Los monfíes de las Alpujarras. Fernández y González Manuel

Los monfíes de las Alpujarras - Fernández y González Manuel


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me colocó frente al retrato de doña Ana de pié, puesta una mano en la cadera, y sosteniendo con la otra mi gorra.

      Rincon empezó á trabajar: al poco espacio yo no veia nada; no pensaba en nada; solo veia á doña Ana que estaba frente á mí, solo pensaba en ella: no sé cuanto tiempo estuve inmóvil en aquella posicion, mirando enamorado, loco, á doña Ana.

      Al fin Rincon lanzó un grito de triunfo.

      – ¡Es mi mejor obra, mi grande obra! exclamó: ¡jamás he pintado una cabeza como ésta! ¡Mirad!

      En efecto, al ver la cabeza que enteramente habia pintado Ricon, me estremecí: en aquella cabeza enteramente semejante á la mia, estaban pintados al mismo tiempo el deseo, la ansiedad, la duda: mis ojos exhalaban una ardiente mirada de amor: Rincon habia sorprendido la expresion con que yo habia estado contemplando el retrato de doña Ana, y la habia trasladado á la tabla. Solo al ver la obra del pintor, examinándome á mi mismo, comprendí que estaba enamorado.

      – Es necesario que borreis esa cabeza, le dije.

      – ¡Borrarla! ¡quereis borrarla! exclamó con ímpetu poniéndose en actitud amenazadora delante de la tabla; ¿quereis arrebatarme mi fama? Esto seria cosa de andar á estocadas.

      Fue necesario ceder ante el entusiasmo de Rincon. Durante ocho dias estuve yendo todas las mañanas al amanecer y permanecí en casa del pintor durante cuatro horas. Al cabo de los ocho dias mi retrato enteramente concluido, habia desaparecido: en cambio, Rincon, despues de haber envuelto cuidadosamente en paños el retrato de doña Ana y metídole en un cajon, me lo habia entregado.

      El retrato habia sido trasladado á este mismo lugar. Hace mas de veinte y cuatro años que está ahí; hace mas de veinte y cuatro años que ese tapiz le cubre, que esa lámpara le alumbra.

      El anciano se detuvo como para tomar fuerzas: despues de algunos momentos de silencio continuó:

      – Durante muchos dias pasé largas horas delante de ese retrato: lentamente mi amor, que estaba en lucha con mi razon, fue venciéndola: nació en mí primero débil y dominada por un invencible horror al nombre cristiano, la idea de mi casamiento con doña Ana: cuando pensaba en esto, mas que la idea de unirme á una cristiana me atormentaba el temor de no ser amado por ella. Mi edad doblaba la suya. ¿Pero no me habia dicho Antonio del Rincon que aun parecia jóven, que aun parecia hermoso? Entonces por la primera vez, mi limpia adarga me sirvió de espejo: ví que mis cabellos eran negros, mi barba poblada y brillante, mi piel tersa, mis ojos jóvenes: comprendi que un contínuo y rudo ejercicio al aire puro de la montaña, mi ignorancia hasta entonces del amor, y la exuberancia de vida que ardia en mi sangre, me habian conservado jóven, en la edad en que otros se encontraban en el otoño de su vida. Tenia alguna esperanza. Habia ademas en la expresion reflexiva y pura de doña Ana algo que me decia: esa mujer no puede amar á un hombre cualquiera: esa mujer no ha amado aun: algunas veces cuando hacia mucho tiempo que mis miradas estaban fijas en el retrato, me parecia que la pintura tomaba vida, que sus ojos brillaban, que con una mirada intensa, emanada del alma, me decian: ¡yo te amo!

      Necesité conocer á doña Ana, pero no quise conocerla bajo la impresion de los consejos de su hermano, que indudablemente estaba interesado en que yo fuese su esposo.

      Me trasladé á Granada, y uno de mis monfíes, mozo despierto y que conocia perfectamente las costumbres de los cristianos, supo enamorar á una de las doncellas de doña Ana: por ella supo él, y por él yo, que doña Ana jamás habia amado, ni recibido billetes, ni escuchado galanteos; que solo salia de su casa para ir á misa á la colegiata del Salvador y aun asi muy temprano; que era buena hija y buena hermana, piadosa y ardientemente caritativa.

      Yo, que jamás habia entrado en la iglesia de Cristo, sino para no hacerme sospechoso, entré en ella para conocer á doña Ana.

      Coloquéme junto al presbiterio el primer dia de misa á primera hora: cada mujer que adelantaba cubierta con un manto hacia latir mi corazon: al fin apareció una, esbelta, de continente magestuoso, y mi corazon sin dudar me dijo: ella es: precedíala un paje que llevaba un cojín y seguíanla una dueña y un rodrigon.

      Afortunadamente el paje colocó el cojin á poca distancia de las gradas del presbiterio, casi junto á mí. Doña Ana se arrodilló: en el primer momento no me vió, luego, como por acaso me viese, palideció, hizo un movimiento de sorpresa, partió de sus ojos una mirada involuntaria, aquella misma mirada que yo habia creido ver algunas veces en su retrato y que parecia decirme: yo te amo, y súbitamente se ruborizó, bajó los ojos, y no los volvió á alzar hasta que, concluida la misa, se volvió rápidamente como temiendo encontrarme y se encaminó á la puerta del templo. Yo me habia adelantado y la esperaba; la ofrecí agua bendita, la tomó maquinalmente y volvió á mirarme de una manera involuntaria y rápida. Despues desapareció.

      No podia dudar de que habia causado una profunda impresion en doña Ana: esto me llenaba de esperanza y por consiguiente de felicidad: al dia siguiente estuve á la misma hora en la iglesia.

      Doña Ana llegó y se situó en el mismo sitio. Aquel dia me miró frente á frente, pero serena y tranquila. Al darla agua bendita la recibió, y me dió modestamente las gracias.

      Asi pasaron quince dias.

      Al fin me decidí á darla un billete que llevaba ya hacia algunos dias preparado y que no me habia atrevido á darla; al salir, al mismo tiempo que la daba agua bendita, la dí recatadamente el billete.

      Doña Ana le recibió.

      En aquel billete la suplicaba que al mediar aquella noche, se asomase á sus miradores.

      Al llegar la hora de la cita estaba yo en la calle: al dar las doce los miradores se abrieron, pero solo por un momento: salió por ellos una mano, y dejó caer un billete á la calle.

      Aquel billete decia únicamente:

      «Mi recato no me permite hablaros sino en presencia de mi hermano.»

      Preciso fue volver al frecuente trato de don Juan; preciso fue que, aprovechando la primera ocasion, le dijese que habia pensado al fin que mi casamiento con su hermana me parecia conveniente y hasta necesario.

      Al fin pude hablar á doña Ana: mi amor, tratándola, se desbordó y ya no reparé en nada.

      Un mes despues de mi entrevista con doña Ana, era su esposo.

      Cuando ya despues de ser su esposo me ví solo con ella, doña Ana me asió de la mano y me llevó á un pequeño retrete.

      – Mirad, me dijo, y comprended la razon de que yo me ruborizase y me conmoviese al veros por primera vez.

      Y me señaló mi retrato pintado por Antonio del Rincon.

      – Ese retrato ha estado hasta ahora en los aposentos de mi hermano, pero al ser vos mi esposo, ese retrato ha entrado con vos en mi aposento.

      – ¿Y cuánto tiempo hace que estaba ese retrato en vuestra casa antes de que me conocieses? la pregunté.

      – Seis meses, me contestó; y fuerza es confesároslo… puesto que soy vuestra esposa y que os he jurado amor ante Dios… antes de conoceros, os amaba.

      Entonces lo comprendí todo: comprendí que mi matrimonio con su hermana era la ambicion de don Juan de Válor, que habia comprendido que yo no podria verla sin amarla, y que se habia valido para casarme con ella de Antonio del Rincon.

      Pero ella mientras vivió no supo ni que su retrato estaba en mi poder, ni que yo era el poderoso emir de los monfíes.

      Tu madre me creia cristiano de buena fe, hijo de moriscos convertidos, y para ella no tenia otro nombre que Diego Vargas.

      Al año de nuestro matrimonio naciste tú.

      A los dos años murió tu madre.

      – ¡Oh! exclamó Yaye profundamente: bien desgraciado fuisteis en vuestros amores, señor.

      – Si, y doblemente desgraciado, porque tu madre murió asesinada por la Inquisicion.

      Yaye se alzó como impulsado por un poder sobrenatural; cubrió su rostro una palidez de muerte, brilló en sus ojos una mirada letal, y tomó una actitud de amenaza que hubiera impuesto


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