El origen del pensamiento. Armando Palacio Valdés

El origen del pensamiento - Armando Palacio Valdés


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que su hija Presentación, esto es, delgada, nerviosa y con unos ojillos vivos y penetrantes que los años habían hundido y rodeado de un círculo oscuro y fruncido.

      –¡Hija, ten un poco de educación!—añadió por lo bajo ásperamente, tratando al mismo tiempo de alargar la mano con disimulo para darle un pellizco corroborante.

      Presentación separó las piernas instantáneamente y soltó una carcajada que puso más nerviosa y más arrebatada a su mamá. Vivían ambas en constante guerra. Sus genios eran igualmente vivos. Pero así y todo, no podían prescindir la una de la otra y formaban dentro de la casa un partido. Presentación era la preferida de su madre, como Carlota de su padre.

      –Oiga usted, Timoteo—dijo de pronto la niña volviéndose hacia el violinista con ojos risueños.—¿Qué era lo que usted tocaba hace poco?

      –¿Lo último?… Un stornello titulado Día de sol.

      –¡Qué bonito es!

      –¿Le gusta a usted?—preguntó dilatando su boca para sonreír de tal modo que dejó estupefactos a los circunstantes a pesar de hallarse acostumbrados a los prodigios que la naturaleza solía obrar en su fisonomía.

      –¡Muchísimo! Es precioso… precioso…

      –¿Quiere usted oírlo otra vez?

      –¡Ya lo creo!

      –Pues lo tocaré, lo tocaré, Presentacioncita—dijo el artista lleno de condescendencia, rebosando de orgullo.

      –El caso es—manifestó la maligna joven con tristeza—que nos vamos a ir pronto.

      –Eso no importa. Voy a tocarlo en seguida… Verá usted.

      Y se fue a buscar al pianista. Éste no parecía por ningún lado. Timoteo daba vueltas como loco por todos los rincones del café.

      –Vamos—decía en tanto Presentación a su hermana,—el Día de sol nos librará de la lluvia.

      –¡Pobre chico! ¿Qué culpa tiene él de que se le escape la saliva?—repuso aquélla sonriendo.

      –¡Anda! ¿Y qué culpa tengo yo?—exclamó enfurecida la otra.

      Mario rió la ocurrencia, irritado contra el violinista que le había impedido extraviarse por la floresta. Romadonga la amenazó con el dedo.

      –¡Niña! ¡niña!

      –¿Qué le duele a usted, D. Laureano?

      –A mí nada. A Timoteo es a quien le arden las orejas… Diga usted, ¿cómo no han estado ustedes esta tarde en la Castellana?

      –Eso cuénteselo usted a mamá.

      –¿A mi, niña?—exclamó vivamente doña Carolina.—¿Qué estás ahí diciendo? ¿No sabes que tienes padre?—Y volviéndose hacía Romadonga:—Pantaleón no ha querido que hoy fuésemos a paseo, sin duda temiendo a la humedad por lo mucho que ha llovido estos días.

      –Eso es… No lo he juzgado conveniente—corroboró D. Pantaleón dirigiendo una mirada tímida a su mujer.

      Presentación hizo un mohín de desdén y se volvió hacia Mario y Carlota. Pero juzgando que era ya tiempo de dejarlos abandonados a sí propios, entabló conversación con una señora que se refrescaba con grosella en la mesa inmediata.

      –¿Qué es eso, D.ª Rafaela, no lee usted hoy La Correspondencia?

      –Ya la he leído, querida… No trae más que esquelas de defunción.

      –¿Pues y la noticia del matrimonio de la infanta?

      –No sé nada. Ya sabe usted que yo no leo más que los anuncios.

      No era una señora en la acepción que se da usualmente a la palabra, ni tampoco una mujer del pueblo. Participaba de ambas clases. No gastaba sombrero ni mantilla, pero el mantón alfombrado que cubría sus hombros era riquísimo; el vestido, de seda pura; en los dedos y en las muñecas sortijas y brazaletes de valor y en las orejas dos orlas de brillantes con zafiro en el medio; todo lo cual pregonaba que, si D.ª Rafaela no vestía de señora, no era seguramente por falta de dinero.

      Nadie lo ponía en duda, D.ª Rafaela poseía en la calle de Hortaleza un comercio de antigüedades que en otro tiempo había sido prendería y aún lo era cuando le venía bien. Unas veces predominaban los objetos antiguos, otras los viejos. Como complemento indispensable de tal negocio, D.ª Rafaela prestaba con usura. Hallaríase entre los cincuenta y sesenta años. Gruesa, morena, de facciones abultadas y con un extenso lunar de pelos largos, cerdosos, en la mejilla derecha, cerca de la boca. Vivía sola con una sobrina a quien dejaba cerrada en casa mientras acudía invariablemente todas las noches a tomar un vaso de grosella y a leer la cuarta plana de La Correspondencia. Era campechana, servicial y sencilla hasta la simpleza, pero en sus negocios de prendera y prestamista mostrábase inflexible y astuta como pocas.

      –Acérquese un poquito si ha concluido de tomar su grosella.

      D.ª Rafaela trasladó su silla cerca de la joven y en seguida se pusieron a departir amigablemente en voz baja. Claro está que el tema de su plática fue el acontecimiento de la noche, la presentación de Mario a la familia de Sánchez.

      –Al fin parece que eso lleva buen camino. Me alegro mucho… mucho. No deje de decírselo a su mamá, y que sea para bien. Es un chico muy decente, y si tira a su padre… ya ve usted… Por supuesto que Carlota, por lo guapa y bonachona, merecía un infante de Ingalaterra… Pero, hijita, los tiempos no están para andar a escobazos con los hombres. Así se lo digo muchas veces a la gazmoñita de mi sobrina, que hace melindres al vidriero de la esquina… Ahora, si usted me pregunta mi sentir, le diré que el que más me gusta de esa cuadrilla que se sienta en el rincón es aquel muchacho rubio que llaman Godofredo. No es que tenga que decir ni pensar nada malo de éste. Al contrario, me parece bastante formal y simpático; guapo no lo es… ¿para qué más de la verdad?… pero el otro… el otro es una alhaja, un bendito… ¡Si le viese usted, como yo le veo muchos días, comulgar en San Antón!… Vamos, que enternece hallar un chico tan humilde y devoto ahora en que a todos les da por despreciar las cosas santas y decir mil borricadas y escandalizar a las personas honradas. A veces se pasa media hora y más de rodillas delante del altar de la Virgen… Hijita, ¡qué feliz será su madre! Y la mujer que le lleve bien puede decir que no tiene que envidiar a ninguna duquesa.

      Presentación se ruborizó levemente con estas palabras y dirigió una mirada rápida hacia el rincón, tropezando sus ojos vivarachos con los suaves y místicos de Llot, que estuvieron posados buen rato sobre ella. D.ª Rafaela lo advirtió bien, y adoptando un semblante enteramente picaresco, le dijo bajando aún más la voz:

      –Ya sé, ya sé, querida, que usted y él… ¡vamos!… Apriete, hijita, apriete, y que no se escape, que bien merece la pena… Al que no puedo ver ni en pintura es a aquel otro que se come los periódicos, aquel de las barbas y las gafas…

      –¡Ah, sí, Moreno!…

      –¡Un moreno bien desaborío!… tan desgarbadote y tan sucio… Creo que no tiene más gusto que escandalizar a ese pobrecito de Godofredo. ¡Desalmadote! ¡pordiosero! ¡Puhá!

      Y miraba al mismo tiempo con ojos coléricos a la mesa donde Adolfo Moreno seguía enfrascado en la lectura, muy lejos de pensar que en aquel instante excitaba la cólera de la prendera.

      Mario y Carlota habían desaparecido, no corporalmente, pero sí en espíritu. Timoteo gemía y se lamentaba amargamente, por conducto de su violín, de que la niña menor de Sánchez se hubiese vuelto de espaldas y hablase tan animadamente con la señá Rafaela, sin cuidarse para nada del Día de sol ni de su intérprete. D.ª Carolina decía a Romadonga mientras su marido se atusaba gravemente el triste y pacífico bigote:

      –No necesito decirle, Sr. Romadonga, que entiendo perfectamente la intención con que su amiguito se ha hecho presentar por usted esta noche. Sabía hace tiempo que Carlota y él se miraban con buenos ojos, y cuando lo supe yo lo supo éste, porque yo no tengo costumbre de ocultar jamás nada a mi marido. Le pregunté si le parecía mal el muchacho. Me dijo que no, y entonces pensé: bueno,


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