Los monfíes de las Alpujarras. Fernández y González Manuel
estudios y mediante la proteccion del cardenal don fray Francisco Jimenez de Cisneros, para el cual era recomendable todo jóven de talento, aplicado y honesto en las costumbres, habia pasado á ocupar un oficio de alcalde de la Sala de Casa y Córte en la Real Audiencia de Granada.
Allí y por causa de un embrollado proceso conoció el licenciado Juan de Céspedes á una viuda hermosa, ó que se lo pareció, pero pobre, y el resultado de este conocimiento fue, que algunos meses despues el señor Juan de Céspedes, ya hombre maduro, casó con doña Irene de Avendaño que hacia mucho tiempo que habia dejado de ser una rapaza.
En 1523 doña Elvira de Céspedes y Avendaño, fue el fruto de bendicion que dió Dios á los esposos; fruto tardio de la dueña cuarentona doña Irene, que sucumbió á un parto demasiado laborioso, dejando por único consuelo al afligido alcalde de Casa y Córte una hermosísima niña.
La educacion de una hija no era lo mas á propósito para un hombre á quien habian hecho duro y abstracto la pobreza y los estudios, cualidades que se habian exacervado con el continuo ejercicio de sentenciar á horca y galeras, á todo vicho viviente que se le habia venido á las manos entre las fojas de un proceso. El licenciado Céspedes que hasta entonces nada habia encontrado grande y difícil mas que la recta aplicacion de la ley, sintió que le habia caido encima una montaña con la muerte de su esposa, que le sentenciaba por entero á la crianza de su hija.
Pero consideró que en cinco años á lo menos no urgia pensar en la educacion decisiva de doña Elvira, y contó muy prudentemente con que en aquellos cinco años se le ocurriria bien un medio de salir del atolladero.
Pero hé aquí que apenas la niña habia salido de la lactancia, se encontró el licenciado, con que, sin haberlo pretendido, el emperador y rey don Carlos V, le nombraba oidor de la Real Audiencia de Méjico, que acaba de crearse.
La obligacion de justificar el carácter de nuestro personaje, con la apreciacion de su educacion y de su vida íntima, nos pone en el caso de hacer otra digresion relativa al por qué se habia dado al licenciado Céspedes, sin que lo pretendiese, un oficio codiciadísimo, en el riñon de aquel tesoro de la corona de Castilla que se llamaba Nueva-España, oficio á que él no habia osado aspirar en sus mas insensatos sueños de ambicion.
Todo tiene su causa en este mundo: todo consistia en que el licenciado Céspedes despues de haberlo pensado y repensado durante dos años, habian encontrado que el mejor medio de procurar á su hija una educacion conveniente era darla una segunda madre.
Una vez ejecutoriada esta providencia en el censorio del alcalde de Casa y Córte, halló que para cumplirla necesitaba de todo punto casarse, para casarse tener novia, para tenerla buscarla.
Y la halló, como quien dice, debajo de la mano, en una su vecina, hija de un capitan inválido de los tercios de Italia, pobre pero honrada, sobre honrada jóven, y como complemento de conveniencias, exceptuando la pobreza, fresca y robusta.
No era hombre el licenciado Céspedes que á los cuarenta y cinco años se anduviese con telégrafos (que hoy se dice) ni con billetes, ni con otras gerzonias, diametralmente opuestas á su carácter natural, y sobre todo á su carácter judicial: asi es que, despues de haberlo maduramente decidido, se puso un dia su loba mas rica, su mejor golilla y su reluciente espadin de córte, y se presentó casa de su vecino el valiente capitan de los tercios de Italia Illan de Aponte, al que redondamente pidió su hija por esposa.
El capitan no encontró razon para echar á la calle aquella fortuna tan inesperada, que tan de rondon y tan formal se metia por las puertas de su casa.
Entonces no se contaba para nada con la voluntad de las mujeres, ya se tratase de casarlas, ya de emparedarlas en un convento. El capitan Aponte dió palabra formal de soldado honrado al alcalde de Casa y Córte, de que su hija seria su esposa.
Dióse traslado á la parte, esto es: á doña Clara, que así se llamaba la pretendida.
Esta se sobrecogió, se puso pálida y tartamudeó algunas palabras que su padre atribuyó al pudor natural de una doncella de veinte años.
El padre se engañó.
Lo que causaba el sobrecogimiento de su hija era que estaba enamorada de un mancebo noble, hermoso y rico, y comprometida con graves compromisos, de que pudiera haber dado testimonio cierto postigo situado en cierta calleja.
Ello es el caso que el amante supo que se le habia metido entre su amor y su amada, como una cuña de hierro, á la que servia de mazo la autoridad paterna, todo un alcalde de Casa y Córte.
A grandes males grandes remedios: el noble y rico mancebo, se puso su mas rico trage de brocado, su cadena de mas valía y sus mejores preseas, y acompañado de lacayo y escudero, se presentó en la casa del capitan de Italia y dejó oir en ella el aristocrático y altisonante nombre del marqués de la Guardia.
Apresuróse á recibirle el capitan. El noble marqués le dijo sin rodeos que queria ser esposo de doña Clara.
¡Ira de Dios y quien podria contar la impresion que causaron estas palabras en el honrado veterano! Levantóse delante de él como una horrenda fantasma la palabra que habia dado al alcalde de Casa y Córte, porque, al fin, teniendo para su hija un marqués jóven y poderoso, era indudablemente una desgracia tenerse que contentar con un golilla, ya casi viejo, casi pobre y mas de un casi feo.
El capitan tardó quince minutos en contestar; al fin haciendo un esfuerzo y tragando saliva, dijo que tenia empeñada su palabra, y que no faltaria á su palabra por nada del mundo.
El marqués iba preparado á esta respuesta y la contestó sin detenerse un punto.
– Vos no os habreis comprometido á casar vuestra hija sino en España.
Miró con asombro el capitan al marqués porque no le comprendia.
– Quiero decir que si ese hombre á quien habeis dado vuestra palabra se viese obligado á pasar los mares y á llevarse vuestra hija…
– Indudablemente, esa circunstancia me dejaría en libertad, dijo el señor Illan.
– Pues os juro que quedareis libre… solo os pido.
– ¿Qué…?
– Que dilateis con cualquier pretexto el casamiento de vuestra hija durante quince dias, solos quince dias, y que guardeis un profundo secreto acerca de nuestra vista.
El capitan lo prometió solemnemente: esto era una especie de conspiracion contra el alcalde de Casa y Córte: una traicion, pensando severamente; pero el caso era cubrir las apariencias, y sobre todo se trataba de un golilla, de uno de esos hombres que estan tan acostumbrados y tan prácticos para buscar callejuelas á la ley.
El alcalde era tratado en su propio terreno y con sus propias armas.
El marqués escribió aquel mismo dia á un su amigo de la córte, hombre poderoso y muy privado de los privados del emperador; á su carta acompañaba un libramiento de buena ley de mil ducados.
A los doce dias, sin saber cómo ni por donde, el alcalde de Casa y Córte recibió una provision de oficio de oidor de la Real Audiencia de Méjico.
En los primeros momentos de júbilo el licenciado Céspedes se trasladó provision en mano casa de su futuro suegro.
Pero este con gran asombro suyo le dijo gravemente:
– ¿Y pensais aceptar, señor Juan de Céspedes?
– ¡Que si pienso aceptar! exclamó con extrañeza el alcalde: pues decidme: ¿qué harías vos si os nombrasen virey de Méjico ó de Santiago de Cuba?
– Aceptaria con toda mi alma: ya lo creo.
– Pues ved ahí que con toda mi alma acepto yo.
– Pues en ese caso… dijo con una verdadera turbacion el capitan, en ese caso, yo os retiro la palabra que os he dado.
La turbacion del capitan consistia en que el buen hidalgo no habia ejecutado nunca dobles papeles y le repugnaba la intriga.
– ¡Qué… me retirais vuestra palabra!.. es decir, ¿cuando puedo acumular sin ofender á Dios ni á la justicia grandes riquezas?