Thespis (novelas cortas y cuentos). H.J. Bunge
el joven duque albergaba en su palacio. Otros suponían una comparsa de bufones, cuyo oficio era distraer, a la antigua usanza, los ocios del magnate moderno. Creíase también en un tropel de locos y de idiotas que, por caridad más que por humorismo, cuidaba el joven en su propia casa. En fin, no faltó quien recordase la presencia de una beldad desconocida, que mantenía a Pablo cautivo de sus hechizos… Alguien pensó en hacer intervenir la policía… Pero los antecedentes y la conducta del duque se impusieron. El palacio permaneció cerrado y silencioso, hasta para los más allegados parientes.
IV
Lejos de las cortesanas habladurías, Pablo pasaba una vida casi feliz, una vida de ensueño. Había cobrado verdadera afición a sus huéspedes. Respetaba las virtudes un tanto agresivas de fray Anselmo, aprobaba la gravedad de don Fernando y doña Brianda, reía de las ocurrencias de Guy, enamorábase de las gracias de doña Inés… Y también se sentía entre ellos, que una tarde llegó hasta disgustarse seriamente con una broma del vizconde…
– Creo que ya debemos volver a nuestros cuadros, por San Luis rey de Francia – había exclamado Guy, metiéndose, sin más ni más, en el que le correspondía…
– Vamos, dejaos de chanzas, Guy… – díjole Pablo.
– Pero el gascón se hacía el muerto, o, mejor dicho, se hacía el retrato, en la misma o semejante postura en que el Tintoretto lo pintara.
– Bajad de una vez… – suplicaba Pablo.
Como si no lo oyera, lo mismo que antes de la noche memorable, el vizconde de la Ferronière se estaba quieto y silencioso, «sage comme une image».
– No seáis terco, abuelito – intervino doña Inés. – Ved que inquietáis a Pablo.
– Dios podría castigaros – manifestole doña Brianda – dejándoos allí otra vez para siempre.
El hecho es que no sólo Pablo, sino que todos estaban alarmados, temiendo fuera ya llegado el momento fatal de despedirse de su último sueño de vida humana…
– Siempre con bromas de mal gusto, vizconde – refunfuñó don Fernando.
Haciendo oídos sordos, el porfiado gascón permanecía impávido, sin fruncir ni la punta de la nariz… De pronto, doña Inés soltó una carcajada cristalina:
– ¡Se ha equivocado de postura! En vez de cruzar la pierna derecha, que es la que se le había dormido, como estaba antes, ha cruzado la izquierda… ¡Si lo sabré yo, que lo he tenido tantos años ante mis ojos… ¡En la pierna izquierda es donde le dará ahora no más un calambre!
Así fue; le dio tan fuerte y repentino calambre en la pierna derecha al pobre vizconde, que tuvo que saltar del cuadro… Y con tanta torpeza lo hizo, que con todo su peso le pisó un pie a doña Brianda…
– ¡Grosero! – exclamó ésta, sin poder contener su dolor.
Para tranquilizarla, dobló Guy la rodilla en tierra y le suplicó:
– «Pardón, madame!»
Fray Anselmo, que musitando sus oraciones había vislumbrado la escena desde los corredores, vociferó:
– ¡Esto es intolerable, ya! – Y dirigiéndose a Pablo: – ¿No sabéis cuándo habrá recepción en Palacio?
– No…
Como era hora de cenar, pasaron al comedor. Después del «Benedicite», el dominico preguntó al dueño de casa:
– ¿Quién se sienta ahora en el trono de España?
– Felipe II – repuso doña Brianda.
– Carlos IV – afirmó doña Inés.
Fray Anselmo impuso silencio, con su mirada de águila, a tanta ligereza femenina…
– Alfonso XIII – respondió entonces Pablo.
– ¿De la casa de Austria todavía?
– No… de la casa de Borbón… rama de la antigua casa de Francia…
– ¡Luego la España de hoy pertenece a Francia, como la Navarra! – exclamó alegremente el vizconde. – ¡Ya lo había previsto el rey Francisco!
– ¡Bah! – interrumpió despreciativamente don Fernando.
– ¡Después de Felipe II, Felipe III y Felipe IV, la casa de Austria se extinguió sin sucesión en Carlos II el Hechizado… – aclaró Pablo.
– Justo – confirmó doña Inés. – Y después vinieron los Borbones, pero Borbones españoles, con Felipe V, Carlos III y nuestro buen rey Carlos IV.
– Desde Carlos IV hasta ahora – terminó Pablo – se han sucedido muchos gobiernos… Hoy reina Alfonso XIII de Borbón.
– ¿Estos gobiernos fueron siempre católicos? – interrumpió fray Anselmo.
– Naturalmente, padre…
– ¿Alfonso XIII es joven?
– Muy joven; pero tiene la prudencia y la ilustración de un viejo.
– ¿Es casado?
– Hace meses.
– ¿Con una princesa de cuál casa?
– De la casa… de Inglaterra – contestó Pablo, algo confuso.
Fray Anselmo se puso de pie, como si se le apareciera el demonio…
– ¿De la herética casa de Enrique VIII y de Isabel?
– Sí, padre. Pero la princesa se ha convertido… se ha convertido previamente, según los cánones…
– Se ha convertido. ¡Sí… si!.. ¿Pero se la ha exorcizado?
– …En su religión protestante llamábase Ena de Battenberg. En su nueva religión de los Reyes Católicos se llama Victoria… ¡Es una bella y virtuosa reina!
Nada más quiso oír el gran inquisidor de Felipe II; agarrándose la cabeza gritó:
– ¡Una hereje en el trono de Carlos V! ¡Una hechicera, llamada Ena, usurpando la corona de Isabel de Castilla! ¡Oh Dios mío, apiádate de tu desgraciada España, apiádate de tu desgraciada ahora y otrora tan fiel y gloriosa España! – Y se retiró a su aposento con lágrimas en los ojos y fuego en los labios.
En un silencio de tumba sintiose como un soplo de destrucción y profecía…
– «Sacrement de Dieu!» – interrumpió el gascón, después de una pausa. – «Jamais je ne pourrais comprendre cet esprit d'exaltation hugonotte qu'on trouve dans le catolicisme d'Espagne.»
– Más os valiera no hablar de ello, si no lo comprendéis – observole don Fernando. – Y agregó, dirigiéndose a toda la compañía: – Buenas noches.
– Buenas noches – respondieron uno a uno, levantándose todos antes de concluir la comida, no sin empinarse el gascón dos o tres copas más de vino tinto.
Sintiendo un vago e indefinible malestar, retirose cada cual a su aposento, a hacer sólo las oraciones, que las demás noches hicieran juntos, bajo la dirección del dominico, en la polvorosa capilla.
Al siguiente día, después de oír, como de costumbre, la misa que fray Anselmo dijera a las seis, Pablo anunció:
– Esta noche hay una gran recepción en Palacio. Acabo de recibir la invitación…
– Pues todos iremos a Palacio, como corresponde a nuestras dignidades – decidió el inquisidor con voz de trueno. – ¡Dios lo manda!
La proposición fue acogida con júbilo general. Don Fernando, doña Brianda y Pablo tuvieron como un presentimiento de que prestarían un inapreciable servicio a la dinastía. Guy y doña Inés vieron al fin llegado el momento de salir de la casa solariega, echar un vistazo por el mundo, a ver si habían cambiado mucho las cosas y los hombres… No se atrevió el