Los monfíes de las Alpujarras. Fernández y González Manuel
campana habia estado resonando durante un espacio de mas de siete siglos en los oidos de los musulmanes sin que estos se irritasen: durante mas de siete siglos los obispos de Hiberis pudieron entrar y salir libremente en aquella iglesia, sin que nadie los insultase, sin que un solo musulman profanase el templo, ni interrumpiese el rito. Si nuestros abuelos fueron tolerantes; si trataron á los vencidos como hermanos; si se enlazaron con las cristianas, hijas de los solariegos, ¿por qué no hemos de imitarlos nosotros? ¿por qué ha de ser imposible tu union con Isabel de Córdoba y de Válor?
– Porque yo no he oido antes vuestra voz, padre mio, exclamó con desesperacion Yaye: porque yo no os he conocido algun tiempo antes.
– ¿Has hecho acaso á Isabel una de esas graves injurias que no puede perdonar una mujer? ¿Te has envilecido á sus ojos?
– He rechazado su mano en el momento mismo en que se veia obligada por sus hermanos á entrar en un convento ó á enlazarse á otro hombre.
– ¿Y cuando te hizo esa revelacion Isabel?
– Anoche.
– ¡Oh! ¡acaso sea tiempo aun! exclamó el anciano corriendo las cortinas sobre el retrato. Ven hijo mio; ven.
Y salió precipitadamente arrastrando consigo á Yaye, cerró, y le llevó á otra cámara apartada.
– ¡Mi secretario Ayub! gritó á uno de los esclavos que dormitaban en la antecámara.
Poco despues entró un anciano con el cual salió Yuzuf por una puerta lateral.
En seguida entró por aquella misma puerta un morisco jóven, de aspecto brabío, pero hermoso y simpático, que se prosternó ante Yaye.
– ¿Quien eres? le dijo, este.
– Poderoso Emir, contestó el jóven: vuestro magnánimo padre me envia á vos. Creo que es necesario que os disfraceis de hidalgo cristiano.
– Tienes razon. ¿Y hay aquí ropas?
– Sí señor. Con mucha frecuencia nos vemos precisados á parecer lo que no somos. Venid si os place conmigo, señor.
La cámara quedó desierta durante media hora: al cabo de ella entró de nuevo Yaye. Venia vestido con un sencillo pero rico trage de camino á la castellana. Al mismo tiempo entró por otra puerta en la cámara Yuzuf, que traia en la mano un pliego cerrado: en la nema de aquel pliego se leia:
«A nuestro muy querido sobrino don Diego de Córdoba y de Válor.»
– Toma, hijo mio, dijo Yuzuf á Yaye dándole el pliego: corre, vuela, llega á Granada, busca á don Diego de Córdoba, dale estas letras y cásate con Isabel, si aun es tiempo.
Y la voz del anciano temblaba, porque comprendia que aquel «si aun es tiempo» era una condicion de vida ó de muerte para el corazon de su hijo.
– ¡Ah padre mio! y si por desgracia…
– Ni una palabra mas: ya he dado mis órdenes á Abd-el-Gewar que te acompañará con veinte hombres de confianza: á caballo, emir de los monfíes; á caballo.
A poco, Yaye y Abd-el-Gewar, tambien con trage castellano, acompañados de Harum que parecia un mayordomo de casa rica, y de veinte monfíes que no parecia sino que toda su vida habian sido lacayos, ginetes en buenos caballos y armados á la ligera, salian de un espeso pinar.
La noche estaba ya muy avanzada: el dia se aproximaba, la luna cercana al occidente iluminaba la montaña.
Al empezar á trepar por un desfiladero les detuvo un ¿quién va? enérgico. A poca distancia soplando la mecha de un arcabuz, se veia un soldado castellano y en el fondo de la rambla, donde como hemos dicho antes, habia sido despeñado el alguacil de Mecina de Bombaron, habia muchos hombres.
– ¿Quiénes sois,? dijo un alférez que habia acudido al ¿quién va? del centinela.
– Somos hidalgos castellanos, dijo Abd-el-Gewar que vamos nuestro camino.
– Pues mal camino llevais hidalgos, replicó el alférez: con el edicto del emperador que, como sabeis acaba de pregonarse en las Alpujarras, andan revueltos esos malditos monfíes, y esta misma noche han medio muerto al alguacil del corregidor de Mecina de Bombaron que se habia atrevido á seguirles los pasos disfrazado.
– ¿Y no ha muerto el buen alguacil? dijo terciando en la conversacion uno de los monfíes disfrazados de castellanos que escoltaban á Yaye.
Es de advertir que este monfí hablaba perfectamente el castellano.
– Ha sido un milagro de Dios dijo el alférez, le han dado tres saetadas, y le han despeñado de allá arriba. Pero aun tiene vida, segun las muestras, para contarlo.
– ¡Malditos monfíes! dijo el monfí disfrazado ¡y no saber dónde diablos se meten!
– Malditos amen, dijo el alférez. Por lo mismo, añadió dirigiéndose á Abd-el-Gewar, yo os aconsejaria, buen caballero, que dejaseis la jornada para el dia, si es que no os importa mucho, y que, aunque vais bien resguardado, os alojáseis en Cádiar, donde hay un buen presidio de soldados.
– Os agradezco el aviso, señor alférez, dijo Abd-el-Gewar, pero ya no puede tardar en amanecer. Adios y que él dé salud al herido.
– El os guarde hidalgos.
El alférez bajó hácia la rambla, y Yaye, Abd-el-Gewar y los suyos siguieron trepando por el desfiladero.
– Cerca andan de nosotros, dijo el monfí que habia hablado antes; por lo mismo mucho será que no tengan alguna mala aventura.
Apenas habia dicho el monfí estas palabras cuando se escucharon á lo lejos, en lo profundo de las breñas, arcabuzazos repetidos, y algunas balas y saetas perdidas, pasaron sobre sus cabezas.
– ¡A la rambla del rio! exclamó Abd-el-Gewar revolviendo su caballo; vamos á ganar el camino por mas abajo de Cádiar. Al galope y silencio.
Muy pronto se perdieron entre las ramblas de los barrancos, y luego no se oyeron mas que los disparos de los arcabuces y las campanas de Cádiar que tocaban á rebato.
CAPITULO V.
Del encuentro que tuvieron en el camino antes de llegar á Granada nuestros caminantes
Cuando se lleva prisa se camina mucho, y devorado Yaye por la incertidumbre, hacia galopar con ardor su caballo sin cuidarse de si reventaria ó no. Abd-el-Gewar le seguia como si los años no hubieran amenguado en nada su virilidad, y seguianle asi mismo Harum y los veinte monfíes.
Tanto y tanto picaron que á las seis de la mañana llegaron á Lanjaron.
Pero los caballos iban cubiertos de espuma, ensangrentados los hijares, rendidos; era preciso renovarlos si se habia de llegar á Granada con la misma rapidez que se habia llegado á Lanjaron, y para renovarlos era preciso detenerse.
Parecerá extraño que en una pequeña villa se pretendiese renovar veinte y tres caballos; pero dejará de existir la extrañeza cuando se sepa, que los caballos con que se contaba estaban ya preparados en unas quebraduras cercanas á Lanjaron, por un aviso anterior. Los monfíes ocupaban enteramente las Alpujarras y tenian recursos dentro de ellas en todas partes.
Abd-el-Gewar fue de opinion que mientras uno de los monfíes iba á ver si los caballos de refresco estaban preparados, entrasen en un meson á la entrada del pueblo y descansasen y tomasen algun alimento.
Yaye bien hubiera querido seguir, pero doblegándose á la necesidad, se encaminó á la villa y se entró por el ancho portal de un meson, dando una alegria indecible al mesonero que se prometia una excelente ganancia con la permanencia de tantos huéspedes, aunque no fuese mas que por algunas horas en su casa.
Acomodáronse Yaye y Abd-el-Gewar en un aposento á teja vana, en el fondo de un corredor descubierto, Harum el Geniz y los monfíes en la cocina, y los cansados caballos en las cuadras, mientras uno de los monfíes, salia en demanda de los caballos de refresco.
Entre tanto el posadero sirvió una liebre á los amos y un guiso de abadejo á los monfíes.
Todos,