El origen del pensamiento. Armando Palacio Valdés

El origen del pensamiento - Armando Palacio Valdés


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Pantaleón Sánchez no era rico. Sólo tenía un pasar adquirido en el comercio de géneros de punto a fuerza de economías y privaciones. Y aquí salta una observación, que merece ser expresada, es a saber: que casi ninguno de los hombres que han influido poderosamente sobre sus semejantes o han dado impulso y dirección al progreso dispusieron de grandes bienes de fortuna. Después de traspasar la tienda al primero y único de sus dependientes, sólo poseía en valores del Estado una renta de ocho a diez mil pesetas. Gracias al orden y economía de su fiel esposa podían vivir cómoda y decorosamente.

      A los quince días de entrar en la casa ya nuestro joven escultor ardía en deseos de formar parte integrante de la familia. Pero no se atrevió a expresarlo sino de un modo indirecto y vago, y con las mejillas coloradas, a Carlota, que a su vez le respondió, ruborizada también, que «no se pensase todavía en aquello.» Pero ambos siguieron pensando, cada cual por su lado; de tal suerte, que si sus bocas estaban calladas, se lo decían a todas horas con los ojos. Cuando estaban juntos y se quedaban algunos instantes silenciosos con la mirada extática, bien podría apostarse doble contra sencillo a que ambos pensaban en aquello.

      Un día, después de larga pausa, dijo Mario repentinamente:

      –¿Por qué no se lo dices a tu mamá?

      –No me atrevo. Díselo tú—respondió la joven anudando naturalmente la tácita conversación que sus pensamientos mantenían hacía tiempo.

      –¡Oh, si yo me atreviera!

      Hizo coraje algunos días: al fin se atrevió. ¡Cuánta duda, cuánta vacilación antes que las abrasadoras palabras saliesen de sus labios!

      Estaba D.ª Carolina subida encima de una silla sujetando un visillo del balcón. Carlota había salido en busca de tijeras. Sin saber cómo, aprovechándose tal vez de que la buena señora se hallaba de espaldas y no podía anonadarle con una mirada fulgurante, dijo con voz bastante entera:

      –D.ª Carolina, cuando usted termine ahí voy a darle un susto.

      –¿Un susto?—repuso la señora volviendo la cabeza con sorpresa.

      –¡Sí, un susto!—repitió el joven sonriendo alegremente, cada vez más animado.—Pero no tenga usted miedo. Es un susto puramente moral.

      –¡Bueno!—exclamó en actitud vacilante, sonriendo también.—No sé qué será… Voy a concluir.

      En los breves instantes que duró la operación tuvo tiempo a perder todo el valor que había mostrado. De suerte que cuando D.ª Carolina se bajó de la silla, con la misma ligereza que una niña, y se volvió, encontrose con un hombre desencajado, tembloroso, que daba pena mirarle.

      –Usted me dirá… ¿qué susto es ése?

      –¡El que yo tengo!—debió responder Mario, pero no lo dijo. Limitose a llevarse la mano a la boca para toser, sin gana por supuesto, y profirió con trabajo:

      –Si a usted le parece, podemos sentarnos.

      –Con mucho gusto. Nada nos darán por estar de pie.

      D.ª Carolina aparentaba indecisión y sorpresa que no sentía. No se necesitaba ser lince para comprender de qué se trataba.

      –Debo ante todo… Cuando tuve el honor de ser presentado a ustedes… Sentiría muchísimo…

      No hallaba medio de tomar la embocadura. Estaba cada vez más turbado. En aquel momento apareció en la puerta Carlota. Al ver su encantadora figura, de formas elegantes y redondeadas, sus ojos animados, sus mejillas frescas adornadas de un par de hoyos como dos nidos de amor, sus labios de cereza, una verdadera rosa, en fin, de carne y hueso, recobró de pronto todo el aplomo y dijo con voz segura:

      –Me alegro de que venga Carlota y escuche lo que le voy a decir…

      Carlota se acercó. En la actitud de su novio adivinó en seguida lo que pasaba.

      –Pues bien, señora, lo que tengo que manifestar a usted es que, lo mismo Carlota que yo, deseamos casarnos cuanto más antes.

      –¡No, no! ¡yo no!—exclamó la joven encendida en rubor y echando a correr.

      D.ª Carolina se mostró sorprendidísima.

      –¡Pero eso es un escopetazo, Costa! Razón tenía usted en decir que me iba a dar un susto. ¡Ave María Purísima! ¡Quién había de pensar!…

      Y por algunos momentos no dejó de hacerse cruces y proferir exclamaciones. Repuesta al fin un poco, llamó a Carlota.

      –¡Niña, no seas ridícula, ven aquí!

      Y en voz baja añadió:

      –¡Pobrecilla! La ha puesto usted en un apuro.

      Vino Carlota hecha una rosa de Alejandría por lo roja y por lo hermosa. Sentáronse los tres en el sofá, la mamá en el medio, y cogiendo amorosamente las manos de su hija y mirando a Mario de reojo, se expresó de esta manera:

      –A pesar del susto, no le guardo rencor. Me esperaba que algún día había de suceder esto, aunque, a la verdad, no tan pronto. Mentiría, Costa, si le dijese que no me es usted muy simpático y hasta que le quiero ya como cosa propia. No tiene nada de particular. Basta que una persona quiera a mis hijas para que la adore yo. Lo que mis hijas desean, eso es precisamente lo que a mí me complace. Soy una débil criatura sin voluntad propia; todo el mundo lo sabe. ¡Hablarme a mí de que desean casarse!… ¿Para qué? De antemano tienen ya mi consentimiento para eso como para todo lo que se les antoje. Mi carácter es así. Aunque me parezca prematuro el matrimonio y que convendría esperar algo más, porque usted no se halla, desgraciadamente, en posición de sostener las cargas de una familia, no lo puedo remediar… Por mí, mañana mismo les echa la bendición el cura. Es una desgracia tener este carácter, señor Costa, créame usted. Mis amigas me dicen con razón: «Tú no eres una mujer, Carolina, eres un trapo.» ¿Y qué le vamos a hacer? Cada cual es como Dios le crió. De todos modos, le agradezco en el alma que haya contado conmigo… Demasiado sé que es pura galantería, pero lo agradezco… Vamos ahora a lo más principal, mejor dicho, a lo único principal que hay en este negocio. ¿Quién se lo dice a Sánchez? ¿Quién le pone el cascabel al gato?

      –Mamaíta, díselo tú—manifestó Carlota, cuyas mejillas no habían perdido su vivo color rojo.

      –¿Lo ve usted?—exclamó la buena señora, volviendo el rostro lleno de dulce condescendencia hacia Mario.—¡Cuando yo lo decía!… Bien, hija mía, bien; yo se lo diré… Para mí será el desaire si lo hay. Prefiero sufrirlo yo todo. Y para que vean ustedes adónde llega mi complacencia, ahora mismo se lo voy a decir; ahora que está solo en su cuarto… ¡Ea, valor!

      D.ª Carolina se alzó del sofá y dio tres o cuatro pasos.

      –¡Si supieran ustedes cuánto lo temo!—dijo parándose.—No lo puedo remediar; siempre que voy a decir algo importante a Pantaleón, me sucede lo mismo, me pongo temblorosa; toda me aturrullo… Mire usted cómo me tiembla la mano, Costa.

      Mario apretó la mano de su futura suegra, pero no pudo comprobar el temblor. Lo único que advirtió es que estaba fría.

      –Sí, sí—dijo galantemente,—y además está fría.

      –¡Friísima!… Lo mismo me pasa siempre… Vaya, armémonos de valor. Voy antes a beber una copita de Jerez para criar fuerzas… Hasta luego, hijos míos, hasta luego y ¡buena suerte!

      Todavía desde la puerta se volvió con semblante risueño, radiante de condescendencia.

      –¡Cómo me late el corazón!—exclamó llevándose la mano al pecho.—¡Adiós! ¡Buena suerte!

      A quien le latía hasta querer saltársele del pecho era al pobre Mario. No se atrevió a mirar a Carlota. Tampoco ésta volvió su rostro hacia él. Felizmente vino a sacarlos del apuro la bella Presentación. Entró seria, ceñuda y, sentándose cerca del balcón, exclamó con un suspiro:

      –¡Ea! ¡Ya estoy en funciones!

      Lo mismo Carlota que su novio no pudieron menos de sonreír. Trascurrieron algunos


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