El origen del pensamiento. Armando Palacio Valdés

El origen del pensamiento - Armando Palacio Valdés


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de valor me atreví a decírselo a éste. Crea usted que temblaba como una hoja, porque no sabía cómo lo iba a tomar; tenía miedo que me echase con viento fresco. Afortunadamente, estaba de buen humor aquel día, ¿verdad, querido?

      D. Pantaleón bajó los párpados, manifestando de este modo solemne y augusto que su esposa no se equivocaba acerca del estado de su espíritu en aquella ocasión.

      –Me respondió que no tenía inconveniente en que lo presentasen con tal que fuese por medio de una persona respetable. ¿Te parece bien D. Laureano?—Perfectamente.—Pues ya está hecho. Ahora no nos resta más que darle a usted las gracias por la molestia que ha querido tomarse.

      Romadonga levantó la mano para alejar de sí aquellas gracias que no merecía, y volvió la cabeza para mirar a la hermosísima chula, que en aquel instante se levantaba del asiento para marcharse. Al pasar junto a ellos D. Laureano le dijo familiarmente:

      –Adiós, Concha: hasta mañana.

      –Buenas noches—respondió ella sonriendo tímidamente.

      Su padre se llevó la mano al sombrero. Romadonga siguiola con la vista hasta que desapareció por la cancela. Antes de trasponerla Concha se volvió a medias y le echó una rápida mirada de latiguillo. Lo cual le puso de tan excelente humor, que desde entonces no cerró boca y consiguió tener suspensos y embelesados con su charla insinuante lo mismo a D. Pantaleón que a su esposa.

      Pero la noche corría. Habían sonado ya las once y media, hora en que aquella respetable familia tenía por costumbre retirarse. Doña Carolina se inclinó hacia el oído de su hija Carlota, y le dijo en voz baja, aunque no lo bastante para no ser oída de Mario:

      –Por mi gusto, querida, estaríamos aquí un ratito más; pero ya ves, tu papá acostumbra a retirarse a esta hora… y ahora más que nunca necesitamos tenerle contento, ¿verdad?—añadió con un guiño picaresco.

      Luego, volviéndose a su marido:

      –Pantaleón, nos iremos cuando tú lo ordenes.

      –Bien, pues vámonos ya—respondió el venerable jefe de la familia levantándose de la silla.

      Los demás le imitaron. La señá Rafaela y Romadonga manifestaron que también se iban. Mario no se atrevió a acompañarlos, aunque bastantes ganas se le pasaron. La despedida fue tímida y significativa por parte de Carlota, franca y afectuosa por la de su hermana, propia de una futura hermana política; por la de D.ª Carolina maternal, aunque templada por el respeto que le merecía la autoridad de su marido; y por éste tan cortés, tan suave, tan condescendiente, que Mario se mostró hondamente conmovido, y apenas pudo articular con voz temblorosa algunas palabras de ofrecimiento.

      Quedó solo al fin. El corazón no le cabía en el pecho. Permaneció un instante inmóvil contemplando la puerta, por donde acababa de desaparecer, la última, su gentil Carlota. Y bajando de pronto desde las nubes de oro y rosa donde se mecía a esta tierra prosaica, se dirigió a la mesa del rincón, donde sólo se hallaba ya Adolfo Moreno. El salto no podía ser mayor. Moreno era, en sentir de Mario, el ser más distante de la poética idealidad que en aquel momento inundaba su espíritu, el menos a propósito para recibir la confesión de sus impresiones. Sin embargo, eran éstas tan vivas, tan avasalladoras, que si no se desahogaba pronto de ellas, era de temer una congestión. Sentose enfrente de su amigo, pidió un vaso de leche y esperó a que aquél, en gracia del trascendental acontecimiento que acababa de efectuarse, se dignase hacerle algunas preguntas. Nada. Moreno había dejado los periódicos políticos y leía con atención uno ilustrado que andaba siempre de mesa en mesa metido en una carpeta sucia y despellejada. Mario no pudo más. Comprendía que era una humillación, pero no tenía fuerzas para resistir al anhelo de confesarse.

      –Adolfo.

      –¿Qué hay?—respondió éste sin apartar la vista del periódico.

      –Dame la enhorabuena.

      Al pronunciar estas palabras se ruborizó.

      –¡Ah, sí!—exclamó el otro alzando la cabeza y mirándole con sonrisa entre burlona y benévola.—Al cabo has logrado la dicha de sentarte a la misma mesa que D. Pantaleón Sánchez.

      –Como tú comprenderás, Adolfo, lo que menos me importa a mí es D. Pantaleón. Lo que me interesaba, y mucho, era hablar con su hija. No puedes figurarte la impresión que he sentido. Ya sabes que estaba enamorado, ¡pero de verdad! Pues bien, ahora lo estoy mucho más, cien veces más. ¡Qué mujer tan simpática! ¡Qué tranquilidad, qué dulzura respiran todas sus palabras y movimientos! ¡Qué timbre de voz tan delicioso! Parece que viene impregnado de la claridad y armonía que reinan en su alma. Es una voz que suena más en el corazón que en el oído, que nada dice a los sentidos, que despierta el anhelo de las alegrías íntimas y serenas del hogar; una voz hecha como los bálsamos para curar las heridas que el mundo nos infiere… Nada nos hemos dicho de nuestro amor, pero en el brillo de sus ojos, en el cuidado con que evitaba el mirarme, he gustado más dicha que si me prometiese amarme eternamente. El único signo que advertí de su emoción fue cuando le di la mano al acercarme. ¡Qué encarnada se puso la pobrecita!

      Moreno continuaba sonriendo con la misma condescendencia, mientras su amigo se desahogaba tan fogosamente. Al cabo le atajó.

      –No te forjes muchas ilusiones por eso del rubor ni te subas al trípode. El rubor es un fenómeno muy prosaico, querido. No significa más que un cambio de la circulación sanguínea. Las arterias, al aumentar o disminuir de diámetro, enrojecen la piel o la hacen empalidecer. Ni te vayas a figurar que sólo las vírgenes se ruborizan, o que sea este fenómeno privativo del ser humano. Los animales también se enrojecen. El conejo es un animal tan sensible que con la más leve impresión se tiñen de carmín sus orejas, y se ha observado que los conejos jóvenes se enrojecen más fácilmente que los viejos.

      Mario quedó acortado. Le miró fijamente con ojos de asombro y al fin murmuró entre triste y colérico:

      –Pero, Adolfo, ¡por Dios! ¿qué tienen que ver ahora los conejos jóvenes?…

      –No… yo no quería decirte… Es simplemente un dato fisiológico.

      Recobrose el joven y volvió a coger el hilo de sus impresiones. Las iba narrando con entusiasmo, de un modo incoherente, como si estuviese solo. Tal vez comprendía vagamente que lo estaba; porque Moreno, a juzgar por su mirada distraída y su continente reflexivo, debía de hallarse en aquel momento meditando sobre algún oscuro problema de la morfología.

      Después de describir y pesar una por una las gracias de Carlota y colocarla sobre un rico pedestal de mármol ornado de bajos relieves de Fidias, por encima de todas las mujeres de este mundo, casi a la altura de la Niobé de Praxíteles, vino a soñar despierto, a pintar de un modo plástico la única dicha a que aspiraba uniéndose a ella…

      –No soy hombre de grandes ambiciones, Adolfo, bien lo sabes. Para ser feliz, no necesito más que cariño, sosiego y un mediano pasar. Un cuartito al Mediodía con ventanas al campo aunque esté sobre el tejado; una mujercita sana, risueña, que venga a abrirme la puerta; oírla teclear después de comer alguna sonata de Beethoven… y que me dejen libre alguna hora para modelar cualquier muñeco. Estoy solo en el mundo. Apenas he conocido a mi madre. Mi padre se esforzó toda la vida en hacerme menos terrible esta pérdida. ¡Dios le bendiga por ello! Pero el amor de una madre es insustituible, no tanto por lo vivo y profundo, sino por lo que tiene de femenino. El hombre necesita en todos los momentos de su vida del amor de la mujer; primero de la madre, luego de la esposa, más tarde de la hija. Además, el hombre sin familia no se comprende; es un ser incompleto, absurdo, está fuera de la naturaleza.

      –Permíteme, querido—manifestó Moreno extendiendo la diestra con solemnidad y acentuando aún más la superioridad de su sonrisa.—Más vale que no te metas a definir las leyes de la naturaleza. Esas cosas hay que estudiarlas con atención y tú no creo que te hayas entretenido hasta ahora en ello. El que la familia sea una ley natural y que no podamos pasar sin ella me parece una de tantas afirmaciones gratuitas como sientan los metafísicos. No se apoya en ningún dato experimental. Entre los Bochimanos no existe la familia; entre algunos pueblos polinésicos tampoco… En cambio se encuentra algo semejante establecido


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