La Verdad Y La Verosimilitud. Guido Pagliarino

La Verdad Y La Verosimilitud - Guido Pagliarino


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      Con el inicio del tercer año en la fábrica, el empeoramiento de la crisis económica indujo al tío a una búsqueda de nuevos encargos que sustituyeran a los de los clientes poco fiables o deudores. De repente, se acordó de una persona que conoció un tiempo atrás, el director de un estudio cinematográfico en Roma, de propiedad pública. Años atrás Pittò se sentó a la misma mesa que él y su mujer, de crucero con la mujer a bordo del Andrea Doria durante el viaje inaugural de la preciosa y desafortunada motonave. Entre ellos se forjó una cordial compañía con apariencia de amistad y prometieron volverse a ver. Años más tarde los dos hombres coincidieron por casualidad surcando las aguas en Montecatini. Se reconocieron y el director le confió al caballero que estaba buscando infructuosamente nuevos materiales, fuertes, ligeros y asequibles para la elaboración de paisajes artificiales y edificios falsos para las películas de ambientación clásica o mitológica que por entonces estaban de moda; tenía que ser una sustancia que confiriera, adicionalmente, un realismo superior al papel maché.

       Â¡Mi polvo! —comentó para sus adentros el caballero, pero no se lo dijo; de hecho, por aquel entonces la empresa estaba hasta el cuello de pedidos atrasados que surtir a sus clientes.

      Ahora, en cambio, un contrato público en Roma le habría venido de perlas.

      El problema era localizar a la persona. El tío había perdido su dirección y no sabía exactamente de qué estudio estaba a cargo, y encima tenía un nombre muy común.

      El doctor Fringuella —conocido en la fábrica por su habilidad en encontrar a las personas de los ambientes más diversos en casos de emergencia— se encargó de la búsqueda. Cuatro horas más tarde le mandó al jefe, ante un Bruno maravillado, todos los datos necesarios.

       Menudas facultades, ¿verdad? —se deleitó con el sobrino el caballero, risueño, cuando el otro se alejó.

      El joven, incapaz de retener la curiosidad, le preguntó más datos sobre el doctor y concluyó:

       Â¿Cómo es posible que una persona tan espabilada haya aceptado un sueldo tan modesto?

       Â¡Â¿Qué dices, modesto?! —se sorprendió bromeando y riendo satisfecho —. Nos las hemos arreglado muy bien, ¿no?

      Le guiñó el ojo bueno. Luego, para demostrarle su destreza para encontrar mano de obra barata decidió contárselo, no sin antes hacerle jurar que no le haría decir por qué calló cuando contrató al hombre:

       â€¦pero tú eres el heredero y tienes derecho a estar informado.

      Bruno se enteró entonces de que Fringuella cometió un delito innegable contra la república: años ha fue un diestro, aplicado y muy temido funcionario captador de impuestos, incorruptible desde el área pecuniaria. Desgraciadamente para él, sufría de inevitable priapismo orgánico y aún peor, llegado a cierto punto le asignaron un encargo bastante tentador. Corrían los años 50 cuando aún se toleraban las «casas cerradas», es decir, burdeles, y el estado se aprovechaba estableciendo impuestos a los proxenetas y a todo aquel meretricio: la tarea asignada a Fringuella se basaba en la inspección fiscal de prostíbulos. Incapaz de satisfacer sus casi irresistibles necesidades mediante su modesto sueldo, pensando —como luego se difundiera descortésmente— en «no cometer un gran mal absteniéndose del dinero», incumplió su propia honradez y acordó con el dueño de los burdeles lo siguiente: «aligeraría» sus situaciones fiscales personales si consentían, de forma gratuita y con permiso exclusivo, el uso fuera de horario de los «servicios» de los locales. Desgraciadamente para él, cuando esas casas fueron finalmente prohibidas por la ley Merlin, una carta anónima le denunció, y algunos de los dueños, interrogados en comisaría, le delataron. El doctor, despedido de los cargos públicos, fue condenado a cuatro indiscutibles años de prisión. Cuando salió de presidio contaba ya cincuenta años y no encontró otra cosa que el empleo mal pagado de la fábrica Pittò.

       Salía en los periódicos, ¿no los leías? —concluyó el tío.

      Bruno se acordaba del caso, pero nunca lo hubiera atribuido a Fringuella. El caballero, en cambio, lo tenía grabado en la memoria, ya que en un pasado lejano el doctor, encargado de las denuncias de los ingresos de los artesanos, fue un poderoso adversario en los enfrentamientos ante los servicios fiscales.

      Así pues, fue la pasada profesión la que le brindó al director administrativo vastos conocimientos y gracias a sus antiguos colegas localizó enseguida al director de Roma.

      Tras conversaciones telefónicas, correspondencia epistolar y el envío de muestras consiguieron despertar el interés de la contraparte gracias a un amigo de Pittò y su agente comercial de la zona Lacio-Umbría. En un período extraordinariamente breve establecieron el acuerdo y la firma del contrato del empresario. Bruno hizo de secretario y se fue a Roma para cerrar el trato.

      Como siempre, cuando nadie se enteraba, el parsimonioso empresario reducía gastos: trayecto nocturno en ferrocarril, vagón dormitorio de segunda clase. Pero cuando el sobrino llegó, el tío lo tomó del brazo y le arrastró sin que él comprendiera la razón al vagón adyacente, un coche cama del que, con un guiño del ojo, le hizo bajar. Bruno lo comprendió todo cuando vio al amigo de Roma, esperándoles.

      Ã‰ste se encargó de acompañarles a la oficina de la contraparte y les esperó pacientemente a que se firmara el contrato; luego les llevó al aeropuerto. El caballero tenía programado volver en avión aunque el coste fuera superior, fuera porque no estaba seguro de soportar la fatiga de otro viaje en tren, fuera porque esa misma noche recibiría en casa a un cliente mayorista importante.

      El vuelo marchó tranquilo en sí, pero para el empresario fue extremadamente sufrido y lo vivió apretando en un puño el clavo de la suerte.

      Â¿Aerofobia? Normalmente no, pero así fue en esa ocasión: sucedió que el amigo, al llevar a Bruno al aeropuerto dejó caer, remarcando despreocupadamente que no creía en esas cosas, que el director cinematográfico tenía fama de ser muy gafe. Le atribuían a él los males por el simple hecho de haber asistido al viaje inaugural del modernísimo Andrea Doria, que se hundió en el océano años después del primer trayecto. Pittò tembló al pensar en el peligro al que inconscientemente se expuso durante la navegación; se quedó tieso segundos después al pensar en el arriesgadísimo y gafado vuelo que estaba a punto de tomar. Bajó del coche del amigo y tras la despedida se planteó seriamente coger un taxi y volver a la estación ferroviaria, aunque ya hubiera pagado el vuelo.

      Bruno, que no tenía ni ganas de volver a pasar por largas horas en tren y menos durante más de un día le insinuó, tan serio como pudo:

       He leído las estadísticas y se ve que hay muchos accidentes de tren; piensa que hay muchos más que aviones, por no hablar de los accidentes de tráfico si viajáramos en autobús.

      El caballero tocó inmediatamente el clavo. Recorrer a pie aquel centenar de quilómetros era imposible. Tras una larga reflexión se decantó por el vuelo.

      Nada más llegar dijo:

       Â¿Estamos en tierra firme, verdad? —y, cuando el sobrino asintió, concluyó— ¿Has visto que no eran más que absurdidades? —como si el supersticioso de los dos hubiera sido el joven.

      Hay personas como el caballero —concluyó años más tarde Bruno cuando recordó aquel capítulo— que se consideran ateas porque, tal y como sostienen, son realistas, positivas o incluso científicas; las mismas que luego leen el horóscopo


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