La Verdad Y La Verosimilitud. Guido Pagliarino
parientes lejanos. No quiero morir y que el estado se quede la fábrica, por qué tienen que meter sus sucias manos, trae mala suerte; aunque mi mujer me sobreviviera no podrÃa encargarse del negocio. Para ella yo ya he hecho lo que tenÃa que hacer: ho obtenido mis frutos y los he igualado a un tercio de los ingresos de la empresa.
Llegados a este punto se detuvo durante unos instantes, esperando algún signo de admiración por parte de Seta.
En fin, que cuando yo muera⦠âdijo, mientras metÃa una mano en el bolsillo para tocar un clavo que llevaba siempre encima.
Más adelante Bruno descubrirÃa que era un hombre muy supersticioso y que creÃa que aquel clavo era un amuleto que le habÃa dado suerte toda la vida. Luego prosiguió:
...quiero que mi nombre y mi empresa pervivan en la memoria por los siglos de los siglos.
El doctor Seta tuvo que contenerse para no reÃrse en su cara: «puestos a pedir incluso más que el Imperio romano» pensó. Más tarde se lo repetirÃa a su hijo, pero en situación consiguió mantener una postura seria.
Mientras tanto, el otro seguÃa:
Ahora la empresa se encuentra en una posición formidable. Da montones de beneficios, al contrario que tu chapucilla.
Dijo exactamente eso, chapucilla; sin embargo, el carácter del padre de Bruno le mantuvo impasible, aunque pensara que era «el tÃpico paleto». Le dio la mano a modo de despedida y respondió:
Lo hablaré con el chico, al fin y al cabo es su decisión. Te diré algo lo antes posible.
Al otro se le quedó una expresión mitad sonrisa mitad mueca, como diciendo: «¿Ahora los crÃos deciden? ¡Con una oferta como esta!» y se fue; antes, sin embargo, se detuvo en la puerta del estudio, se giró, miró a su alrededor para asegurarse de contar con la atención de las secretarias y dijo:
Y recuerda: tanto Bruno como sus herederos tendrán que comprometerse por escrito a mantener el nombre de la fábrica con mi nombre: Industrias Caballero Olindo Pittò.
El hombre, notorio ateo, habÃa albergado esperanzas de sobrevivir bajo el nombre de su empresa.
¿Qué opinarÃa Foscolo? âbromeó el doctor Seta con su hijo al contárselo, citando al poeta de Los sepulcros que tanto amabaâ; tú, mientras tanto, piénsatelo, no deja de ser una propuesta interesante. Y ten presente que puedes graduarte igualmente, trabajando y estudiando luego, por la noche; tienes cabeza y determinación para ello.
El papá pidió información de primera calidad sobre la empresa Pittò. Al cabo de unos dÃas aceptaron verbalmente la oferta. No se pactó el testamento, siempre revocable. Bruno adquirirÃa sus derechos. En cuestión de dos años la empresa individual se transformarÃa en una sociedad por acciones. AsÃ, el joven trabajarÃa gratuitamente y se quedarÃa el diez por ciento de la propiedad, es decir, el dos por ciento por bienio hasta que alcanzara un tercio de las acciones; el resto llegarÃa mediante legado testamentario cuando el caballero muriera. Para evitarle al hijo un compromiso irrevocable, y teniendo en cuenta que la mayorÃa de edad âen la Italia de aquellos tiemposâ se alcanzaba a los veintiuno, el padre prefirió por el momento acordarlo de palabra, sin actos escritos.
El carácter del empresario salió a la luz casi al instante. A pesar de que se expresaba con propiedad gracias a las abundantes lecturas y por supuesto a la rigurosa escuela primaria de antaño, era más tosco de cuanto las descripciones de papá Seta hubieran traslucido, prepotente con los subordinados y muy humilde con los poderosos, entre los que se incluÃan los empresarios más ricos que él. Para el hijo Seta, forjado en la libertad y el respeto al prójimo, la harmonÃa fue difÃcil.
Bruno entró en la fábrica ese mismo año, en 1963, acompañado de Pittò. El primero se sintió algo intimidado; el otro, el empresario, se mostró arrogante pero abierto, aunque solo esa vez. Se paseó con el aire de un soberano que presenta altamente complacido su reino al prÃncipe heredero.
Le condujo y le recondujo por todos los rincones del edificio. Seguidamente el tÃo abuelo le presentó a los dos dirigentes del taller.
Mi sobrino, el heredero.
El técnico, el señor Tirlotti, era un doble titulado perito quÃmico e industrial con conocimientos de ingenierÃa valorado con un salario más bajo. El administrativo, el doctor Fringuella, era un cincuentón soltero alto de incipientes entradas, un poco jorobado y extremadamente delgado, de piel amarillenta y nariz enorme. TenÃa aspecto de borracho, y seguramente lo estuviera al término de la estancia de Bruno en la fábrica, tal y como evidenciaba el agravamiento de su enfermedad del hÃgado. En cuestión de ocho meses, Fringuella, escapando de la adustez de trabajos anteriores y contentado con su escaso salario, asumió gracias al jefe el puesto de un tal Dialzi. Su predecesor fue despedido inmediatamente «por haber robado»; curiosamente, jamás fue denunciado a las autoridades judiciales a pesar de que el dinero robado sumara cien millones de liras de la época1 . Además, cosa aún más extraña, el hombre siguió y continuó presentándose casi mensualmente a la fábrica para intentar hablar con el caballero. Se decÃa, según las orejas espÃas de Fringuella detrás de la puerta, que el empresario le ofreció al otro una suma de dinero. La certeza fue plena cuando, en una ocasión, aposta y sin fingir en absoluto, el director administrativo entró en la sala, se disculpó por la intrusión y sorprendió a Pittò pagándole a Dialzi. En cuanto el otro se fue el jefe, rojo como un tomate, se acercó al doctor y empezó a excusarse entre balbuceos. Pero, ¿quién le habrÃa creÃdo? «Bueno, es que da pena, ¿no?».
¿Chantaje?
Mientras tanto, según los chismorreos âsobre todo de Fringuellaâ el joven reunió rápidamente la escasa información disponible sobre Dialzi; quedó huérfano de ambos padres a los dieciséis y fue acogido por el caballero en su neonata empresa artesana a modo de manitas con una paga casi inexistente, con manutención y alojamiento en el laboratorio. Trabajaba independientemente del horario y las ganancias y halagaba al caballero, hombre sensible a las lisonjas. Fue ascendiendo a medida que la empresa crecÃa, gracias también a su inteligencia, ya que estudiando de noches consiguió sacarse el tÃtulo de contable. Asà pues, se convirtió en director administrativo de la Pittò con el sueldo de un simple empleado. Una de las cosas que, contrarias a la justicia, el caballero más apreciaba era que un trabajador costara menos que la función que desempeñaba y encima no se quejase. No entendÃa que aquello pudiera implicar menor competencia o dificultad para encontrar trabajo a una edad ya no tan verde, como Fringuella, arriesgándose a un menor apego por el trabajo o hasta rencor por la explotación. Por último, la tacañerÃa podÃa incluso convertirse en una instigación involuntaria al robo. Bruno pensó que a lo mejor le habÃa pasado precisamente eso a Dialzi a modo de asimilación ilÃcita y excesiva de un salario inadecuado. Solo el director técnico estaba satisfecho con su paga inferior a la de un ingeniero pero superior al sueldo de un perito, con su doble titulación sin ningún grado; el caballero estaba muy satisfecho con él porque era un apasionado de su profesión, encontraba soluciones y proponÃa innovaciones siempre en el momento justo. HabÃa creado, entre otros, un polvo que si se mezclaba con agua formaba una sustancia consistente y moldeable muy útil para los apasionados de los trenecitos y los maquetistas para los plásticos; la verdad es que se secaba enseguida y quedaba durÃsima, capaz de soportar un peso considerable incluso en capas finas. Solo por eso el caballero empezó a fabricarla y a venderla en masa, aunque el producto, que nunca patentó, tuviera funciones más útiles y vastas. Pittò la bautizó con la titánica expresión: Polvo para construir montañas. Se