El Retorno. Danilo Clementoni

El Retorno - Danilo Clementoni


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hay demasiado».

      Â«Sí, es realmente excelente. Tendremos que felicitar al cocinero».

      Â«Quizás debería casarme con él y que cocinara para mí», dijo Elisa riendo un tanto exageradamente. El alcohol ya empezaba a causar efecto.

      Â«No, que se ponga a la cola. Primero estoy yo», se atrevió a bromear, pensando que no estaba tan fuera de lugar. Elisa hizo como si nada y siguió mordisqueando su esturión.

      Â«Tú no estás casado, ¿verdad?».

      Â«No, nunca he tenido tiempo».

      Â«Eso es una vieja excusa», dijo ella mirándolo sensualmente.

      Â«Bueno, en realidad estuve muy cerca una vez, pero la vida militar no está hecha para el matrimonio. ¿Y tú?», añadió, retomando un tema que aún parecía hacerle daño, «¿Te has casado alguna vez?».

      Â«Â¿Estás de broma? ¿Y quién soportaría tener una mujer que pasa la mayor parte de su tiempo viajando por el mundo para cavar bajo tierra como un topo y que se divierte profanando tumbas con millones de años de antigüedad?».

      Â«Claro», dijo Jack, sonriendo amargamente, «evidentemente, no estamos hechos para el matrimonio». Y mientras alzaba la copa, propuso un melancólico «Brindemos por ello».

      El camarero llegó con un poco más de Samoons13 recién sacado del horno interrumpiendo, afortunadamente, ese momento de leve tristeza.

      Jack, aprovechando la interrupción, intentó deshacerse rápidamente de una serie de recuerdos que le habían vuelto a la mente de repente. Era agua pasada. Ahora tenía una bellísima mujer junto a él y tenía que concentrarse solo en ella. Algo que no era demasiado difícil.

      La música de fondo, que parecía arroparlos delicadamente, era la adecuada. Elisa, iluminada por tres las velas colocadas en el medio de la mesa, estaba preciosa. Sus cabellos tenían reflejos color oro y cobre y su piel era suave y bronceada. Sus ojos penetrantes eran de un color verde profundo. Sus suaves labios intentaban separar lentamente un trozo de esturión de la espina que tenía entre los dedos. Era tan sexy.

      Elisa no dejó escapar ese momento de debilidad del coronel. Posó la espina en el borde del plato y se chupó, con aparente desinterés, primero el índice y luego el pulgar. Bajó ligeramente la cabeza y lo miró con tal intensidad, que Jack pensó que el corazón se le iba a salir del pecho para acabar directamente en el plato.

      El coronel se dio cuenta de que ya no tenía el control de la situación y, sobre todo, de sí mismo, e intentó reponerse inmediatamente. Era ya mayorcito para parecer un adolescente enamorado, pero esa chica tenía algo que le atraía terriblemente.

      Respiró profundamente, se refregó el rostro con las manos y dijo: «¿Qué te parece si te acabas ese último trozo?».

      Ella sonrió, cogió delicadamente con las manos el trocito de esturión que quedaba, se levantó levemente de la silla estirándose hacia él y se lo acercó a la boca. En esa posición, su escote mostró parcialmente sus exuberante pechos. Jack, visiblemente avergonzado, dio solo un mordisco, aunque no pudo evitar rozar con sus labios los dedos de ella. Su excitación crecía cada vez más. Elisa estaba jugando con él como hace un gato con un ratón, y Jack no era capaz de oponerse de ninguna forma.

      Luego, con un aire de chica inocente, Elisa volvió a sentarse cómodamente en su sitio y, como si no hubiera pasado nada, hizo una señal con la mano al camarero alto y delgado, que se acercó rápidamente.

      Â«Creo que es el momento de un buen té de cardamomo. ¿Qué opinas Jack?».

      Ã‰l, que aún no se había repuesto de la situación anterior, balbuceó algo como: «Bueno, sí, vale». Y mientras se colocaba bien la chaqueta, intentando recomponerse, añadió: «Creo que es muy bueno para la digestión».

      Se había dado cuenta de que había dicho algo ridículo, pero en ese momento no se le ocurrió nada mejor.

      Â«Todo es muy agradable Jack, es una velada fantástica, pero no nos olvidemos del motivo por el que estamos aquí esta noche. Tengo que enseñarte una cosa, ¿te acuerdas?».

      El coronel, en ese momento, estaba pensando en todo menos en el trabajo. Sin embargo, tenía razón. Estaban en juego cosas mucho más importantes que un estúpido coqueteo. El caso es que, a él, ese coqueteo no le parecía nada estúpido.

      Â«Claro», respondió intentando recuperar su pose autoritaria. «No veo el momento de saber lo que has descubierto».

      El gordinflón, que a poca distancia en el coche estaba escuchándolo todo, exclamó: «Qué putita. Las mujeres son todas iguales. Primero hacen que te lo creas, te llevan hasta las estrellas, luego te dejan como si nada».

      Â«Creo que tus diez dólares estarán pronto en mi bolsillo», dijo el delgado, siguiendo la afirmación con una gran carcajada.

      Â«En realidad no me importa a quien se lleva a la cama nuestra doctora. No te olvides de que estamos aquí solo para descubrir todo lo que sabe». Y mientras intentaba colocarse mejor en el asiento, porque la espalda empezaba a dolerle bastante, añadió: «Deberíamos haber encontrado la forma de poner una cámara en ese maldito local».

      Â«Sí, quizás bajo la mesa, así habrías podido verle los muslos».

      Â«Imbécil. Pero, ¿quién ha sido el idiota que te ha seleccionado para esta misión?».

      Â«Nuestro jefe, amigo mío. Y te aconsejaría evitar insultarlo, ya que él también sabe cómo colocar micrófonos y no creo que tenga problemas en poner alguno en este coche».

      El gordinflón se asustó y por un momento creyó que su corazón había parado de latir. Estaba intentando ascender e insultar a su superior no era el mejor modo de avanzar.

      Â«Deja de decir tonterías», dijo intentando ponerse serio y profesional. «Dedícate a hacer bien tu trabajo e intentaremos volver a la base con algo concreto». Dicho esto, miró un punto indefinido en la oscuridad, más allá del parabrisas levemente empañado.

      Elisa sacó del bolso su inseparable asistente digital, lo apoyó en la mesa y empezó a pasar algunas fotos. El coronel, curioso, intentó ver algo, pero el ángulo no se lo permitió. Ella, cuando encontró lo que buscaba, se levantó y se sentó en la silla junto a él.

      Â«Vale, ponte cómodo que la historia es larga. Intentaré resumirla todo lo que pueda».

      Deslizando rápidamente el índice en la pantalla del asistente digital, hizo aparecer una foto de una tabla grabada con extraños dibujos y con escritos cuneiformes.

      Â«Esta es la foto de una de las tablas que se han encontrado en la tumba del Rey Baldovino II de Jerusalén», continuó Elisa, «que se supone que fue el primero, en el año 1119, en abrir la Cueva de Macpela, llamada también Cueva de los Patriarcas, donde al parecer fueron enterrados Abraham y sus dos hijos, Isaac y Jacob. Estas tumbas se encuentran en el subsuelo de la que hoy llamamos Mezquita o Santuario de Abraham, en Hebrón, Cisjordania». En ese momento, le enseñó una foto de la mezquita.

      Â«Dentro de las tumbas», prosiguió Elisa, «el Rey encontró, además de innumerables objetos de diversa índole, una serie de tablas que pertenecieron a Abraham. Además, se cree que éstas pueden representar una especie de diario donde anotaba los momentos más importantes de su vida».

      Â«Una especie de “registro


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