La Verdad Y La Verosimilitud. Guido Pagliarino

La Verdad Y La Verosimilitud - Guido Pagliarino


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       Y bien, ¿empezamos la producción? —le preguntó el perito Tirlotti.

       Un…m... un momento, mañana lo hablamos —fue la vacilante respuesta del jefe. Tras bajar sano y salvo del avión y dejar de temer por su vida, el empresario fue presa de un nuevo temor: que el suministro del gafe de Roma trajera la desgracia al negocio.

      Pasaron los días y la orden de producción siguió sin llegar.

       Caballero, ¿empezamos? Roma nos espera —insistía un asombrado director técnico.

       Hmm... no hay prisa.

       Caballero —intervenía entonces el director administrativo—, disculpe pero deberíamos empezar. Habrá plazo de entrega, ¿no? Además, necesitamos el dinero.

       Â¡Uff! —el jefe estiraba la boca cuando se quejaba y se ponía a picar las palmas de manos una contra otra a su manera, una y otra vez, y se alejaba consumido por la indignación.

      Solo Bruno intuyó el motivo de la incertidumbre, y comprendiendo el daño que auguraba a la empresa decidió compartirlo con Fringuella.

      La relación entre ellos dos se había viciado con el tiempo. El doctor había perdido gran parte del respeto inicial por él y le llamaba intencionadamente Bruno en vez de señor Seta. ¿El motivo? Claramente la infeliz frase de Pittò sobre el nombramiento del heredero para su puesto, y probablemente las dificultades económicas añadidas de la empresa. El joven tomó represalias y devolvió la antipatía; además, le perdió el respeto cuando se enteró de su pasado. Sin embargo, el doctor era la única persona en quien confiar para salvar la situación. A pesar del precedente penal era el único que intimidaba al jefe, puede que fruto de la censuradora carga fiscal que en el pasado usara en su contra; cabe añadir que era sobre todo por ello que el caballero, inconscientemente, quería librarse de él cuanto antes.

       Bruno, ¿por qué no me lo has dicho antes? —le regañó en primer lugar.

       Era una simple sospecha; ¡y hasta me pareció absurda! Pero es la única explicación lógica —y le contó el viaje en avión.

       No cabe duda —sentenció el director, negando con la cabeza— ¡pero cuesta creerlo! ¡Ni siquiera sabemos qué pone el bendito contrato! Lo dispuso la contraparte en Roma; ni tan solo he tenido el honor de leer el borrador, ¿y pretende que no lo penalicen por retardos en los envíos? Es una empresa pública, ¡a saber qué le aguarda!

      Tomó asiento, desconsolado. Luego recobró el orgullo:

       Â¿Se da cuenta de que su tío es un inconsciente? Dígaselo, y si no lo hace usted lo haré yo. Es más, ¡voy para allá!

      Se levantó de un salto y se pateó el edificio entero, enfadado, para hablar con el jefe.

      Afortunadamente para Pittò, no estaba.

      Esperaron un día, dos, el caballero no aparecía. Fringuella le llamó a casa, donde contestó la sirvienta con un «los señores se han tomado unas vacaciones».

       Â¡Vacaciones! ¡¿Con todo esto patas arriba?!

       Yo no sé nada del tema —respondió la desconcertada criada a la par que el doctor, sin siquiera despedirse, colgaba el auricular.

       Perfecto, ahora sí que vamos apañados. ¡Menuda perla de familiares le han tocado!— se desfogó con Bruno como si este fuera el culpable.

      Al final, de acuerdo con Tirlotti y con el heredero como testigo, se tomó la amotinada decisión de llamar a un cerrajero para que forzara la caja fuerte; mientras, sin más dilación, se procedería a la producción para Roma.

      El joven Seta pasó a visitar frenéticamente las casas de los deudores de la empresa y solicitar los pagos. Rara ocasión fue la que cobrara las facturas, y demasiadas las que se llevó groserías o acudió ante notario para pagar las letras del caballero que llegaban a término; la crisis o incluso la bancarrota de muchos clientes por una coyuntura negativa gravísima redujo a nada y menos el dinero de la industria Pittò.

      Por ese motivo, cuando el ladrón de Dialzi volvió mendigando una vez más —la última vez dos días antes de las despreocupadas vacaciones del caballero— fue despachado sin un solo céntimo. Antes de irse, sin embargo, le dijo a su antiguo jefe:

       Â¡Acuérdate de lo que solo tú y yo sabemos! —oyeron el doctor y Bruno.

       Â¡Â¿Se tutean?! —dijo asombrado el joven.

      Forzaron la caja fuerte, vacía de dinero, y recuperaron el contrato. Fringuella y Tirlotti se lo leyeron en la oficina mientras el cerrajero restauraba los mecanismos de la puerta. El heredero hacía guardia. Mientras esperaba, su mirada se vio atraída por un paquete de cartas dirigidas a su tío. Más tarde supo que todas eran de Dialzi. No pudo vencer a la curiosidad; tras dudar durante un minuto largo, las cogió y se alejó un poco para sentarse y leer alguna.

      Empezaba así: «Estimado padre...»

      El remitente advertía la próxima visita e invitaba al caballero a dejar el dinero listo.

      Cuando Bruno vio que el artesano estaba a punto de terminar, se guardó las cartas para leerlas con total comodidad cuando acabara de trabajar, rezando para que las vacaciones de su tío duraran un poco más. Le entregaron una de las dos nuevas llaves. La otra se la quedó Fringuella. Al día siguiente volvería a dejar las cartas en la caja blindada.

      Aquella noche en casa, antes de cenar y sin decirle nada a papá por miedo a que le riñera, se puso a leer. Todas las cartas empezaban con un «Estimado padre» y advertían una futura visita en la fábrica. Cada carta incluía reflexiones diferentes: recuerdos, la admisión de vivir con la invencible pasión por el juego, lamentaciones de miseria y súplicas de perdón; en una acusaba en subrayado a Pittò por su ingratitud, aduciendo que gran parte de su cómoda posición se debía a él, el empleado para todo mal pagado.

      Quedó claro que Dialzi era hijo natural del empresario, fruto de una mujer que no aparecía nombrada, anterior al matrimonio con la tía, que murió tras el parto. El padre lo mandó inmediatamente a un orfanato, vigilándole siempre de cerca. Cuando alcanzó la edad se lo llevó a la fábrica. Sin embargo nunca quiso reconocerle por temor a la opinión de la gente: en aquellos tiempos cosas así podían incluso cerrarte las puertas de la burguesía, dado que se consideraba vergonzoso; no se razonaba que, en todo caso, vergüenza era abandonar a un hijo como si fuera huérfano.

      Â¿El caballero le pagaba a Dialzi por miedo a que desvelara su secreto? No, fue por afecto, tal y como reconocía el hijo en aquellas cartas. En todo caso fue él quien no sintió aprecio por su padre; sus textos insinuaban desprecio y rabia. En el pasado Pittò le prometió la herencia a su hijo, como aparecía claramente escrito. Más tarde, disgustado por los hurtos, le desterró de todo legado, con la desdicha de no volver a verle. Ni siquiera pudo contener el impulso de darle dinero, al menos mientras pudo. Oficialmente inventó la excusa de un préstamo que el otro le devolvería en cuanto encontrara trabajo.

      Dialzi murió tres meses después de la descerrajadura de la caja fuerte al tirarse por un barranco con el cochazo que adquirió mediante pagarés tras perder todo el dinero en un casino.

      Bruno depositó las cartas en la caja fuerte antes de que Fringuella, que se fue a fotocopiar el contrato, volviera a dejarlo en su sitio: por entonces las fotocopiadoras eran aún un sueño por cumplir.

      Bruno


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