Los monfíes de las Alpujarras. Fernández y González Manuel
os habeis apercibido vos?
– Yo… ¡bah! me he apercibido de muchas cosas. En primer lugar, me he apercibido de que vuestra hermana espera todas las tardes asomada á las celosías de sus ventanas á un gallardo mancebo: que el mancebo, que es su vecino, antes de entrar en la casa la saluda: además que se ven y se hablan por cierta galería que da á los jardines: lo primero lo he visto oculto en una de las casas de la calle del Zenete, lo segundo desde un mirador de otra casa desde donde se descubren los jardines de la casa de vuestro hermano don Fernando, y de la de el tal mancebo.
– ¿Y podria ver yo eso mismo?
– Cuando querais: pero dejadme que concluya de deciros otras cosas que he descubierto; por ejemplo, el poderoso emir de los monfíes Yuzuf-Al-Hhamar viene con mucha frecuencia á Granada: cuando viene se le ve acompañado muchas veces de Abd-el-Gewar, y de ese mancebo que se llama el señor Juan de Andrade. ¿No os parece que el emir trata con demasiado amor á ese jóven para que sabiendo que tiene un hijo á quien nadie ha visto ni conoce, se crea que el señor Juan de Andrade es su hijo?
Miguel Lopez acababa de avivar las sospechas que acerca del mismo asunto habia tenido don Diego.
– Ademas, ya sabeis que yo sé, que por el testamento de vuestro padre estais obligado á casar á vuestra hermana con el hijo del emir de los monfíes de las Alpujarras; el emir es un hombre que se ha criado como quien dice entre cristianos, y que entre ellos ha adquirido unas ideas muy extravagantes. El emir ha querido sin duda que los dos jóvenes se amen antes de conocer su verdadera posicion. El emir ha conseguido que se amen aproximándolos el uno al otro; pero el emir no sabe otra cosa que yo he descubierto, á saber: que el señor Juan de Andrade podia querer á vuestra hermana como manceba, pero como esposa nunca… porque os desprecia… os aborrece… os llama los renegados.
– ¡Miguel Lopez! exclamó don Diego enteramente fuera de sí.
– No os irriteis y meditad á sangre fria: dándome vuestra hermana salvais á un tiempo la hacienda, la vida y la honra: es cierto que os exponeis á la enemistad del emir, pero el emir es generoso y se contentará con despreciaros. Del otro lado teneis mi venganza, que yo os juro que no os perdonará.
– ¿Y no creeis que tenga otro medio de librarme de todas esas afrentosas condiciones?
– Uno solo podiais tener si yo no fuera previsor: matarme. Pero el matarme os perderia, porque la carta que os pone á mi merced, no está en mi poder, sino en poder de quien, si me sucede una desgracia, la presentará al presidente de la Chancillería.
Don Diego comprendió que estaba enteramente cogido.
– Os pido veinte y cuatro horas para contestaros, dijo á Miguel Lopez.
– Tomaos si quereis cuarenta y ocho ó ciento. No me corre gran prisa.
– Quiero ademas ver algo de lo que vos habeis visto.
– ¡Ah! ¿quereis ver si vuestra hermana ama al señor Juan de Andrade? En buen hora. Id mañana al amanecer á mi casa. Entre tanto, que os guarde Dios: os dejo en libertad para que mediteis.
Y salió.
Por mas que meditó don Diego no encontró medio para salir del atolladero en que le habia metido la traicion de Miguel Lopez. Por mas vueltas que le dió, solo encontró una solucion: la de casar á su hermana con aquel bandolero, y estar en acecho de una venganza terrible.
Al dia siguiente al amanecer, don Diego acompañado de Miguel, vió desde una de las celosías de una casa situada á espaldas de la de su hermana, á Yaye y á Isabel que hablaban indudablemente de amor, cada cual en sus respectivas galerías.
Esto tenia lugar algunos dias antes de la noche en que se vieron en el jardin Yaye é Isabel.
Don Diego apremiado por Miguel, le concedió sin condiciones, y con un cuantioso dote la mano de su hermana.
Don Diego vendia cobardemente á la pobre Isabel.
Isabel se vió intimada de una manera dura á casarse con Miguel Lopez; entonces en su desesperacion pensó en huir con Yaye y le citó y le arrojó la llave del postigo del jardin.
Don Diego vió el significativo arrojo de la llave desde su acechadero.
Aquella noche don Diego y Miguel entraron furtivamente en el jardin de la casa de don Fernando, y ocultos tras un cenador de jazmines presenciaron la breve y desgarradora escena habida entre Yaye é Isabel.
Don Diego activó las bodas, contando ya con el asentimiento que la desesperacion habia arrancado á su hermana.
El mismo dia y á la misma hora en que iba á celebrarse el casamiento, Yaye habia aparecido de repente pálido y convulso ante don Diego.
Hé aquí la razon de que, al ver al jóven, don Diego se sorprendiese y se aterrase.
Volvamos á aquella situacion.
– Creo no equivocarme dijo Yaye descubriéndose cortesmente, con el rostro densamente pálido, y con la voz temblorosa por una cólera mal contenida, creo no equivocarme creyendo que hablo con don Diego de Córdoba, señor de Válor.
– Asi es, caballero, contestó don Diego descubriéndose á su vez y con un duro acento de extrañeza: creo tambien no equivocarme creyendo que vos sois el señor Juan de Andrade.
– Necesito de todo punto hablaros, dijo con precipitacion Yaye.
– ¿Y no podriamos hablar en otra ocasion? porque ahora, siento decíroslo, me esperan para un asunto muy importante: doña Isabel mi hermana se casa, me esperan en la iglesia.
– Pues porque vuestra hermana se casa, es cabalmente por lo que me urge hablaros: es necesario que ese casamiento no se haga.
– No comprendo caballero, dijo palideciendo con la palidez de la irritacion don Diego de Córdoba, con qué derecho pretendeis ser importuno en esta ocasion.
– Leed, dijo Yaye, sacando de un bolsillo de sus gregüescos la carta que la noche antes le habia dado su padre.
– Permitid que os diga que vuestra tenacidad raya en ofensiva: no tengo tiempo; venid mas tarde.
– Leed lo que os escribe mi padre Yuzuf Al-Hhamar: leed: os lo mando yo, yo el emir de los monfíes.
Y al decir estas palabras, que pronunció con la arrogancia de un rey que amenaza, pero en acento tan bajo que solo pudo ser oido por don Diego, Yaye se cubrió como un superior delante de su inferior.
Don Diego por inadvertencia ó por asombro, permaneció descubierto, fijó una mirada atónita en Yaye, y quedó enmudecido por la sorpresa.
Al fin se rehizo, tomó la carta, reparó en que Yaye se habia cubierto, se cubrió, abrió el pliego y leyó.
Apenas hubo leido algunos renglones de aquel escrito, que lo estaba en árabe, se volvió, infinitamente mas pálido y convulso á uno de sus servidores.
– Ayala, le dijo en voz baja, id al momento á la colegiata del Salvador, llamad aparte al licenciado Periañez, y decidle que dé la bendicion á los novios en el momento; que para que no se extrañe mi falta invente cualquier pretexto… que no se me espere, en fin. Id, id al momento.
El servidor que tenia visos de ser uno de esos hidalgos pobres que no tenian á deshonra servir á los grandes señores en aquellos tiempos, partió.
– Y vos doña Elvira, añadió don Diego, volviéndose á la dama que hasta entonces habia presenciado con una viva curiosidad aquella escena, volveos á vuestros aposentos. Vosotros idos, añadió dirigiéndose á la servidumbre y vos caballero seguidme.
– ¿Y no seria mejor que nosotros mismos fuésemos? dijo Yaye sin moverse de su sitio.
– No, no, seria imprudente: vuestra presencia en la iglesia podria producir un escándalo, y luego… mi mensaje se obedecerá.
– Ved don Diego que vuestra hermana es mi vida.
– Si Dios quiere, tendreis vuestra vida… si por desgracia, si por casualidad fuera imposible… quejaos á vos mismo, primo. Ahora venid.
Yaye