Los monfíes de las Alpujarras. Fernández y González Manuel

Los monfíes de las Alpujarras - Fernández y González Manuel


Скачать книгу
Don Diego era valiente, pero no con el valor espontáneo entusiasta y leal de los héroes: el valor de don Diego, rayando siempre en la ferocidad y siempre conducido por una intencion dañina y desleal, era, preciso es decirlo, el valor del bandido. Era espléndido y generoso, pero jamás estas prendas produjeron una buena accion: tiraba su dinero con la misma indiferencia con que se arroja lo que nada vale; jugaba y perdia sumas enormes sin alterarse ni entristecerse, y del mismo modo sin afan ni alegría, las ganaba; favorecia á todo el que á él se acercaba, ó por mejor decir, á todo el que por su vida escandalosa y aventurera y por sus libres costumbres, habia adquirido la funesta nombradía de camorrista, burlador, taur ó maton; gustábanle á perder esa clase de hombres audaces que viven descuidadamente sobre el país y sobre el presente, sin meterse á considerar quienes eran, de donde venian ni á donde iban: los lugares de su mas asídua asistencia eran los garitos, las mancebías y las tabernas, en las que se entraba sin pudor alguno á la luz del sol, y delante de las gentes, con la frente alta y como desafiando á la opinion pública; en nada invertia con mas placer su dinero que en corromper la virtud de las mujeres, produciendo la vergüenza ó la desesperacion de un padre, de un esposo ó de un amante; sus mancebas, de las cuales tenia á un tiempo un número escandaloso, ostentaban un fausto insolente y despues de algun tiempo, abandonadas y corrompidas, iban á aumentar con sus vicios la hedionda corriente de cieno que de tal manera inficionó las costumbres de España en el siglo XVI.

      Tal era el primer hombre del mundo que veia ante sí doña Elvira de Céspedes, y decimos del mundo por que su confesor, el capellan, el sacristan y el andadero de las monjas, á quienes veia todos los dias, eran hombres del claustro, y viejos, feos, sucios, en contraposicion de don Diego de Válor, que era jóven, hermoso, de mirada audaz, gallardo y riquísimamente vestido.

      Don Diego en efecto tenia, como sabemos, una hermana: doña Isabel, y ademas un hermano menor llamado don Fernando.

      Su padre, Muley Mahomad-ebn-Omeya, uno de los walies de Granada que mas se distinguieron en su juventud en la conquista, habia pasado al servicio de los Reyes Católicos, se habia convertido bajo el nombre de don Juan de Córdoba y de Válor, recibiendo en premio una carta de nobleza y el amayorazgamiento de sus bienes con el título de señor de Válor, y habia casado, por último, y siendo ya hombre de cierta edad, con una morisca parienta suya llamada Inés de Rojas.

      Esta le habia dado sucesivamente dos hijos y una hija, poco despues de lo cual murió don Juan, dejando su mayorazgo y su título á Don Diego, y la curaduría de sus tres hijos á su esposa doña Inés.

      Murió esta años adelante, y dejó la tutela de sus hermanos menores á don Diego.

      Parecia, pues, que este iba legítimamente á tratar de la entrada de su hermana doña Isabel en el convento.

      Pero no pensaba ciertamente en ello; era un pretexto: don Diego habia sabido por el marqués de la Guardia, hombre ya machucho, el mismo de la burla que mató al padre de doña Elvira, su grande amigo, tan disipado como él y tan tremendo calavera, aquella historia de desdichas, la existencia de doña Elvira en el convento de santa Isabel y la fama de su hermosura.

      ¿Cómo el marqués de la Guardia no habia visitado nunca á doña Elvira?

      La razon era muy sencilla: al procurarla medios de subsistencia, al dotarla, solo habia pensado en reparar de algun modo una falta: habia buscado un eclesiástico: le habia entregado como fidei comiso y bajo confesion aquel dinero, y despues se habia ausentado de Granada con su esposa.

      Durante muchos años anduvo vagando por España é Italia, gastando gentilmente sus rentas, hasta 1539, en que murió su esposa y se volvió á Granada viudo y sin hijos, entregándose desde entonces con toda libertad á los excesos del otoño del calavera, que es la época mas azarosa de la vida de esta clase de gentes, y durante la cual hacen mas daño á la sociedad, sobre todo cuando son tan ricos y tan audaces como el marqués de la Guardia.

      Don Diego de Córdoba era una especie de astro entre cierta clase de gentes en Granada y como el marqués de la Guardia por propension y por costumbre se fué á buscar aquella clase de gente encontráronse un dia los dos astros girando en una misma órbita.

      Cuando dos hombres de este jaez se encuentran, sucede irremisiblemente una de estas dos cosas: ó se chocan duramente y se matan, ó se unen y se hacen camaradas de libertinage.

      Esto ultimo aconteció al encontrarse don Diego y el marqués de la Guardia: el segundo casi doblaba la edad al primero; pero por lo demás en cuanto á fortuna, conducta y aficiones eran iguales.

      Durante dos años fueron en Granada una epidemia social; una de esas pústulas crónicas y malignas que solo se curan á yerro ó á fuego.

      A principios de 1541 y cuando una noche el marqués se preparaba para salir á una aventura galante, se encontró en su casa con un humilde acólito que le entregó de parte del cura de la parroquia de san Luis, un papel en que bajo una enorme cruz se leian estas breves y solemnes palabras.

      «Señor marqués de la Guardia: en este momento me hallo próximo á rendir el alma al Criador. Hace trece años me entregásteis, bajo confesion, cierta suma, mediante la cual debia educarse en un convento y dotarse, llegada que fuese á los diez y seis años, una pobre huérfana. He cumplido como debia el encargo de vuecelencia; pero estando próximo á morir, habiendo llegado la época en que doña Elvira entre en el claustro como religiosa ó vuelva al mundo, un grave deber de conciencia me obliga á suplicaros que vengais á verme al momento. El dador os guiará. Guarde Dios á vuecelencia. De mi lecho de muerte á 16 dias del mes de enero, año de nuestro Señor de 1541. – El licenciado Pero Ponce.»

      Dió dos vueltas el marqués á la carta, quedóse pensativo y no sabemos por qué presentimiento vago, renunció á su aventura y se decidió á ir á la cita que se le pedia á nombre de una jóven de diez y seis años que casi podia llamarse su ahijada.

      Siguió al acólito y muy pronto estuvo frente al lecho del moribundo.

      – Vos por un capricho, por una locura de jóven, le dijo el párroco de san Luis, á las pocas palabras que hablaron, causásteis la muerte del padre, no causeis, señor, por impremeditacion la pérdida de la hija: doña Elvira no ha nacido para el claustro; si abandonada y desesperada profesa, blasfemará, perderá su alma; si sale del convento sin el apoyo de una persona que la ame, que la proteja, se perderá porque es hermosa; pero aun es tiempo, velad por ella, salvadla: no está pervertida, tiene un corazon ardiente, impresionable… vos, señor, que aun sois jóven, que aun podeis haceros amar, ¿por qué no embelleceis el otoño de vuestra vida con el amor de esa niña haciéndola vuestra esposa?

      – ¿En qué convento vive? dijo profundamente pensativo el marqués.

      – En el de santa Isabel la Real.

      – ¿Y decis que es hermosa y digna de un caballero?

      – Os lo juro, señor, y os digo mas: la amo como á una hija y no moriré tranquilo sino me jurais que vos, que hoy sois su padre adoptivo, la amparareis.

      – Esa jóven corre por mi cuenta, dijo el marqués pronunciando estas vulgares palabras de tan ambiguo sentido con una entonacion singular.

      – ¿Quereis que os nombre su tutor en mi testamento? ¿quereis que os dé un testimonio de lo que habeis hecho por ella?

      – No, no, de ningun modo, no quiero que sepa que yo he hecho nada por ella.

      – ¡Oh! ¡que generoso sois señor! Dios os bendiga.

      – Dejad la tutela de esa jóven á la abadesa.

      – Lo haré así.

      – Y ahora ved si os queda algo que satisfacer en el mundo para que yo lo satisfaga por vos.

      – ¡Ah! no señor; desgraciadamente quedé huérfano y sin pariente alguno muy jóven; he vivido consagrado á mi ministerio y nada tengo que hacer mas que legar la mitad de mis cortos ahorros á los pobres, la otra mitad á doña Elvira, á doña Elvira que es mi corazon, señor, añadió el buen sacerdote mirando de una manera anhelante al marqués.

      – Descuidad, descuidad en mí, señor licenciado; si Dios ha dispuesto que murais, morid


Скачать книгу