Los monfíes de las Alpujarras. Fernández y González Manuel

Los monfíes de las Alpujarras - Fernández y González Manuel


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vuelta del monfí que habia ido á buscar los caballos, mientras Abd-el-Gewar comia lentamente dentro del aposento su guiso de liebre con la mejor buena fe del mundo.

      El dia estaba despejado, y un sol tibio y brillante iluminaba de lleno los corredores: Yaye se puso á pasear á lo largo de ellos.

      Sus anchas espuelas producian un ruido sumamente sonoro, al que se unia el de su espada que, pendiente de un cinturon de dobles tirantes, arrastraba por el pavimento terrizo.

      Por este ruido su presencia fue notado por el huésped, ó, mejor dicho, por la huéspeda de un aposento situado en el comedio del corredor.

      Decimos huéspeda, porque á los pocos pasos que dió Yaye, se abrieron las maderas de una reja situada junto á la puerta de aquel aposento, y apareció en ella una cabeza de mujer.

      Pero una cabeza característica. Un tipo evidentemente extranjero, pero enérgicamente hermoso.

      Esta mujer, ó mejor dicho, esta jóven, porque á lo mas podria tener veinte años, era densamente morena, pero con un moreno límpido, encendido, brillante: sus ojos eran negros, de mirada fija, de gran tamaño, y llenos de vida y de energía, pero de una energía casi salvaje: bajo una toquilla blanca se descubrian sus cabellos, abundantísimos, rizados, negros, hasta llegar á ese intenso tono del negro que produce reflejos azulados: tenia la nariz un tanto aguileña, la boca de labios gruesos pero bellos, y el semblante ovalado, el cuello esbelto y mórvido, anchos los hombros y alto el seno.

      Esta mujer miraba con suma fijeza, y con una fijeza que podriamos llamar solemne, á Yaye que con la cabeza inclinada sobre el pecho, las manos metidas en los bolsillos de sus gregüescos, y profundamente pensativo, seguia paseándose sin reparar en la desconocida, y si alguna vez miraba, no era hácia la parte de adentro, sino hácia la de afuera, al portal del meson.

      La desconocida no dejaba de mirarle con un interés marcado, en que sin embargo no habia esa expresion de la mujer que mira á un hombre que la agrada: á pesar de esto concebiase que la desconocida queria ser mirada, y no solo mirada, sino admirada; deseaba en una palabra, á todas luces, interesar á Yaye, puesto que se aliñó un tanto los rizados cabellos, se colocó en el centro del pecho una preciosa cruz de oro, que pendia de un hilo de gruesas perlas de su cuello, y apoyó lánguidamente la cabeza en su mano derecha, cuyo desnudo y magnífico brazo se apoyaba en el alfeizar de la reja.

      Sin embargo, abismado en sus pensamientos, Yaye no la vió.

      Notóse una lucha interna en el semblante de la jóven, y por tres veces sus mejillas se pusieron excesivamente encendidas, señal clara de que luchaba entre el deseo de hacerse ver por el jóven, y la vergüenza de provocar su atencion.

      Al fin con la voz temblorosa, con el semblante encendido y la mirada insegura, dijo á media voz:

      – ¡Caballero! ¡noble caballero!

      La voz de la jóven era sonora, grave, dulce; pero en medio de su dulzura, que tenia mucho de la dulzura y de la languidez del acento andaluz, se notaba por su pronunciacion que era extranjera.

      Ese no sé qué misterioso que hay en el timbre de la voz de algunas mujeres, que acaricia, que halaga, que suplica, que manda á un tiempo, hizo extremecer con un movimiento nervioso á Yaye, que se volvió.

      – ¿Me habeis llamado, señora? dijo Yaye, mirando á la jóven con la fijeza del asombro que causa en nosotros la vista de una mujer poderosamente bella, por mas que estemos enamorados de otra.

      La extranjera comprendió que habia logrado admirar á Yaye, y se sonrió de una manera tentadora.

      Yaye, á pesar del recuerdo de Isabel, sintió una dulce sensacion al notar la sonrisa de la desconocida.

      – Sí, os he llamado, dijo esta; y como tengo muy poco tiempo para hablaros, quiero que no extrañeis mis palabras, que, si Dios quiere, os explicaré en otra ocasion. ¿Vais á Granada?

      – A Granada voy.

      – ¿Cómo os llamais?

      – Juan de Andrade.

      – ¿Sereis tan generoso que querais amparar á dos mujeres desgraciadas?

      – ¡Oh! para amparar á una mujer, no es necesario ser generoso.

      – Pues bien: cuando esteis en Granada, procurad conocer al capitan Alvaro de Sedeño.

      – ¿Y para qué?..

      – Somos víctimas de la brutalidad de ese hombre, mi madre y yo: mi honor peligra en su poder… prometedme que nos defendereis, caballero, que nos salvareis… hacedlo… y si lo quereis, seré vuestra esclava.

      – Os prometo hacer por vos cuanto pueda, contestó conmovido Yaye.

      – Y yo os creo, porque en la mirada de vuestros ojos se nota que sois un hombre de corazon y de virtud…

      – ¿Alvaro de Sedeño habeis dicho?

      – Sí.

      – ¿Capitan de los tercios del rey?

      – Sí, capitan de infanteria española, de los que fueron á Méjico.

      – ¿Sois mejicana?

      – Soy hija del rey del desierto, del valiente Calpuc.

      – ¡Hija de una raza subyugada, esclavizada, infeliz! murmuró Yaye.

      – Para salvarme de ese hombre, necesitareis no solo valor, sino oro. Tomad, y adios. No me olvideis.

      Y la mejicana dejó caer en las manos de Yaye un magnífico ceñidor de perlas de inmenso valor, despues de lo cual cerró la ventana.

      Yaye miró por un momento aquel largo y pesado ceñidor que ademas estaba enriquecido en su broche con gruesa pedreria, y le guardó despues en su limosnera.

      – Si Isabel no se ha casado, dijo, seré feliz, y justo es que los que somos felices, no nos olvidemos de los desgraciados: si se ha casado, si no puede ser mia, ¡oh! entonces… necesitaré matar á alguien, y me vendrá bien castigar á un infame… ¡el capitan Alvaro de Sedeño…! ¡algun aventurero rapaz… sin corazon…! ¡dos esclavas…! ¡madre é hija…! ¡la esposa y la hija de un rey…! ¡infelices…! y luego… luego es necesario devolverla esta joya… debemos procurar no parecernos á los aventureros castellanos.

      Acaso Yaye no se hubiera mostrado tan propicio para proteger á un hombre.

      Por lo que vemos, Yaye estaba muy expuesto á engañarse acerca del verdadero móvil de su caridad para con las mujeres.

      Lo cierto es que, á pesar de Isabel, los ojos de la princesa mejicana, tan extrañamente encontradas en un meson de las Alpujarras, le habian impresionado.

      Lo cierto es que, á pesar de su indudable y ardiente amor por Isabel, no podia desechar el recuerdo de la encendida mirada de la extranjera.

      Yaye era un ser digno de lástima.

      Bajó en dos saltos la escalera, atravesó el corral, y entró en el zaguan.

      – ¡Harum! dijo, llamando.

      – ¿Qué me mandais, señor? dijo Harum, acercándose á Yaye sombrero en mano.

      – Sígueme.

      Harum siguió á Yaye que le llevó al corral, y cuando no podian ser vistos de nadie, le dijo:

      – ¿Ves aquel aposento que tiene junto á la puerta una reja?

      – Sí señor.

      – Allí moran dos mujeres: no conozco mas que á una de ellas: es morena, jóven, con los ojos negros y los cabellos rizados: ademas con ellas anda un capitan castellano. Quédate en el meson, y sin que nadie pueda reparar en ello, observa á esa gente, síguela: ve dónde para, no pierdas ni un solo momento de vista á esas damas: si es necesario protegerlas, protégelas.

      – ¿Hasta matar?..

      – Hasta matar ó morir.

      – Muy bien, señor.

      – Cuando lleguen á Granada, observa en qué casa habitan.

      – Lo


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