Los monfíes de las Alpujarras. Fernández y González Manuel

Los monfíes de las Alpujarras - Fernández y González Manuel


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el deseo de conocerle, Yuzuf le contestaba:

      – Cuando yo haya puesto mi corona sobre la frente de mi hijo, y tu hermana haya sido su esposa, le conoceras.

      Don Diego se veia obligado á satisfacer con estas palabras brevísimas del inexorable anciano su curiosidad por conocer á su primo.

      Pero aconteció que un dia Yuzuf compró en el barrio del Zenete de Granada una hermosa casa que lindaba con la en que vivia doña Isabel. Aquella casa fue suntuosamente alhajada y un mes despues fueron á vivir á ella un anciano y un jóven.

      El anciano era Abd-el-Gewar, y don Diego le conocia como uno de los servidores mas allegados del emir; el jóven era Yaye, pero don Diego no le conocia.

      La circunstancia de ser Abd-el-Gewar ayo de Yaye, la frecuencia con que entraba en la casa Yuzuf y el extremado amor con que trataba al jóven, hicieron sospechar á don Diego si Yaye era hijo del emir.

      Pero prudente como se lo aconsejaba la reserva del anciano, guardó sus sospechas y solo se redujo á observar si aquella mudanza tan cerca de su casa, tendria por objeto el que los dos jóvenes se conociesen y se amasen espontáneamente antes de saber que estaban destinados desde antes de su nacimiento el uno para el otro.

      Don Diego observó que Abd-el-Gewar y Yaye solo estaban en Granada durante el verano; pretendió averiguar la causa de estas ausencias periódicas, y supo que el señor Juan de Andrade, cuyos padres no se conocian, y que estaba confiado al cuidado de Abd-el-Gewar, era estudiante en Salamanca: esto desvaneció sus sospechas. Don Diego no podia comprender que Yuzuf destinase á su hijo á clérigo ó á oidor; pensar en esto era absurdo; pero observó sí, que su hermana doña Isabel pasaba los meses del invierno triste v retirada, y que á la venida del verano ó por mejor decir de Yaye, se hacia mas comunicativa y alegre.

      Don Diego quiso saber si habia amoríos entre el estudiante Juan de Andrade y su hermana. Nada consiguió. La dueña, encubridora de doña Isabel, ó ignorante de sus amores con Yaye, le afirmó que su hermana no amaba á nadie, ni pensaba amar: y en cuanto á su hermano don Fernando no habia visto rondaduras en la calle ni nada que demostrase que hubiese galan, enamorando á doña Isabel.

      Don Diego se cansó al fin de unas pesquisas que nada le habian revelado, y se resignó á esperar á que el emir de los monfíes sacase á luz á su misterioso hijo.

      Pero entre tanto se cruzó un incidente en el proyectado enlace, que vino á probar que el hombre propone y Dios dispone.

      Don Diego vivia en completa comunicacion con Yuzuf, en la continua y sorda conspiracion que sostenian los moriscos contra los cristianos, como todo pueblo vencido contra su vencedor.

      El hombre que mas confianza inspiraba á don Diego para ser portador de sus cartas y mensages á Yuzuf, era un morisco llamado Miguel Lopez entre los cristianos, y entre los moriscos Xerif-aben-Aboó.

      Era un morisco de buen linage, pero poco considerado por sus costumbres licenciosas: apreciábase el solo por su valor, y por su ciego odio á los cristianos. Tenia otra cualidad recomendable: una reserva sin límites, y una actividad suma para todos los negocios que tenian relacion con la libertad de su patria.

      Por estas dos cualidades se servia de él don Diego.

      Entraba Miguel Lopez libremente tanto en la casa de este como en la de su hermano don Fernando, y habia tenido ocasion de ver una y otra y cien veces á doña Isabel.

      Miguel Lopez se enamoró de ella.

      Pero al enamorarse comprendió que tenia ya cuarenta años, que era mas que medianamente feo y zafio, y ademas, que el orgulloso don Diego de Válor, jamás consentiria en darle una hermana suya siendo como era pobre, y estando ademas oscurecido y en la humillante condicion de un hombre que sirve por un salario.

      Miguel Lopez procuró dominar su amor: pero su amor pudo mas que él y le dominó.

      Entonces Miguel Lopez pensó que un pobre y un criado cuando sirve en ciertos negocios, es un cómplice de su amo, y que un cómplice puede hacerse á veces tan temible, que no pueda negársele nada.

      Miguel Lopez meditó y tramó un plan diabólico, y cuando estuvo seguro de su éxito, se presentó una mañanita, muy de mañana, en casa de don Diego.

      – Tengo que hablaros á solas, le dijo.

      Pensó don Diego que se trataba de alguno de los asuntos en que comunmente empleaba á Lopez, y se encerró con él.

      – ¿De qué se trata? dijo don Diego.

      – Trátase, contestó Miguel Lopez, entrando de lleno y bruscamente en el asunto, de que es necesario que me deis por mujer á vuestra hermana doña Isabel.

      Don Diego ofendido gravemente por la extraña é insolente proposicion de Miguel Lopez, se sorprendió y adoptó para con su hasta entonces confidente, una actitud altiva y despreciadora que nunca habia usado. El noble señor se erguia ante la insolente demanda del siervo, y en aquella altivez habia mucho de amenaza.

      Miguel Lopez no se desconcertó.

      – Sabia, dijo á don Diego, de qué modo habiais de recibir mi peticion: hace mucho tiempo que habia pensado en ello y no os he pedido á vuestra hermana hasta estar seguro de que no me la podiais negar.

      – ¡Me amenazais! contestó con acento reconcentrado don Diego.

      – No os amenazo: os advierto.

      – ¿Y de qué me advertis?

      – De que si no me dais vuestra hermana, yo daré al rey vuestra cabeza.

      Un rayo de luz, pero un rayo de luz sombría, iluminó la inteligencia de don Diego; comprendió que su hasta entonces fiel y dócil instrumento se le rebelaba, y abusando de su confianza le imponia condiciones.

      Don Diego era hombre de mundo, y se puso á la altura de la situacion: ocultó la cólera que hervia en su corazon bajo un semblante impasible, y dijo friamente á Miguel Lopez.

      – ¿Es decir, que estais resuelto á obligarme á que… os entregue mi hermana?

      – Decidido de todo punto.

      – Y decidme: ¿contais con poder bastante para obligarme? ¿habeis meditado bien las consecuencias de la lucha á que me retais?

      – Todo lo he meditado, y os afirmo que cuento con tanto poder, que estoy seguro no solo de venceros, sino de teneros sujeto.

      – Veamos vuestros medios.

      – ¡Mis medios! la última carta que me dísteis para el emir de los monfíes de las Alpujarras.

      Don Diego se aterró, y por mas que quiso dominarse, palideció densamente: de tal importancia era la carta á que se referia Miguel Lopez; tan graves los secretos que en ella estaban consignados, que bastaban para perderle. Impaciente don Diego, estimulaba en aquella carta al emir para una sublevacion de los moriscos apoyada por los turcos, que decia ser de todo punto necesaria, en atencion á que la presion de los españoles se hacia cada dia mas insoportable.

      – ¿Creeis, pues, dijo Miguel Lopez notando el terror de don Diego, que esa carta no basta para perderos, para entregaros al verdugo?

      – En efecto, dijo don Diego recobrando su calma: os habeis armado bien para entrar en batalla conmigo.

      – Aun os queda un medio, dijo con su inalterable insolencia Miguel Lopez.

      – ¿Quereis decirme cuál?

      – Ganar tiempo ofreciéndome que vuestra hermana será mi mujer, y huir despues con ella y con vuestra familia á las Alpujarras. Asi perderiais una cosa: vuestra hacienda, que el rey os confiscaria, pero ganariais tres á saber: primero que vuestra hermana no se casase conmigo, despues la vida, y en fin la honra.

      – ¡La honra! exclamó don Diego no pudiendo contenerse ya y levantándose con ímpetu; habeis dicho la honra.

      – Sí, la honra he dicho, porque si no casais conmigo á vuestra hermana, ella se irá con otro.

      – ¡Hablad! ¡hablad! ¡explicadme eso… que no comprendo!..

      – ¡Ya


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