El Retorno. Danilo Clementoni

El Retorno - Danilo Clementoni


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un poco más sus maravillosos ojos verdes. «Es prácticamente imposible encontrar esturión del Tigris en este periodo».

      Â«Para una invitada como tú, solo puedo pedir lo mejor», dijo complacido el coronel, viendo que su elección había sido apreciada. Le ofreció delicadamente la mano derecha y le invitó a seguirlo. Ella, sonriendo maliciosamente, se la estrechó y se dejó acompañar a la mesa.

      El local estaba finamente decorado siguiendo el estilo típico del lugar. Luz cálida y difusa, amplias cortinas que recubrían casi todas las paredes y descendían desde el techo. Una gran alfombra con dibujos Eslimi Toranjdar recubría casi todo el suelo, mientras otras más pequeñas estaban colocadas en las esquinas de la habitación, enmarcándolo todo. Sin duda, la tradición habría querido que la comida se consumiera estirados en el suelo sobre cómodos y suaves cojines, pero, como buen occidental, el coronel había preferido una mesa “clásica”. Esta también había sido decorada con atención y los colores elegidos para el mantel combinaban perfectamente con el resto del local. Un fondo musical, donde un Darbuka9 acompañaba a ritmo Masqum10 la melodía de un Oud11 , llenaba delicadamente todo el ambiente.

      Una velada perfecta.

      Un camarero alto y delgado se acercó educadamente y, con una reverencia, invitó a los dos comensales a sentarse. El coronel acomodó primero a Elisa y se ocupó de acercarle la silla, luego se sentó frente a ella, teniendo cuidado de no deslizar la corbata en el plato.

      Â«Es realmente bonito este sitio», dijo Elisa mirando alrededor.

      Â«Gracias», dijo el coronel. «Tengo que confesar que tenía miedo de que no te gustara. Luego me he acordado de tu pasión por estos lugares y he pensado que podría ser la mejor opción».

      Â«Â¡Has acertado de pleno!», exclamó Elisa mostrando de nuevo su maravillosa sonrisa.

      El camarero destapó una botella de champán y, mientras llenaba las copas de ambos, llegó otro con una bandeja en la mano diciendo: «Para comenzar, disfruten de un Mosto-o-bademjun12 ».

      Los dos comensales se miraron complacidos, cogieron las dos copas y volvieron a brindar.

      A unos cien metros del local, dos extraños personajes dentro de un coche oscuro toqueteaban un sofisticado sistema de vigilancia.

      Â«Â¿Has visto cómo el coronel se liga a la chica?», dijo sonriendo desdeñosamente aquel con claro sobrepeso, que se encontraba en el asiento del conductor, mientras mordía un enorme sandwich y se llenaba de migas de pan los pantalones.

      Â«Ha sido una gran idea poner el transmisor en el pendiente de la doctora», respondió el otro, mucho más delgado, con ojos grandes y oscuros, mientras bebía café en un gran vaso de papel marrón. «Desde aquí podemos escuchar perfectamente todo lo que hablan».

      Â«Intenta no liarla y grábalo todo», le regañó el otro, «de lo contrario, nos obligarán a comernos los pendientes en el desayuno.

      Â«No te preocupes. Conozco perfectamente este aparato. No se nos escapará ni siquiera un susurro».

      Â«Tenemos que intentar descubrir lo que realmente ha descubierto la doctora», añadió el gordo. «Nuestro jefe ha invertido muchísimo dinero para seguir en secreto esta investigación».

      Â«No habrá sido fácil, dada la imponente estructura de seguridad que ha montado el coronel». El tipo delgado levantó la mirada hacia el cielo con aire soñador, luego añadió: «Si me hubieran dado a mí solo la milésima parte de ese dinero, ahora estaría tumbado bajo una palmera en Cuba, con la única preocupación de elegir entre un Margarita o una Piña Colada».

      Â«Y quizás junto a un montón de chicas en bikini que te extienden la crema solar», dijo el gordinflón, explotando después en una enérgica risa, mientras el temblor de la gran barriga hacía caer parte de las migas que se habían depositado ahí antes.

      Â«Este entremés está exquisito». La voz de la doctora salía, algo distorsionada, del pequeño altavoz colocado en el salpicadero. «Tengo que confesarte que no creía que, detrás de ese aspecto de militar rudo, se pudiera esconder un hombre tan refinado».

      Â«Bueno, gracias Elisa. Yo tampoco habría pensado nunca que una doctora tan cualificada pudiera ser, además de hermosa, tan amable y simpática», dijo la voz del coronel, un poco distorsionada, pero con un volumen algo más bajo.

      Â«Escucha cómo coquetean», exclamó el grandullón en el asiento del conductor. «Yo creo que acabarán en la cama».

      Â«No estoy tan seguro», afirmó el otro. «Nuestra doctora es mucho más lista y no creo que una cena y algún que otro piropo sean suficientes para conseguir que caiga en sus brazos».

      Â«Diez dólares a que esta noche lo consigue», dijo el gordinflón alargando la mano derecha hacia el colega.

      Â«Ok, acepto», exclamó el otro estrechando la gran mano que tenía delante.

      El objeto que se materializó ante los dos estupefactos compañeros de viaje estaba claro que no era nada que la naturaleza, incluso con su infinita fantasía, pudiera crear por sí misma. Parecía una especie de flor metálica con tres largos pétalos, sin tallo, con un pistilo central de forma ligeramente cónica. La parte trasera del pistilo tenía forma de prisma hexagonal, con la superficie de la base ligeramente más grande que la del cono situado en la parte opuesta y que servía de soporte para toda la estructura. Desde los tres lados equidistantes del hexágono salían los pétalos rectangulares, con una longitud de al menos cuatro veces la de la base.

      Â«Parece una especie de viejo molino de viento, como los que se utilizaban hace siglos en las grandes praderas del este», exclamó Petri sin separar, ni siquiera un momento, los ojos del objeto que se visualizaba en la gran pantalla.

      Un escalofrío recorrió la espalda de Azakis, mientras recordaba algunos viejos prototipos que los Ancianos le habían sugerido estudiar antes de partir.

      Â«Es una sonda espacial», afirmó con decisión Azakis. «He visto algunas, hechas más o menos así, en los viejos archivos de la Red», prosiguió, mientras se apresuraba en recoger mediante N^COM toda la información posible sobre el tema.

      Â«Â¿Una sonda espacial?», preguntó Petri, mientras se giraba con aire sorprendido hacia el compañero. «Y, ¿cuándo se supone que la hemos lanzado?».

      Â«No creo que sea nuestra».

      Â«Â¿No es nuestra? ¿Qué quieres decir, amigo mío?».

      Â«Quiero decir, que no ha sido ni construida ni lanzada por ninguno de nosotros, los habitantes del planeta Nibiru».

      La cara de Petri se volvía cada vez más desconcertada. «¿Qué quieres decir? No me digas que tú también crees en esas tonterías de los alienígenas, ¿eh?».

      Â«Lo que sé es que nada como esto ha sido construido jamás en nuestro planeta. He revisado todo el archivo de la Red y no hay ninguna coincidencia con el objeto que tenemos delante. Ni siquiera en los proyectos que no se han realizado nunca».

      Â«Â¡No es posible!», exclamó Petri. «Tu N^COM tiene que estar desfasado. Vuelve a comprobarlo».

      Â«Lo siento Petri. Ya lo he comprobado dos veces y estoy totalmente seguro de que esta obra no es nuestra».

      El


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