La Verdad Y La Verosimilitud. Guido Pagliarino
tenÃa que situarse por fuerza entre los colaboradores más apreciados del propietario, y la verdad es que asà fue al principio. De hecho, gozó de un singular privilegio: el primer dÃa Pittò, tras la visita a las instalaciones, le recibió en su oficina, sentado en la silla de directivo tras el escritorio presidencial; Bruno frente a él, de pie en posición firme. Pittò le dedicó un discurso improvisado de bienvenida y le autorizó en exclusiva a no llamarle caballero, sino simplemente tÃo. Asà lo hubiera hecho el joven de por sà aunque no le hubiera concedido el beneplácito. Sin embargo le dio las gracias. El otro quedó complacido, como si le hubiera entregado a saber qué, pero añadió:
Obviamente cuando hables de mà con los demás no digas «mi tÃo», sino «el caballero».
Le dejó al cuidado del doctor Fringuella y le nombró segunda autoridad de la oficina de administración, con un escritorio algo más pequeño que el del director y una tarjeta grabada que rezaba «Bruno Seta - Subdirector administrativo». Ciertamente aquello le proporcionó al joven aprendiz una gran satisfacción. Desgraciadamente dos años después el caballero, eternamente ávido del ahorro, se sinceró con el ya experto Bruno cuando el otro, que ya sospechaba algo, escuchaba tras la puerta:
Nos quedaremos contigo y echaremos al buitre traidor de Fringuella.
De nada sirvió que el joven le perjurara al doctor que su intención no habÃa sido jamás la de robarle el puesto. Desde entonces y no por su culpa se ganó a un enemigo.
Aparte de las tareas importantes, casi cada dÃa se sucedÃan otras muchas menos dignas pero que el titular valoraba enormemente. Para ahorrarse la manutención de dos furgones con conductor, de los que hacÃa uso ocasionalmente para pequeños pedidos, el tÃo se compró un monovolumen grande que le servÃa de presentación en los pedidos de la zona, de las que se encargaba él mismo hasta que llegó el sobrino. Cabe mencionar que en la última época se arriesgó a varios accidentes debido a la reciente pérdida visual de un ojo, fruto de una catarata mal operada. Asà pues, Bruno se encargó de sustituirle como repartidor complementario en un Mercedes Benz. El caballero, además, le delegó la responsabilidad de su propio conductor. El otro empleado vestÃa una gorra de chófer incluso en horas de reparto y trabajaba en horas que deberÃa haber tenido libres y que no recibÃan paga extra. Al fin se quejó a Fringuella, quien le apoyó ante el jefe. Entonces Pittò encontró una solución, simple e inmediata: nombrar gratuitamente al sobrino para el puesto:
Pruébate la gorra de ese holgazán âle ordenó con indiferencia, entregándosela.
El joven, más asombrado que fastidiado, respondió evasivamente con una pregunta retórica:
¿Pero qué imagen darÃas si pusieras a tu subdirector heredero de conductor? Pensarán que eres pobre.
Esa palabra mágica desvaneció la gorra y desde entonces ambos se presentarÃan públicamente con el coche empresarial como familiares que eran, para bien o para mal. Bruno conducirÃa sin gorra y su tÃo medio ciego se sentarÃa a su lado en vez de atrás.
Gracias a aquella extraordinaria tarea el joven conoció en fiestas y reuniones de negocios a decenas de empresarios del momento, protagonistas de lo que más tarde se llamarÃa el «milagro económico italiano». Gran parte de aquellas empresas cerraron pronto debido a la recesión económica de medidos de los años 60. Solo algunos de ellos âsobre todo gracias a sus hijos y nietos que, a diferencia de los primeros, fueron instruidos en escuelas económicasâ vieron prosperar sus empresas; y cuando los fundadores desaparecieron alcanzaron, décadas más tarde, dimensiones mundiales.
La verdad es que pocos de los empresarios que conoció Bruno le cayeron bien. En muchos de ellos se acentuaba seriamente una gran altivez y una escasa formación, la mala educación con los subordinados y la brutalidad contra todos los que, compartiendo las mismas miserias en sus orÃgenes, no supieron alcanzar la riqueza. A menudo sus esposas eran peores que los maridos, sin contar con el inteligente mérito de haber creado puestos de trabajo. Ante las personas cultas los empresarios manifestaba respeto y cortesÃa; a sus espaldas, hablándolo entre ellos o en familia, exteriorizaban desprecio. HabÃa mucha envidia hacia los intelectuales, esencialmente por sus tÃtulos académicos: casi todos los empresarios se apresuraban a exhibir el tÃtulo de caballero o comandante de la República como si solo contara el tÃtulo y no la cultura. Además ansiaban la adulación.
Pittò no era diferente. Bruno, de naturaleza enemigo de las zalamerÃas, nunca habrÃa elogiado al tÃo abuelo si no fuera porque al final se hubiera convertido en su enemigo. En el fondo sabÃa, por como traslucÃan algunas frases, que el caballero se lamentaba de que su sobrino estuviera en la universidad y que un dÃa se licenciara. Los exámenes sacaron a la luz las primeras disputas entre ellos. El empresario se enfadaba cada vez que Bruno se ausentaba con motivo de un seminario o un examen. En una ocasión el joven tuvo que cargar con dos exámenes muy próximos el uno del otro; habÃa pasado casi un bienio desde que entrara en la fábrica y pidió un permiso de dos o tres dÃas para repasar. Pittò le chilló:
¡Aquà se trabaja, no te haces el universitario tocacojones! ¿Eres tonto o qué? ¿Eres un empresario y pierdes el tiempo con esas estupideces burocráticas?
Al pensar que trabajaba gratis, sin horarios fijos y al cargo de tareas que no deberÃan ser suyas y en plena tensión por el pesado estudio nocturno, no pudo contenerse y le chilló de vuelta a pleno pulmón:
¡Tú eres el empresario, no yo, y empiezo a estar harto de los de tu calaña!
¡Piojoso! ¡Piojoso! ârespondió el jefe secamente ante todos, alejándose a la par que picaba de manos cada vez más fuerte en señal de desprecio.
Fue en esa ocasión que Fringuella le soltó al joven una frase ambigua:
TenÃa usted razón, señor Seta, pero se ha pasado de rosca con el grito; además, al fin y al cabo es al caballero a quien su familia debe su posición.
Por un instante Bruno creyó que se referÃa a la promesa de asociación con la empresa. No se imaginaba lo que aquella frase escondÃa. Solo al cabo del tiempo comprendió las mentiras que iban circulando.
Entretanto la recesión económica hincó fuerte en Italia.
El joven lo consultó con su padre:
Me da que la empresa está perdiendo impulso; tiene muchos, demasiados créditos que cobrar de clientes morosos. Cabe la posibilidad de una crisis de liquidez, y con los costes fijos que la empresa tiene que cubrir, como la nueva maquinaria que aún hay que pagar, el riesgo es notorio.
Papá Seta respondió calmosamente:
Mientras dure no vas a firmar ningún contrato con tu tÃo, aunque dudo que lo proponga. Y te aconsejo que en los próximos meses estés atento a cómo evolucionan las cosas; tan poco tiempo no dice nada. Puede que sea una crisis pasajera. Tirar dos años por la borda sin estar seguro serÃa una mala elección.
Bruno no le dijo que en realidad no le gustaba el ambiente y que hubiera preferido ejercer la profesión libre paterna y renunciar a la perspectiva de enriquecer. Además, aunque a diferencia de muchos gozaba de alguna que otra comodidad no le preocupaba acaparar tesoros y mucho menos hubiera disfrutado haciendo pompa de ellos.
Se sintió inexperto. Decidió contenerse y no arriesgarse a dar un paso en falso, y eso le hizo sentirse bien. Ya era bastante arduo manejar una empresa sin comprometerse y Bruno priorizó, como siempre, el conocimiento. Además,