El origen del pensamiento. Armando Palacio Valdés

El origen del pensamiento - Armando Palacio Valdés


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muy claras, ni los Papouas de la costa Maclay en Nueva Guinea, ni los Esquimales de la bahía de Baffin…

      Entablose una acalorada disputa filosófico-religiosa con los caracteres esenciales que ofrecen tales discusiones en los lugares cerrados dedicados a expender licores y refrescos. Las ideas, cuando parecían luminosas, se repetían indefinidamente y en tono cada vez más elevado, a fin de que se grabaran profundamente en el cerebro del contrincante.

      –¡Es que todas las religiones tienen sus milagros!—Permítame usted, Moreno…—¡Es que todas las religiones tienen sus milagros!…—Permítame usted, Moreno; el mundo sería…—¡Es que, amigo Oliveros, todas las religiones tienen sus milagros!—¡Pero permítame usted, Moreno! el mundo sin religión sería…—¡Es que…

      Cada cual, enamorado de sus proposiciones juzgándolas de todo punto incontrovertibles, no quería escuchar siquiera las del contrario.

      Apelábase con bastante frecuencia a símiles de orden corporal, que son los que en tales casos presentan más dificultad al adversario. Y se tomaban como puntos de comparación los objetos que tenían más a la mano.

      –¿Ve usted esta mesa?… Aquí hay materia, aquí hay forma.—Ahora bien, si yo tomo en la mano esta copa y la trasporto desde este sitio a este otro…—¿Por qué esta copa es trasparente y esta taza no lo es?…

      El resultado ordinario de tales símiles es desconcertar al adversario y destruir por entero el tejido de sus sofismas. Pero a veces, cuando el preopinante esfuerza demasiado la argumentación, las copas o las tazas suelen rodar por el suelo y quebrarse. Entonces es el preopinante quien se desconcierta y dirige con turbado semblante miradas tímidas hacia el mostrador.

      Adolfo Moreno gozaba incomparablemente en estas discusiones que le permitían lucir sus conocimientos en las ciencias naturales. Y como estos conocimientos solían ser tan recientes que muchas veces databan de la noche anterior o del mismo día, su fuerza era irresistible. ¡Qué serie asombrosa de pormenores, cuánta erudición desplegaba en ocasiones! Los contrarios quedaban silenciosos y confundidos y los parroquianos de las mesas inmediatas henchidos de admiración. Algunos de éstos que habían concluido por trabar amistad con ellos, se trasladaban en ocasiones a la mesa de los filósofos y tomaban parte en las disputas.

      Mientras la discusión religiosa se desenvolvía, profunda y acalorada, Godofredo Llot aparecía agitado, convulso. Varias veces había querido intervenir, pero como lo hacía tímidamente no se le escuchaba. Y las impías proposiciones que su amigo sustentaba le llegaban tan al alma, turbaban de tal manera sus facultades, que apenas tenía alientos para formular un argumento. Estaba consternado: su corazón se iba apretando de pena. Aquella noche Moreno parecía un demonio terrible y batallador, escupiendo con furia sus blasfemias, manifestando con cinismo infernal su odio a los misterios de la religión.

      El pobre Godofredo se sintió tan abatido que, mientras miraba con espanto a su amigo, algunas lágrimas brotaron a sus ojos y resbalaron por sus tersas mejillas. Nadie lo advirtió, embebidos como estaban en la disputa. Mas cuando Moreno, en un rapto de feroz incredulidad, gritó que para él nuestro Redentor no era más que un judío exaltado, dejose oír un sollozo. Todos volvieron la cabeza. Godofredo, tapándose la cara con las manos, lloraba amargamente.

      La compasión se apoderó entonces de unos y de otros. ¿A qué conducía aquella discusión? El que tuviese la desgracia de no creer, que se lo callase. De todos modos, herir sin necesidad las almas timoratas, como la de aquel pobre muchacho, era poco caritativo y además una falta de consideración.

      Moreno, algo amoscado, guardaba silencio, maldiciendo en su interior de la facilidad que su amiguito tenía para liquidarse.

      II

      Romadonga se acercó al grupo cuando la discusión religiosa acababa de zanjarse de aquel modo imprevisto y húmedo. Mario vio el cielo abierto. D. Laureano le hizo con sonrisa de condescendencia una seña, y nuestro impaciente joven se disponía a levantarse cuando uno de los mozos que servían allá abajo, cerca de la puerta, se acercó al viejo tenorio y le habló algunas palabras al oído.

      –Soy con usted al momento—dijo éste a Mario.

      Y se alejó.

      –¿Qué pasará?—preguntó uno de los tertulios.

      –¿Qué ha de pasar? ¡Lo de siempre!—repuso Mario de mal humor.—¿No lo ve usted?—añadió fijándose en la puerta.

      Por detrás de los cristales se traslucía la silueta de una mujer.

      Al cabo de pocos instantes viose llegar de nuevo a Romadonga mordiendo el imprescindible cigarro y con el mismo paso tranquilo, dirigiendo miradas insolentes a las parroquianas.

      –¿Por qué se ríen ustedes?—dijo al llegar.—¿Se figuran que se trata de una aventura amorosa? Pues no hay tal… Es decir, sí ha sido una aventura amorosa, pero en tiempos remotos. Ahora no es más que una vieja que viene a pedirme diez duros.

      –¿Se los ha dado usted?

      –¡Nunca! y eso que me ha dicho que tiene un hijo muriendo. No quiero sentar precedentes funestos. Hija mía, lo siento mucho, le dije, pero yo no mantengo clases pasivas.

      No faltó quien celebrase el chiste y quien admirase la firmeza de corazón del empedernido seductor. Mario no pudo reprimir un gesto de repugnancia. Aquel rasgo de crueldad expresado en forma tan cínica le dio frío. Pero este frío y esta repugnancia se disiparon cuando Romadonga, poniéndole cariñosamente una mano sobre el hombro, le dijo:

      –A las órdenes de usted, amigo Costa.

      Lo que ahora le acometió fue una extraña sensación de terror, unos deseos atroces, de echar a correr. Levantose, sin embargo, automáticamente y, pálido y trémulo como si le condujesen al suplicio, siguió a D. Laureano.

      –Buenas noches, señores—dijo éste acercándose al patíbulo.—¿Cómo sigue usted, doña Carolina?… ¿Qué tal, D. Pantaleón? ¿Y ustedes, niñas?

      Todos buenos, todos buenos, y todos sonrientes, acogiendo a D. Laureano con la misma alegría que a un bienhechor de la humanidad. La sonrisa de la más regordeta de las muchachas iba acompañada de un poco de carmín en las mejillas que se propagó instantáneamente al resto de la cara, sin excluir las orejas, cuando Romadonga, dando un paso atrás, dijo estas solemnes palabras:

      –Tengo el honor de presentar a ustedes a mi amigo D. Mario de la Costa.

      D. Mario de la Costa, a juzgar por su palidez, estaba rezando en aquel momento el credo, preparado a morir cristianamente. Alargó al jefe de la familia su mano temblorosa y fría, y preguntó con voz que semejaba un estertor:

      –¿Cómo está usted?

      El jefe de la familia estaba bueno y celebraba la ocasión de conocer al señor de la Costa. Éste volvió a alargar su mano a la esposa del jefe, pero su garganta ya no pudo dejar salir el más leve soplo. En cuanto a las niñas, podían sacudir la cabeza, sonreír, ruborizarse, hacer, en suma, lo que tuvieran por conveniente. De todos modos, no lograrían obtener la más mínima atención por parte del joven presentado. Éste permaneció de pie e inmóvil esperando el golpe fatal cuando la mano protectora de D. Laureano le obligó a sentarse en una silla que previamente había acercado. Presentación, la más delgada de las jóvenes, se apartó un poco haciendo signos de inteligencia a Romadonga, y la silla quedó colocada al lado de Carlota, la más gruesa. Pero Mario sorprendió aquel signo de inteligencia y la sonrisita burlona con que fue acompañado. Inmediatamente el blanco cera de sus mejillas se tornó en un rojo ladrillo no menos interesante.

      ¿Por qué les da a todos en seguida por hablar entre sí, sin cuidarse de él para nada? Su regordeta vecina era víctima del mismo abandono. Ambos parecían consternados. Carlota, inquieta, temblorosa, pidió auxilio a su hermanita llamándole la atención acerca de una manteleta que vestía cierta señora que acababa de entrar. La cruel Presentación no hizo caso alguno; les echó una mirada burlona y se volvió de espaldas riendo como una tonta. Mario tuvo fortaleza bastante para mantener a salvo su dignidad en tan críticas circunstancias. A nadie demandó socorro. Y comprendiendo que el hombre debe hallar en sí mismo recursos suficientes


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