El origen del pensamiento. Armando Palacio Valdés

El origen del pensamiento - Armando Palacio Valdés


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ojo mientras duró la confesión.

      El cura tenía abrazado al joven, de suerte que los asistentes no podían observar más que sus piernas, que no decían nada. Pero la joven dejaba ver un cacho de mejilla, y este cacho de mejilla, por lo suave, por lo terso, por lo sonrosado, interesaba profundamente al auditorio, y muy especialmente al monaguillo que ayudaba a la misa.

      «Son unos novios,» se dijeron los fieles rebosando de curiosidad y penetración. En efecto, eran ellos, la fresca y simpática Carlota y el venturoso Mario.

      Después de la ceremonia y de tomar chocolate en la morada de D. Pantaleón, trasladaronse los recién casados y su cortejo en dos grandes ómnibus a los Viveros. Los Viveros guardan entre las filas de sus árboles enanos y bajo sus cenadores rústicos toda la poesía del comercio madrileño. Los gremios expresan allí en los días festivos que no son insensibles al encanto misterioso de la Naturaleza ni ajenos a las dulces emociones del campo. Como testimonios mudos pero elocuentes de este fondo poético que algunos pretenden negar, suelen verse bajo los frescos emparrados, donde la luz se cierne mansa y dormida, o sobre el fino tapiz de la yerba, entre setos de boj y cinamomo, algunas cabezas de sardina y no pocos residuos de huevos cocidos.

      El Sr. Sánchez, que a pesar de su temperamento meditabundo y soñador no olvidaba ningún pormenor interesante, había contratado el día antes un piano mecánico. No fue obstáculo el calor para que aquella juventud florida se pusiese inmediatamente a bailar con frenesí. Un caballero tuvo la ocurrencia de quitarse la levita; los demás le imitaron. Se bailó en mangas de camisa, con esa grata familiaridad que caracteriza a los hombres de negocios en momentos de alegría. Así y todo, se sudaba como en los primeros días de la creación. Las mejillas de las damas echaban fuego. ¡Ah, si pudieran utilizar el hielo que envolvía en aquel instante el corazón del violinista del café del Siglo, qué bien se refrescarían!

      A fuerza de inteligencia y diplomacia había logrado Timoteo que D.ª Carolina le invitase a la boda. Por cierto que este rasgo de generosidad le valió un disgusto. Su hija menor armó la de San Quintín al enterarse, profiriendo tan pesadas palabras que la buena señora se vio necesitada a zanjar la cuestión por el método usual, con un par de pellizcos. La niña puso el grito en el cielo. Y en estas simpáticas disposiciones hacia el violinista fue a la boda de su hermana. ¡Qué había de suceder! Un desastre. A la primer coyuntura aquellos dos pellizcos se los aplicó en el alma al causante de todo.

      –Presentacioncita, ¿me haría usted el honor de bailar conmigo esta polka?

      –Gracias, no bailo.

      Pocos instantes después llega otro joven y le hace la misma invitación. Presentación vacila un momento, mira de reojo al violinista, sonríe maliciosamente y se deja arrastrar al baile por tal odiosísimo sujeto, a quien desde aquel punto dedica Timoteo toda la hiel que elabora su organismo.

      Este ser repugnante y abyecto, llamado Grass, dedicaba las horas en que no medita o ejecuta alguna acción vergonzosa, a llevar los libros de comercio en dos camiserías de la calle del Príncipe. De aquí que pretendiese eclipsar a todos los demás por el brillo y la forma de su cuello a la marinera y por el esplendor de la corbata de raso azul con lunares blancos. Timoteo sentía la superioridad de Grass en este punto, pero antes le hicieran rajas que confesarlo.

      Presentación era, con mucho, la más linda de las niñas que la industria y el comercio habían enviado a la boda de Mario. Por eso todos los jóvenes le bailaban el agua, acudían a servirla y festejarla como un tropel de esclavos. Quién solicitaba humildemente la honra de tener por su abanico, quién extendía la levita sobre la yerba para que se sentase; los unos corrían a buscarle un vaso de agua cuando tenía sed y se lo presentaban con azucarillo y gotas de azahar, o con anís o con jarabe de grosella, para que eligiese; los otros se consideraban felices con que de lejos les enviase una ligera sonrisa. Con esto la niña, que había mostrado siempre marcada inclinación a las pompas mundanas, se puso insufrible. Parecía una sultana cruel y despótica. A fuerza de ver inmediatamente obedecidos sus caprichos, ni sabía ella misma lo que quería. Tan pronto llamaba a un mancebo y le permitía sentarse a sus pies y le escuchaba y le miraba amablemente, como le arrojaba con ademán feroz y viento fresco. Unas veces exigía que le contasen algo, otras les obligaba a permanecer inmóviles y silenciosos. Fortuna fue que no se le ocurrierra mandar ahorcar de un árbol a Timoteo, porque en el estado en que se hallaban los espíritus, ¡quién sabe lo que sucedería!

      Pero el que logró presto sobreponerse a sus colegas y fijar la atención de la bella fue Grass. Y esto no sólo por el prestigio de su corbata, sino porque además era hombre de iniciativa y ocurrente. Cada una de sus frases, un poema de gracia. Cuando tenía que referirse a su propia cabeza, la llamaba «la calabaza.» «Yo conocí en Sevilla una señora—decía—que comía por la boca.»

      Poseía asimismo una imaginación fecunda y audaz para toda clase de farsas divertidas y talento especial para imitar la voz, el gesto y el modo de andar de cualquier persona. Corría y brincaba con agilidad pasmosa, a pesar de su obesidad bien pronunciada. Cantaba con voz de tiple, de tenor, de barítono y bajo, y se sabía que proyectaba figuras en la pared con la sombra de las manos de modo maravilloso. Finalmente, era un prestidigitador consumado. A ruego de varias muchachas, hizo algunos juegos de manos que produjeron entusiasmo en los invitados. Claro está que para efectuarlos necesitaba ayudantes. Grass los elegía entre las jóvenes más lindas. Y aunque todas le servían con agrado y diligencia, se distinguía particularmente por su entusiasmo Presentación. ¡Las diabluras que aquel hombre festivo llevó a cabo con ella, sacándole monedas del pelo, de las narices, del cuello!…

      ¡Timoteo ansiaba beber su sangre!

      A las once, poco más o menos, hizo su entrada triunfal en el Vivero la familia del presidente de la Liga de Productores. En cuanto se tuvo noticia de que un carruaje estaba a la puerta, la mayor parte de los invitados abandonaron los placeres y corrieron hacia allá, deseando hacer ostensible su amistad con personas tan distinguidas, que hacían viso en la sociedad madrileña y tenían carruaje propio. Venían el presidente, su esposa y dos hijas. El Sr. Corneta tenía la misma elegante figura que un carnicero en día de fiesta. Pequeño, obeso, colorado, con gabán muy largo, las enormes manos aprisionadas por guantes de color de sangre. Llevaba la cabeza echada hacia atrás y hablaba a gritos. Los millones, la Liga, la fábrica de ladrillo refractario, todo le salía de una vez a la cara, pugnando por arrojarse sobre los infelices que se le acercaban y aplastarlos. ¡Qué modo de tender la mano mirando hacia otro lado! ¡Qué voz ruda e impertinente para saludar de lejos! Imposible imaginarse una superioridad más protectora. Y, sin embargo, mucho más protectoras aún las miradas, las sonrisas y los saludos de su amable esposa e hijas. Era el juicio final. Los dos pimpollos vestían con pintoresca elegancia, y la mamá, a pesar de sus años, no les iba en zaga. Ni feas ni bonitas, pero majestuosas; con esa calma imponente que presta a los seres superiores la conciencia de su gloria. Las tres venían provistas de sendos impertinentes, con los cuales empezaron inmediatamente a llevar a cabo atentas y concienzudas observaciones sobre los invitados, como el naturalista que estudia al microscopio la figura y los movimientos de algunos infusorios. Naturalmente, bajo el poder de esta mirada investigadora, las niñas del comercio se ruborizaron y los jóvenes dependientes no sabían dónde poner los pies ni las manos, sobre todo las manos.

      –¿No viene Juanito?—preguntó no se sabe quién.

      –¡Oh, Juanito!

      Las tres damas cayeron al escuchar tal pregunta en un acceso de alegría que les impidió responder, aunque sin interrumpir por eso el estudio microscópico de aquellos curiosos seres.

      –Juanito no acostumbra a levantarse a estas horas—dijo al cabo una de ellas.

      «¡A estas horas! ¡Las once de la mañana! ¡Qué elegancia! ¡qué distinción!» pensaban los dependientes a quienes el hado adverso obligaba a levantarse de la cama a las seis todos los días.

      La familia Corneta fue conducida en triunfo hacia uno de los cenadores, donde Mario y su esposa fueron agasajados por ellos con algunas frases amabilísimas, de las cuales tanto D.ª Carolina como su digno esposo D. Pantaleón conservaron por mucho tiempo vivo recuerdo.

      Nadie osaría poner en duda entre los convidados la inmensa superioridad de las señoritas de Corneta


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