Los monfíes de las Alpujarras. Fernández y González Manuel

Los monfíes de las Alpujarras - Fernández y González Manuel


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madre!

      Este fue el primer pensamiento que brotó de la razon de Yaye, y le extremeció.

      Acaso habia un misterio en el nacimiento de Isabel: acaso amaba con un amor incestuoso á su hermana.

      Cuando llenan la cabeza y conmueven el corazon pensamientos y sensaciones tan profundas, la lengua enmudece, los ojos se asombran, ese organismo que se llama cuerpo humano tiembla.

      Yaye fijaba una mirada fascinada en el retrato y estaba pálido como un cadáver.

      – Esa era tu madre dijo tristemente Juzuf.

      – ¡Mi madre! contestó maquinalmente el jóven; mi madre!

      Pero dominando la reflexion á la razon se encerró en una prudente reserva.

      – Te asombra sin duda, dijo Yuzuf, interpretando mal la confusion de Yaye, ver á tu madre con esas ropas castellanas; con ese tocado castellano, con esa cruz de oro pendiente del cuello. ¡Ah hijo mio! ya te he dicho que tu madre era cristiana: yo, moro de raza, enemigo á muerte del nombre cristiano, no debí haber sucumbido á los amores de una infiel. ¿Pero hay algun hombre que pueda hacerse superior á ese precepto de Dios que dice: hallarás á tu compañera y la amarás?

      Hubo un momento de silencio. Juzuf se volvió al divan y se sentó en él. Yaye se sentó á su lado. Entrambos tenian fija su mirada en el retrato.

      – Y yo no la busqué, continuó Yuzuf; la encontré un dia en esa tabla… al verla me estremecí, temblé: nunca habia temblado: nunca habia conocido el amor y al sentirle no le comprendí. Sin saber por qué no podia separar los ojos de esa tabla, que tenia para mí voz, aliento, vida. Sin embargo entonces era ya hombre maduro, me acercaba á los cuarenta años. Hacía ya diez que por muerte de mi padre habia heredado su espada y su corona. Obedeciendo uno de los consejos que me dió mi padre al morir, vivia por mitad en las Alpujarras, como emir de los monfíes, ó en Granada ó en la córte, como morisco convertido: cuando vivia entre los cristianos llamábanme el hidalgo Diego Vargas y nadie sospechó jamás que yo fuese el rey de aquellos terribles monfíes, cuyo nombre solo aterraba á los castellanos.

      Sabíanlo sin embargo algunos moriscos principales: uno de ellos era don Juan de Córdoba y de Válor, que aunque cristiano en la apariencia era moro de corazon y esperaba, si un dia triunfaba un levantamiento de los moriscos, ser elegido rey de Granada.

      Entre don Juan de Válor y yo existia una estrecha amistad: don Juan sin embargo conocia mis incontestables derechos al trono de Granada: derechos no solo heredados, sino adquiridos en el combate continuo con el cristiano, mientras ellos, los moriscos, vivian en un ocio y una sumision vergonzosas; don Juan me habló muchas veces de confundir en uno nuestros muchos derechos por medio de un casamiento.

      – Yo no tengo hijos le contestaba yo, siempre que don Juan me hablaba á aquel propósito.

      – Pero yo tengo una hermana, me dijo al fin un dia don Juan: una hermosa doncella de diez y ocho años.

      – Reparad en que yo cuento ya cerca de cuarenta.

      – Para esta clase de alianzas no se repara en edades, replicó; basta con que el hombre ofrezca seguridades de sucesion.

      – Por último, don Juan, le dije: vuestra hermana es cristiana, no cristiana como vos lo sois, sino de corazon, por creencia y por costumbre: yo no puedo unirme á una infiel.

      Don Juan no me contestó á esta última decision mia; es de advertir que cuando yo le dí esta contestacion no conocia á su hermana doña Ana: solo tenia noticia de ella y de sus exageradas creencias cristianas por algunos moriscos principales que la conocian: sabia sí que era hermosa; pero habia llegado á los cuarenta años sin rendir tributo á la hermosura, por que mi corazon estaba lleno de ambicion y de sed de venganza por las desventuras de mi patria. El saber que doña Ana de Córdoba era una doncella hermosísima no me habia conmovido.

      Un dia que, de vuelta de un paseo por el campo, pasábamos por una estrecha calleja del Albaicin, don Juan me convidó á subir á casa de un pintor su conocido.

      Aquel pintor era Antonio del Rincon.

      Subimos á una torrecilla donde Rincon pintaba sus cuadros, y lo primero en que reparé, entre una multitud de santos, cristos y vírgenes, fue en esa tabla que estaba puesta junto á una ventana y herida de lleno por la luz.

      En el tiempo que estuvimos allí, no separé la vista de aquella tabla: un poder misterioso é irresistible me arrastraba á la mujer que en ella estaba representada.

      Salimos de allí don Juan y yo, y al dia siguiente volví solo á la casa del pintor. Aquella noche, á mi despecho no habia dormido; ni un solo momento se habia separado de mí el recuerdo de la hermosa castellana. Cuando entré en la habitacion del pintor el retrato estaba en el mismo sitio.

      – ¿Quien es esa dama, si es que podeis decirme su nombre? pregunté á Rincon despues de algunos minutos que estuve hablando con él de cosas indiferentes.

      – Esa dama caballero, me dijo, es doña Ana de Córdoba y de Válor, y me extraña que no la conozcais por que al veros aquí con su hermano don Juan no pareciais sino grandes amigos.

      – En efecto lo somos, pero nunca he visto á doña Ana.

      – Es doña Ana muy recatada.

      – Y decidme, añadí rompiendo por todo: ¿tendriais dificultad en venderme ese retrato?

      – No os le venderé, dijo, pero os le cambiaré.

      – Cambiarle, ¿y por qué?

      – Por vuestro retrato.

      Maravillóme el precio que ponia á su venta Antonio del Rincon.

      – No os extrañe esto, me dijo: sois un hombre poderosamente hermoso (no hago mas que repetir las palabras del pintor, observó Yuzuf, cuya modestia no era fingida) teneis un semblante sumamente noble, los cabellos y la barba negra, brillantes los ojos, tersa la piel, y apenas demostrais treinta años.

      – Pues os engañais, amigo mio, le dije; me acerco ya á los cuarenta.

      – Bien podrá ser, pero desde el momento en que os vi me dije: he aquí que me contentaria mucho que ese caballero me mandase hacer su retrato: os pareceis mucho en lo grave y en lo pensador á mi señor el serenísimo rey don Fernando. Habiendo concebido ese deseo, ya comprendereis que aprovecho la ocasion de que vos deseis poseer el retrato de doña Ana de Córdoba para proponeros un trueque.

      – Acepto con sola una condicion, le contesté, ó por mejor decir con dos condiciones.

      – Sepamos.

      – En primer lugar, habeis de procurar que don Juan no sepa que yo poseo este retrato, para conseguir lo cual hareis otro exactamente igual y se lo entregareis como si fuese el mismo.

      – Eso por supuesto, contestó Rincon.

      – Ademas, insistí, habeis de aceptar el precio de los dos retratos, del suyo y del mio, puesto que son dos trabajos en que os debeis ocupar.

      – ¿Y estais decidido, me dijo mirándome fijamente, á no dejaros retratar sino bajo esas condiciones?

      – Decidido de todo punto.

      – Sea lo que vos querais: con esto creo que nuestro trato esté concluido.

      – Sí por cierto. ¿Y cuándo me entregareis el retrato de doña Ana?

      – Dentro de ocho dias: pero para ello será preciso que dentro de ocho dias esté concluido el vuestro. Hoy prepararé la tabla. Venid á buscarme mañana al amanecer.

      Volví al dia siguiente despues de una noche de insomnio.

      Encontré á Antonio del Rincon trabajando ya en la copia del retrato de doña Ana.

      – ¿No temeis, le dije, que venga don Juan y os coja en el fraude?

      – No por cierto, me contestó: don Juan viene muy de tarde en tarde: ademas, cuando llame, antes de que le abran trasladaré estas dos tablas á lugar seguro. Ahora permitidme que me apodere de vos para trasladaros á la tabla: desde este momento


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