró a su habitación. Pablo pasó el día entero poniendo en orden sus papeles, como si se despidiera del mundo; fray Anselmo, postrado en oración; don Fernando y doña Brianda, platicando sobre el poderío del primer Carlos y el segundo Felipe, que imponían al mundo su ley… El vizconde de la Ferronière se atusaba el bigote y ensayaba pasos y sobrepasos, danzas y contradanzas… Doña Inés se sonreía ante el espejo…
Sentáronse a la mesa en la hora de la cena; pero nadie probó bocado, absorbidos, quiénes en altas y graves ideas, quiénes en pensamientos frívolos y galantes… Y a las once en punto de la noche, presentábanse todos ante la escalinata de Palacio. Centinelas y guardias dejáronles pasar, deslumbrados por sus brillantes uniformes; los alabarderos golpearon el suelo con sus lanzas, pues que los seis de la comitiva eran cinco grandes de España y un embajador… Y anunciados por los ujieres, corrieron sus nombres produciendo general estupefacción:
– ¡Fray Anselmo de Araya, gran inquisidor de Felipe II!..
– ¡Don Fernando y doña Brianda, primeros duques de Sandoval!..
– ¡El vizconde Guy de la Ferronière, embajador de S. M. el rey Francisco I ante S. M. el emperador Carlos V!..
– ¡Doña Inés, condesa de Targes y Cabeza de Vaca!..
– ¡El duque de Sandoval y de Araya!..
Bastaba mirar a los nombrados para comprender que no se trataba de una broma irreverente; nadie se atrevió ni a pensarlo… El misterio de lo sobrenatural y lo inexplicable se cernía, como una grande ave negra, sobre las frentes, pálidas y sudorosas… Los mismos reyes se pusieron de pie… Y fray Anselmo dobló una rodilla en tierra, besó la mano del monarca, levantose, y habló… Sus palabras eran como sombras de palabras. Comprendiose que se referían a la reina, hacia quien tendía sus manos escuálidas, entre amenazadoras y suplicantes… ¡Lo mandaban las augustas reliquias del Escorial, para que exorcizara a la princesa que antes fuera hereje!
Pasó algo indefinible… Todos se sintieron como aletargados… La reina Victoria se arrodilló ante el fraile; el fraile la tendió como un cadáver a los pies del trono; rezó las oraciones del exorcismo… Y dijo:
– «Exi, Wycliffe!»
Y surgió, revoloteando en amplia elipsis, hasta perderse en la sombra, un murciélago… Era el espíritu de Wycliffe.
El fraile dijo:
– «Exi, Calvine!»
Y surgió, también revoloteando en amplia elipsis, hasta perderse en la sombra, otro murciélago… Era el espíritu de Calvino.
El fraile dijo:
– «Exi, Luthere!»
Y un tercero y último murciélago surgió, revoloteando en amplia elipsis, hasta perderse en la sombra… Era el espíritu de Lutero.
Entonces la reina se arrodilló otra vez, volviendo en sí. El fraile la bendijo y colocó sobre su cabeza una como diadema de estrellas.
– Ya estás purificada, Ena de Battenberg. Ahora puedes ser reina de España, reina Victoria. En nombre del monje imperial de San Yuste y de Felipe, su hijo, yo os bendigo. ¡Que Dios os guarde en su santa gracia con vuestro digno esposo, Alfonso rey!
Como un inmenso murmullo de marea, todas las bocas confirmaron a coro:
– Amén.
La reina se levantó, y se sentó en el trono, junto al rey, resplandeciendo de santidad y de hermosura. Y en la atmósfera vibró un coro de invisibles ángeles, mientras se retiraban lentamente el gran inquisidor de Felipe II y sus demás acompañantes, de vuelta al palacio de la calle del rey Francisco.
Y las cinco figuras volvieron a sus respectivos cuadros, sepultando en un silencio eterno este acontecimiento inaudito. Nadie dirá nunca nada de él, porque su propio recuerdo se desvaneció milagrosamente de la memoria de quienes lo presenciaran. Si alguno vislumbra vagamente algo, lo desecha como reminiscencia de inoportuna y trágica pesadilla. La historia lo ignorará siempre, ¡la Historia, la ignorante ineducable, la incorregible mentirosa! Un solo espíritu hay todavía bastante castizo para poder comprender y recordar el Hecho. Pero este espíritu vive ya retirado de los hombres, enfermo de nostalgia y de hipocondría, entre las cuatro paredes de su gabinete de estudio. En el armorial español se le registra – después de la reciente muerte de su hermana Eusebia – como único representante de una de las más gloriosas familias de la nobleza europea, con el nombre de Pablo Gastón Enrique Francisco Sancho Ignacio Fernando María, último duque de Sandoval y de Araya, conde-duque de Alcañices, marqués de la Torre de Villafranca, de Palomares del Río, de Santa Casilda y de Algeciras, conde de Azcárate, de Targes, de Santibáñez y de Lope-Cano, vizconde de Valdolado y de Almería, barón de Camargo, de Miraflores y de Sotalto, tres veces grande de España, caballero de las órdenes de Alcántara y Calatrava…
EL CHUCRO
I
Casi diariamente desaparecía alguna res vacuna o lanar de las haciendas esparcidas sobre la orilla del Paraná, cinco o seis leguas al sur de la ciudad del Rosario.
Por muchas diligencias que hiciera la policía del departamento, no pudo darse con los ladrones que se apropiaran de las reses, sin dejar siquiera el cuero. La imaginación popular explicó entonces las diarias desapariciones por causas o fuerzas sobrenaturales. Decíase que en las islas vecinas vivía una especie de ogro insaciable. Este ogro atravesaba todas las noches el río a nado, apoderábase de una res cualquiera, y se la devoraba viva, ¡se la tragaba íntegra!.. Y lo peor del caso era que, cuando no encontraba reses sino «cristianos», tragábase lo mismo a los «cristianos». De otro modo no podría explicarse la súbita desaparición de dos o tres peones que vigilaran nocturnamente en los campos ribereños la hacienda, por orden de sus dueños. Hasta una mujer, «Pepa la Gallega», la cocinera del estanciero don Lucas, habíase también esfumado una noche, como llevada por el diablo…
El diablo debía andar sin duda metido en el asunto. Sería el padrino o el compadre del ogro…
Y como tenía padrino, tenía también el ogro su nombre propio. Llamábasele «el Chucro», sin que nadie supiese quiénes, cuándo y cómo lo bautizaran.
De todos los robos del Chucro ninguno consternó más que el de Pepa la Gallega. Su marido y sus hijos ayudados por los gendarmes, buscáronla sin descanso, hasta en las islas más próximas a la costa. No se la halló ni viva ni muerta, y diósela por muerta.
Como las desapariciones de reses, ya que no de personas humanas, continuaran impunemente durante todo el año, los estancieros apremiaron a la policía para que diese una nueva «batida» en las islas. Buenos burgueses comerciantes, ellos no creían en las supersticiones populares. Para ellos, el Chucro, si existiese, era un hombre mortal, de carne y hueso, y no el espeluznante fantasma que se figurara la imaginación gauchesca.
Especialmente encargado por el jefe de policía de la provincia, el comisario Rodríguez fue a revisar prolijamente las islas donde debía habitar el ogro. Acompañábalo un corto piquete de cuatro o cinco hombres. Todos iban murmurando. ¿Para qué desafiar al diablo, o al ahijado del diablo? ¡Nada más vano que luchar contra vestiglos y fantasmas!
En su incursión a las islas se internaron el comisario Rodríguez, seguido del escribiente Peñálvez, mientras los demás hombres estaban «mateando» junto a la canoa que los trajera, a través de una tupida selva de helechos, ceibos y espinillos. Después de andar una considerable distancia, extraviáronse ambos completamente. Y mientras buscaban el rumbo con la brújula, sonó un tiro en la espesura… El comisario cayó muerto instantáneamente de un balazo en el pecho, y el escribiente echó a correr…
No tenía muy robustas piernas el escribiente, muchachón enclenque y larguirucho; y a breve distancia perdió fuerzas,