Los monfíes de las Alpujarras. Fernández y González Manuel

Los monfíes de las Alpujarras - Fernández y González Manuel


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cabeza llena de vacios pensamientos, que en aquel mismo punto agitaba algo horrible dentro de sí respecto á la pobre huérfana, que era tan jóven y tan hermosa.

      El marqués de la Guardia, pues, no habia sabido hasta entonces el paradero de la hija de Juan de Céspedes y por lo tanto no habia podido visitarla.

      Aquella misma noche en uno de los lugares escéntricos en que se encontraban todos los dias el marqués de la Guardia y don Diego de Válor, frente á frente y vaso en mano, hablaban con la mayor irreverencia del mundo, del legado que habia dejado el párroco de san Luis al marqués.

      – Pero formalmente don Gabriel, decia al marqués que así se llamaba, don Diego, ¿estais resuelto á hacer dichosa á esa muchacha?

      – ¿Y por qué no? dijo don Gabriel Coloma, que este era el apellido del noble marqués, aun no he cumplido cuarenta años; paso aun entre los buenos galanes sin que las damas reparen en la diferencia, y, sobre todo, esa aventura tiene para mí un encanto misterioso, un no sé qué seductor; decididamente, mañana voy al convento, pasado mañana la saco, al dia siguiente…

      – ¿Qué la sacais? ¿creeis que ella se prestará á huir con vos?

      – ¡Huir! la sacaré con los derechos que me asisten.

      – ¡Los derechos! indudablemente los teneis: pero nadie los conoce mas que el cura de san Luis, y ha muerto.

      – ¡Diablo! ¡es verdad!

      – De modo que para doña Elvira sois un desconocido como otro cualquiera.

      – ¡Diablo! ¡diablo!

      – Y como supongo que no os querreis casar con ella…

      – ¡Por Cristo vivo! hartos sinsabores me dió mi difunta, para que yo piense en casarme de nuevo… la haré mi querida.

      – ¡Ah! dijo don Diego; pero se me figura…

      – ¿Qué?

      – Que si habeis de contar con doña Elvira para que abandone por vos el convento, empresa acometeis.

      Picóse el orgullo de don Gabriel Coloma, que aun se creía, recordando sus buenos tiempos y fiando demasiado en el éxito que le procuraban sus doblones entre las mujeres, un seductor irresistible.

      – ¿Quereis que hagamos una cosa, don Diego? dijo.

      – ¿Qué cosa?

      – Una apuesta.

      – ¿A propósito de qué?..

      – Acometamos los dos esta empresa.

      – Acepto.

      – Vos no conoceis á Doña Elvira mas que lo que la conozco yo. Como yo sabeis que está en el convento de santa Isabel la Real, que es huérfana, que está bajo la tutela de la abadesa.

      – Muy bien: ¿y qué apostamos?

      – Vuestro caballo Infante, contra mi yegua Niña.

      – Es decir que si os gano, me quedo con vuestra protegida y con vuestra yegua.

      – Cabalmente.

      – Determinemos la apuesta.

      – El que saque del convento legítimamente ó no á doña Elvira, en una palabra, el que sea preferido por ella, gana.

      – Aceptado.

      – ¿En cuánto tiempo?

      – En quince dias, dijo don Diego de Válor.

      – Sea en quince dias.

      – Ademas hagamos otra apuesta, dijo don Diego, que era muy previsor.

      – ¿Cuál?

      – Podrá suceder que para sacar á doña Elvira del convento sea necesario casarse con ella.

      – ¡Diablo!

      – Yo lo preveo todo: una vez empeñados, no repararemos en nada, y como es hidalga y hermosa, y entrambos estamos libres… ¿quién sabe?..

      – Teneis razon.

      – En el caso que vos ganárais, don Gabriel, ya sea que ella se vaya con vos, ya que os caseis con ella, podeis tener por seguro que yo procuraré soplaros la dama ó la mujer.

      – Lo mismo procuraré yo, don Diego, si la suerte os favorece.

      – Determinemos aun mas: si solo es querida de uno de los dos, la apuesta será vuestro coselete de Milan cincelado, contra la magnífica espada de Damasco que he heredado yo de mis abuelos y que tanto os agrada.

      – Sea.

      – Pero si doña Elvira fuese esposa de uno de los dos…

      – Entonces, don Diego, tenemos apostada la vida á estocadas.

      – Me habeis comprendido.

      Los dos calaveras se estrecharon las manos, apuraron los vasos y no volvieron á hablar de aquel asunto.

      Cuando se separaron, don Diego recordó que tenia una parienta amiga de la abadesa de santa Isabel la Real; fuése á su casa muy temprano, á la hora en que la buena señora oia su misa cotidiana, y la expuso la necesidad que tenia de depositar por algun tiempo á su hermana doña Isabel en un convento.

      La anciana parienta se prestó y despues de la misa fueron al locutorio.

      La casualidad favoreció á don Diego.

      Como sabemos, la abadesa llevó consigo al locutorio á doña Elvira.

      Vióse esta mirada por la primera vez de una manera ardiente; vió tambien por la primera vez de su vida á un hombre que era casi tan hermoso como ella, y se enamoró.

      Don Diego, por su parte, se enamoró tambien.

      Aquella misma tarde el andadero del convento tuvo medio de poner en las manos de doña Elvira una carta de don Diego.

      Aquella carta encerraba las primeras palabras de amor que se habian dirigido por un hombre á doña Elvira.

      Esta, sin embargo, no contestó.

      Al dia siguiente la abadesa llamó á su celda á doña Elvira, y la dijo toda trémula y asustada que el marqués de la Guardia la pedia por esposa.

      Doña Elvira dijo que no conocia al marqués, y que no pensaba casarse con él.

      Aquella tarde el andadero dió á doña Elvira dos cartas: la una era de don Diego de Válor, la otra del marqués.

      La jóven entregó esta última rasgada al andadero para que la devolviese á don Gabriel Coloma, y otra cerrada para don Diego de Válor.

      Esta última decia únicamente:

      «Caballero: el señor marqués de la Guardia, á quien no conozco, ha pedido á la madre abadesa mi mano. Vos decís que me amais, ¿por qué no haceis lo mismo? – Elvira de Céspedes.»

      Don Diego se habia enamorado perdidamente de doña Elvira, y habia comprendido á la primera ojeada que la jóven no saldria del convento sino por la puerta del matrimonio.

      Esta certidumbre dió por resultado que dos dias despues la abadesa llamase de nuevo á doña Elvira á su celda y que la dijese muy tranquila, por qué su primera negativa á una demanda de matrimonio la habia hecho creer en la vocacion de la jóven al claustro, que don Diego de Córdoba y de Válor la pretendia por esposa.

      Doña Elvira, con gran terror y sentimiento de la abadesa, contestó poniéndose encendida como una guinda:

      – Decid á ese caballero, que le acepto por esposo.

      Ocho dias despues el marqués de la Guardia envió con un escudero suyo á don Diego de Válor su yegua Niña, enjaezada con un caparazon de brocado azul, cabezon, cincha y pretal de lo mismo, y freno y estriberas de plata cincelada.

      A mas de esto, en el caparazon, y dentro de ricas fundas iban dos magníficas pistolas cargadas.

      – Comprendo:


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