El origen del pensamiento. Armando Palacio Valdés

El origen del pensamiento - Armando Palacio Valdés


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las mangas de la levita a fin de descubrir si era posible alguna mancha salvadora. Es más, cuando gracias a estos heroicos manejos se encontró medianamente tranquilo, tuvo serenidad bastante para decir a su vecina sin temblarle demasiado la voz:

      –Es increíble el calor que aquí se desarrolla al llegar esta hora.

      –Es verdad, sobre todo los domingos, en que viene tanta gente—repuso la vecina con voz suave, dulcísima, como las notas de una flauta sonando en un bosque de laureles y mirtos.

      –¡Eso es!—se apresuró a exclamar Mario, vivamente impresionado por esta profunda observación.

      Inmediatamente la vecina emitió otra muchísimo más luminosa, y es que los días no festivos el café estaba más tranquilo y agradable.

      Naturalmente, Mario al oír esto cayó en un verdadero espasmo de admiración, y asintió frenéticamente, no sólo con la boca, sino también con los ojos, con el cuello, con las manos, con todos los componentes de su organismo en suma. Y acometido a su vez del fuego de la inspiración, halló en las profundidades de su espíritu un rasgo feliz que a él mismo le dejó sorprendido.

      –Basta que haya pocas personas si éstas nos agradan.

      La vecina hizo un signo de aquiescencia bajando modestamente los hermosos ojos. Mario quedó tan encantado del éxito de su frase que, excitado por él, supo hallar en poco tiempo otras dos o tres no menos felices.

      Ambos quedaron en breve tan abstraídos de los ruidos mundanales que sonaban a su alrededor como si se hallasen en las profundidades de una selva virgen. La soledad que antes les parecía aterradora hallábanla ahora gratísima y gozaban cambiando frases de admirable sentido, como la primera pareja creada por Dios en los jardines del Paraíso.

      No fue un ángel quien vino a arrojarles de él, sino el propio creador de la mitad de la pareja, esto es, D. Pantaleón Sánchez, papá de las dos niñas.

      –He tenido el honor, Sr. Costa, de conocer a su señor padre hace años, cuando era subsecretario de Hacienda. Entré en su despacho formando parte de una comisión de almacenistas para pedirle una rebaja en el arancel.

      Mario daría cualquier cosa en aquel momento porque D. Pantaleón no hubiera tenido semejante honor. Sin embargo, pareció encantado de la noticia. Y sobre este tema departieron algunos instantes.

      Era D. Pantaleón un hombre que se hallaría entre los sesenta y los sesenta y cinco años; el cabello enteramente blanco y lo mismo el bigote, largo, poblado y caído de puntas: conservaba el cutis fresco, los dientes seguros y cierta firmeza y decisión en los movimientos, que denotaban vigor corporal. La mirada profunda de sus grandes ojos pregonaba bien claro que tampoco había perdido el espiritual. Hablaba reposadamente y con una gravedad afable que infundía a la vez respeto y simpatía.

      Cuando le pareció oportuno suspendió la conversación volviéndose hacia Romadonga, y Mario quedó nuevamente perdido y solo. No tardó, sin embargo, haciendo un esfuerzo poderoso de ingenio como el anterior, en hallar el camino de la selva donde le aguardaba su simpática vecina.

      –El café que sirven los domingos es peor que el de los demás días.

      Y se ruborizó al expresar esta juiciosa opinión, lo mismo que si hubiera dicho postrado de hinojos:—¡Te adoro, ángel mío!

      –Es imposible que salga bien haciendo tan gran cantidad—repuso Carlota, igualmente ruborizada.

      Ambos se perdieron instantáneamente en lo más espeso e intrincado del bosque.

      Esta vez no fue D. Pantaleón, sino su último retoño, quien vino a su encuentro.

      Presentación se volvió hacia ellos con ademán tan vivo, expresando tal furor en su movible fisonomía, que lo mismo Mario que su dulce compañera quedaron sorprendidos y levantaron los ojos para saber cuál era la causa. Un joven pálido, de pómulos salientes, nariz remangada y ojos claros, pero no serenos, se acercaba en aquel momento a la mesa con la cabeza descubierta.

      Mario reconoció en seguida al violinista.

      –Buenas noches, D. Pantaleón… Buenas noches, D.ª Carolina… Buenas noches, Presentacioncita… Buenas noches, señores… ¿Cómo siguen ustedes? ¿Están ustedes bien?

      La boca del joven artista se dilataba al pronunciar estas palabras con una sonrisa que no dejaba ocioso el más insignificante músculo, la fibra más diminuta de su semblante incoloro. La voz se arrastraba lenta, gangosa por aquella formidable boca antes de salir, de tal modo que al llegar a los oídos de sus interlocutores parecía venir cargada de saliva. Y así era en efecto.

      –Buenas noches, Timoteo, buenas noches.

      Todos respondieron amicalmente al saludo, menos Presentación. Y, sin embargo, los que la boca temerosa del artista había dejado escapar, y muchos otros que habían quedado dentro, a ella exclusivamente iban dirigidos. Mientras hablaba en pie y arrimado a la mesa con los papás y con Romadonga, sus ojos de pez, claros y fríos, no se apartaban de la gentil muchacha.

      ¿Gentil? Sí, Presentación era una lindísima joven que acababa de cumplir los veinte. Delgadita, morena, de rostro fino y expresivo, los ojos picarescos con afectación, los cabellos negros y pegados a la frente, la boca tan pronto grande como chica, de una extrema movilidad, lo mismo que los ojos, que el talle, que las manos, que todo lo demás. Una mujer, en suma, hecha de rabos de lagartija. El reverso de su hermana Carlota, tan redondita, tan sosegada, de una pasta tan excelente que no había medio de alterarla. No era bella, al decir de los inteligentes; su nariz no estaba bien modelada; los labios eran demasiado gruesos. No obstante, había quien la prefería a Presentación por la dulzura de sus grandes ojos, suaves, hermosos, por la frescura nacarada de su tez, por lo macizo y bien torneado de su talle. Pero eran los menos.

      Presentación se había vuelto de espaldas por completo. Su rostro y todo su cuerpo reflejaban agitación violentísima que se traducía en muecas y contorsiones y se exhalaba también en frases incoherentes pronunciadas en voz baja, que ni Carlota ni Mario llegaban a comprender. La causa de tal estado espasmódico no podía ser otra que la influencia magnética de la mirada del violinista pesando continuamente sobre su cogote.

      Carlota la contemplaba con sonrisa benévola y le decía por lo bajo:

      –¡Calma, niña, calma!

      –¡Sí, sí, calma!… ¡Que te pasase a ti lo que a mí me está pasando!—exclamaba con coraje, esforzándose en apagar la voz.

      –Buenas noches, Carlotita—dijo en aquel momento Timoteo, tratando de dar a su voz gangosa acento picaresco.—No se las he dado antes porque la veía a usted muy entretenida.

      –Abre el paraguas, Carlota—dijo Presentación por lo bajo.

      Pero no tan bajo que no llegase como un rumor a los oídos del joven. Éste, sin percibir las palabras, comprendió su tristísimo sentido y quedó avergonzado y confuso.

      –Buenas noches, Presentacioncita—dijo entonces abriendo la boca desmesuradamente para sonreír.

      –Buenas noches—respondió la joven sin volver la cabeza, mirando con fijeza al frente.

      –Hoy la he visto a usted en un comercio de la calle de la Montera—profirió el artista abriendo la boca un poco más.

      –Puede ser—repuso Presentación sin dejar de mirar al frente.

      –Estaba usted comprando unas enaguas.

      –¡Enaguas!—replicó la joven con el acento más despreciativo que pudo hallar.—¡Vamos, debe usted tener los ojos en el cogote para confundir enaguas con chambras!

      Timoteo quedó anonadado. Apenas pudo murmurar algunas frases de excusa.

      Y he aquí por qué el violín se quejaba tan amargamente hacía poco tiempo, por qué arrastraba las notas de un modo tan lamentable. Presentía el infortunado que las chambras jamás deben confundirse con las enaguas.

      D.ª Carolina acudió generosamente al socorro de aquella desgracia.

      –Los hombres no entienden nada de nuestra ropa, muchacha, y además, mirando por los cristales del escaparate no es


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